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Relato erótico: “Prostituto 13 La mulata se entrega a mí por placer” (POR GOLFO)

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Tara:

Para los que no hayan seguido mis andanzas, me llamo Alonso y soy prostituto de élite en Nueva York. Vender mi cuerpo no me avergüenza porque considero que además de ser un trabajo como otro cualquiera, está estupendamente remunerado. Pero en esta ocasión no voy a narrar mi historia sino la de Tara, un maravilloso ejemplar de mulata que la casualidad hizo que cayera en mis brazos.
Como expliqué en un relato anterior, al vengarme de un par de gemelas, recibí a esa preciosidad como parte del pago. Nunca llegaré a agradecer al árabe que se quedó con las dos hermanas el favor que me hizo al entregarme a esta mujer. No solo era todo un monumento a la belleza femenina sino que tal y como os contaré, resultó ser un filón que aproveché.
Considero primordial describiros a Tara, sabiendo de antemano que por mucho que me explaye será imposible hacer justicia a esa mujer. Mulata de veintidós años, debía su hermosura a la combinación de los genes blancos de un potentado de origen europeo con la herencia de la mujer negra que trabajaba como sirvienta en su hacienda. Su color de piel era apiñonado, para los que no estén familiarizados con ese término, os puedo decir que era negra clara o si lo preferís morena obscura. Pero si de algo podían estar orgullosos sus progenitores era del cuerpo de su retoño.
Delgada pero bien proporcionada, Tara tenía unos pechos pequeños pero maravillosamente formados. Firmes y duros era una delicia el tocarlos pero más aún el metérselos en la boca porque, al hacerlo, sus pezones marrones se encogían como asustados, convirtiéndose en unos deliciosos chupetes.   No sé la cantidad de horas que me he pasado mamando de ellos, lo que si os puedo decir es que ella disfrutó tanto como yo, las ocasiones que me dormí con ellos en mi boca.  Tampoco me puedo olvidar de su espléndido culo en forma de corazón que tantas veces poseí ni de ese coño depilado que la hacía parecer aún más joven. En resumen, Tara era una de esas mujeres que levantan el aplauso unánime de todos los que la ven pasar y para colmo, como persona era dulce, delicada y apasionada.
Todavía rememoro con cariño el siniestro modo en que la conocí. La pobre había caído en manos de una organización de trata de blancas y gracias a un trueque me hice con sus servicios una noche de madrugada. Recuerdo que estaba aterrorizada al no saber qué clase de amo era yo, cuando ese norteafricano me la cedió. No os podéis imaginar cómo temblaba la muchacha cuando siguiendo con el papel de amo estricto, la obligué a montarse en mi coche. Como no podía descubrir que no era uno de ellos, esperé a estar lejos del alcance de esas alimañas para preguntarle cómo había llegado a esa situación.
Debió ser mi tono amable, lo que la indujo a confesar al extraño que acababa de comprarla su triste historia:
-Amo. Nunca deseé ser una esclava pero ello no debe importunarle porque después de dos años y tres dueños, he comprendido que esta es mi vida y he aprendido a asumirlo-
No tuve que ser un genio para saber que era una víctima y por eso nada más contarme que un antiguo novio, en su África natal, la había vendido a esos traficantes, le ordené que se quitara el collar de esclava. Tara creyó que era parte de un malvado juego y que en realidad solo quería reírme de su desgracia:
-Amo, ¿En qué le he fallado para que me torture de esta forma?- respondió con lágrimas en los ojos.
Viendo que tanto maltrato la había convertido en un ser sin esperanzas, tuve que ser yo mismo quien se lo quitara, tras lo cual le dije con el tono más dulce que pude:
-Para empezar, nunca más me llames amo, soy Alonso y a partir de ahora eres libre-
Mis palabras lejos de consolarla, acrecentaron su llanto y completamente histérica, me rogó que no le hiciera eso, que no la liberara.
-No entiendo- contesté acariciándole la cabeza- ¿No me has dicho que no deseas ser esclava?-
Completamente desmoralizada, ya que se veía en la calle, me explicó que solo conocía en los Estados Unidos a sus antiguos amos y que si la echaba de mi lado, volvería a caer en sus garras o lo que era peor, en la de la “Migración americana”.
-Me mandarían otra vez al Zaire y eso sería mi sentencia de muerte porque mis tíos  me matarían para salvaguardar su honor- dijo temblando. -No se olvide que para ellos soy una pecadora-
Conociendo que en esa parte del orbe, seguían matando a las mujeres que por uno u otro motivo habían manchado el buen nombre de la familia, no me quedó otra salida que proponerle que viviera conmigo en calidad de sirvienta. Al oír mi propuesta, me besó emocionada prometiéndome servirme en la casa y en la cama.

-No me has entendido- dije rehusando sus carantoñas- Te ofrezco que seas mi criada y te pagaré un salario mientras conseguimos arreglar tus papeles. Se ha terminado para ti el entregar tu cuerpo. Cuando lo hagas que sea porque es tu deseo-

Le costó asimilar mis palabras porque, en su vida, todos los hombres con los que se había topado habían abusado de ella. Cuando al cabo de cinco minutos, llegó a la conclusión que podía fiarse de mí y que mis intenciones eran sanas, me dijo con voz temblorosa:
-Acepto pero deberá descontar de mi salario, lo que pagó por mí-
Solté una carcajada al escuchar a la muchacha. Con la libertad había retornado el orgullo innato de su etnia y obviando que era imposible que llegara a pagarme los treinta mil dólares en los que la habían tasado, cerré el trato diciendo:
-¿Qué tal cocinas?-
-Estupendamente, le cebaré como solo saben hacer las mujeres de mi pueblo-
Su desparpajo me encantó aunque por mi trabajo no me convenía engordar, no dije nada no fuera a ser que cualquier negativa por mi parte quebrara su recién estrenada autoconfianza y por eso, me dirigí directamente a casa. Ya en mi apartamento, lo primero que hice fue mostrarle su habitación. Tara al ver por vez primera donde iba a dormir, no se lo podía creer:
-Amo… digo ¡Alonso!- exclamó rectificando al ver mi cara de cabreo – no se imagina la jaula donde llevo seis meses durmiendo cuando mi antiguo amo no me requería en su cama-
Las penurias incalificables que esa pobre había sufrido se habían acabado y así se lo hice saber, diciéndola:
-Es tarde. Vete a dormir que mañana tengo que conseguirte ropa-
-Se la pagaré…-  respondió mientras dejándola con la palabra en la boca, me iba a mi cuarto.
Mi despertar con ella en la casa:
Ni que decir tiene que en cuanto apoyé mi cabeza en la almohada, me arrepentí de no haber hecho uso de esa preciosidad antes de liberarla. Tengo que reconocer muy a mi pesar que me pasé toda la noche soñando con ella. Me la imaginaba gateando llegar a mi lado y ya en mi cama, ronroneando, pedirme que la tomara.
“Cambia el chip” me dije mientras cambiaba de posición en el colchón, “no puedes ni debes abusar de su ingenuidad”.
Por mucho que intenté olvidarme de Tara, ella volvía a mis sueños más y más sensual cada vez hasta que, cogiendo mi miembro, me masturbé imaginando que disfrutaba de ese delicado cuerpo entre mis piernas. No sé las veces que liberé mi esperma sobre las sábanas en su honor, lo que sí sé es que al despertarme esa mañana estaba agotado.
Acababan de dar la diez cuando me despertó el ruido de unos platos. Al levantarme a ver que era, me sorprendió descubrir que la mulatita se había levantado temprano y que en contra de lo que era habitual, la casa estaba escrupulosamente limpia. Los papeles y los restos de comida habían desaparecido del salón pero fue el olor a comida, lo que me hizo acercarme hasta la cocina.
Desde el quicio de la puerta, observé como esa belleza se ufanaba cocinando mientras seguía con su cuerpo desnudo el ritmo de la música que salía de una radio. Embobado y aunque sabía que no era ético siquiera el contemplar a Tara sin su consentimiento, no pude dejar de disfrutar de esas curvas perfectas contorneándose siguiendo el compás de la canción.
“¡Es maravillosa!” pensé sin hablar mientras, bajo mi calzoncillo, mi miembro se revelaba contra mí, adoptando una dolorosa erección. ”¡Qué buena está!”.
El maltrato sufrido no había hecho mella en su anatomía. No solo eran sus duras nalgas lo que me cautivó, sino todo ella. Con una cintura de avispa, esa negrita era el culmen de la femineidad. Incapaz de retirar mi mirada, repasé minuciosamente toda su piel buscando un defecto que me hiciera bajarla del altar en la que la había elevado pero no pude encontrarlo. Aunque normalmente me gustaban los pechos grandes, esas tetitas pedían a gritos que mi boca tomara posesión de ellas y tengo que reconocer que si dándose la vuelta, Tara no me hubiera pillado contemplándola, hubiera ido directo al baño a volverme a masturbar.
-¿Cómo ha dormido el señor?- fue su saludo. Su rostro no tenía ni la menor pizca de maldad pero tampoco mostraba la menor señal de sentirse turbada por estar desnuda en mi presencia.
Tratando de tapar la firmeza que había adquirido mi pene al observarla, me senté antes de contestar:
-Bien, pero llámame Alonso. Lo de señor me hace sentir viejo-
Alegremente, me respondió que no volvería a llamarme así y cambiando de tema me contó que ella había dormido en cambio fatal.
-¿Y eso?- pregunté interesado por saber el motivo de su insomnio.
-No estoy acostumbrada a una cama y menos para mí sola- contestó mientras ponía frente a mí un suculento desayuno.

Os tengo que reconocer que ni siquiera me fijé en el plato, mis ojos estaban fijos deleitándose del sensual movimiento de los senos de la cría. Se notaba que nunca había sido madre por la firmeza con la que desafiaban la ley de la gravedad. Tara, al percatarse del modo en que la devoraba con la mirada, se sonrojó y un tanto indecisa, me preguntó por la ropa de mujer que había en su armario.
-Es tuya. Su antigua dueña nunca volverá- contesté obviando que esos trapos habían sido de Zoe, la teniente de policía por la cual la había intercambiado.
La morenita pegó un grito de alegría y pidiéndome permiso, se fue a vestir apropiadamente. Aunque la comida que me había preparado estaba riquísima no pude disfrutar de su sabor porque mi mente estaba pensando en la muchacha que se estaba cambiando a solo unos metros.
“Está para comérsela” pensé mientras introducía en mi boca un pedazo del manjar que había cocinado en vez del clítoris de esa mujer que era lo que realmente me apetecía.
Tara no tardó en volver y cuando lo hizo, no pude dejar de maravillarme de la bella estampa que inconscientemente me regaló. Comportándose como una adolescente, me modeló su vestido dando saltitos sin dejar de reír. El dicho de “como niña con zapatos nuevos” le venía ni pintado. La mulatita estaba en la gloria sintiéndose la dama más feliz del mundo usando esa ropa de segunda mano.
-Estás preciosa- mascullé entre dientes cuando me pidió mi opinión.
Por vez primera, hallé algo de malicia en ella y fue cuando cogió mi mano y me llevó hasta su habitación donde me obligó a sentarme:
-Dime cual te gusta más- soltó mientras se desnudaba y removiendo los percheros, sacaba un ajustado traje de raso rojo.

Perplejo por la visión de esa mujer recién salida de la adolescencia en pelotas sin importarle que su teórico patrón estuviera observándola mientras se cambiaba, me mantuve callado rumiando mi calentura mientras intentaba que no se me notara.

-¡Dios mío!- exclamé en voz alta al descubrir que en contra de la noche anterior ni un pelo cubría su vulva.
-¿Qué le pasa?- preguntó asustada, pensando quizás en que algo me había incomodado.
Al explicarle totalmente avergonzado el motivo, soltó una carcajada mientras me decía:
-Ayer me fijé en su sumisa y creí que le gustaría más con el coño depilado-
Os juro que mi pene se izó como un resorte al escucharla porque aunque no lo dijera esa cría quería complacerme pero previendo que si no dejaba claro nuestra relación, no tardaría en llevármela a la cama aunque fuera a la fuerza:
-Eres una mujer libre, lo que hagas es porque te apetece, no porque me guste a mí más o menos-.
Por mi tono, Tara supo que me había incomodado pero entonces levantando la voz y tuteándome por primera vez, me soltó:
-Sé que ya no soy esclava y por eso si me apetece arreglarme para ti, lo haré y tú no podrás decirme nada-
Tenía toda la puta razón. ¿Quién era yo para ordenarla como debería llevar el chocho? Pero no queriendo perder nuestra primera discusión, me defendí diciendo:
-De acuerdo, pero te tengo que recordar que soy hombre y no te quejes si un día no aguanto más y te violo-
Muerta de risa, se pellizcó un pezón y poniendo cara de puta, me respondió:
-Ten cuidado tú, no vaya a ser que un día despiertes atado a tu cama y con esta mujercita forzándote-.
-¡Te estás pasando!- exclamé y aguantándome las ganas de tumbarla en la cama, salí del cuarto huyendo de ella.
Una carcajada llegó a mis oídos mientras dando un portazo me encerraba en mi estudio.
Tara me pide que la retrate:
 
 
Cómo no tenía que ninguna cita y además tenía suficiente efectivo para tomarme un periodo de asueto, me quedé en casa terminando un par de obras que tenía inconclusas. El pintar me permitió olvidarme momentáneamente de la mulata pero al cabo de la horas, escuché que tocaban a la puerta:
-Alonso, ¿Puedo pasar?-
Incómodo por la interrupción, di mi asentimiento a regañadientes. Al entrar Tara con una bandeja, comprendí el motivo que le había llevado a interrumpirme: la muchacha me traía la comida. Me arrepentí en el acto de haberme enfadado porque esa cría solo estaba cumpliendo con las funciones que le había encomendado.
-Gracias, no me había dado cuenta de la hora- dije a modo de disculpa.

Ni siquiera me contestó, al colocar los platos sobre la mesa, se quedó mirando los cuadros que tenía colgados. Su sorpresa fue patente y cuidadosamente, fue escudriñando uno a uno todos los lienzos. Su cara reflejaba una mezcla de turbación y excitación. Verla tan interesada en mi obra, me dio alas para preguntarle que le parecía:

-Me encanta- respondió en voz baja y tras unos momentos de  duda, me soltó: -¿Quiénes son? ¿Tus amantes?-
-¿Por qué lo dices?-solté extrañado- ¿Tanto se nota?-
-Sí- muerta de risa, me contestó. –Fíjate, aunque sean desnudos has sabido reflejar tanto el carácter de cada una de ellas como el tipo de relación que mantenías con ellas. Por ejemplo, esta rubia no es otra que tu antigua sumisa y se ve a la legua que te desagradaba-
Me sorprendió la agudeza de su inteligencia. Nadie se  percataba de eso sino se lo explicaba yo con anterioridad. Tratando de comprobar que no había sido suerte, le pedí que me dijera que veía en el cuadro de Mari:
-Esta mujer está triste pero te cae muy bien-
-Y ¿Este?- dije señalando el retrato que le hice a la amiga de mi jefa, una estupenda tetona que me dio su leche a probar.
-Solo veo morbo- contestó dando nuevamente en el clavo.
Satisfecho por lo atinado de sus respuestas, le fui explicando una a una mis citas, sin darme cuenta que su rostro se tornaba cada vez más cenizo. Al terminar, con verdadera angustia, me preguntó:
-¿Te acostaste con la mayoría por dinero?, entonces la pintura es solo un hobby-
Más que una pregunta era una afirmación y viendo su disgusto me tomé mi tiempo para contestar.
-Soy un pintor que se mantiene gracias a mujeres- contesté sin mentir pero obviando lo básico –Ahora mismo estoy preparando una exposición pero aún me faltan dos cuadros-
Mi respuesta le satisfizo parcialmente y por eso volvió a insistir:
-Si tienes éxito como pintor; ¿Dejarías de prostituirte?-
-Si- respondí sin tener claro si lo haría.
-Y ¿solo te faltan dos cuadros para poder exponer?-
Sin saber que era lo que se proponía, volví a responderle afirmativamente. Al oírme se le iluminó su cara y sin importarle mi opinión, exclamó:
-¡Úsame como modelo en ambos!-
Agradeciéndole el detalle, le expliqué que solo hacía un retrato por mujer pero olvidándose de lo que era obvio, alegremente, me susurró al oído:
-Alonso, gracias a ti, renací. Puedes pintar primero a Tara “la esclava” y luego a Tara “la mujer libre”-
“No es mala idea” pensé porque podría reflejar dos personalidades de una misma mujer y sin prever lo que esa decisión acarrearía, acepté su sugerencia. Habiendo cruzado nuestro Rubicón particular, no había vuelta atrás y por eso mientras yo preparaba el lienzo y los oleos, Tara se fue a cambiar. Al cabo de unos minutos, volvió enroscada en una sábana y con la gargantilla de sumisa que le había quitado la noche anterior en sus manos:
-Amo: ponga el collar a su propiedad-
Molesto le pedí que no me volviera a llamar así.
-Lo siento, amo, pero si tiene que captar mi antigua esencia es necesario-
Entendiendo a que se refería, no volví a insistir y cogiéndolo, se lo abroché. Lo que no me esperaba fue su reacción, nada más sentir que cerraba el broche, en silencio empezaron a brotar unas gruesas lágrimas de sus ojos.
-¿Qué te ocurre?- preocupado pregunté -¿Te sientes bien?-
-Perdóneme, amo,  sé que  una esclava no debe demostrar sus sentimientos y que ahora tendrá que castigarme- respondió quitándose la tela que cubría su cuerpo y arrodillándose a mis pies, adoptó una posición de típica de castigo.

Con la frente pegada al suelo, de rodillas y con el culo en pompa, esperó en silencio a recibir el duro correctivo. Reconozco que pensé que era un juego y por eso le solté un suave cachete en las nalgas, mientras le decía:

-Ya está bien, ¡Incorpórate!-
Nuevamente me vi sobrepasado por los acontecimientos cuando llorando la muchacha, me imploró:
-Si quiere pintar la realidad de una sumisa, ¡Debe castigarme!-

Su tono me convenció y cogiendo una fusta, le arreé un par de latigazos en el trasero. Esta vez sus gemidos fueron genuinos y totalmente inmersa en su papel, me pidió que siguiera. No sé si fue el morbo de volverla a ver como sumisa o como ella dijo, solo busqué la veracidad del retrato pero la conclusión fue que seguí azotándola hasta que me suplicó que parara.

Temiendo haberme pasado, me arrodillé junto a ella y sin pensar en nada más que consolarla, pasé mi mano por su espalda acariciándola:
-Umm- gimió al sentir mis dedos recorriendo su piel.
Al oír su suspiro, asimilé de pronto que para ella, en ese momento, su amo la estaba premiando y tratando de no defraudarla seguí mimándola mientras le decía que era una buena sumisa:
-¿En serio? ¿Lo soy?- balbuceó con la voz temblando de emoción –¿Mi amo está satisfecho?-
-Sí, estoy satisfecho-
No acababa de terminar de hablar cuando de improviso, pegando un grito de satisfacción, la morenita se corrió a mi lado. No fue parte de su actuación, vi, oí y olí como se retorcía de placer en el suelo mientras de su sexo brotaba un pequeño riachuelo. Asustado por la profundidad de su orgasmo mostrado, me la quedé mirando mientras trataba de adivinar la razón.
“Aunque no lo sepa, está mentalmente condicionada a sentir placer cuando su amo le dice que está contento con ella” pensé.
Queriendo, después de lo que la había hecho sufrir, al menos compensarla, seguí acariciándola mientras le susurraba lo maravillosa que era. Al hacerlo alargué su éxtasis tanto tiempo que sin saberlo, convertí su placer en una nueva tortura. Totalmente maniatada por su adiestramiento, su cuerpo convulsionaba ante cualquier alago. Aunque sea difícil de creer, fui testigo de cómo esa muchacha iba de un orgasmo a otro solo con mi voz. Estaba tan ensimismado por mi nuevo poder que tuvo que ser ella, la que agotada me pidiera que no siguiese.
-Amo, ¡Pare!, ¡No aguanto más!- gritó usando sus últimas fuerzas.
Haciéndola caso, me callé pero Tara seguía corriéndose sobre la alfombra. Francamente preocupado, supuse que estaba histérica por tantas sensaciones acumuladas y recordando que cuando alguien estaba así, lo mejor era soltarle un guantazo, se lo di. En cuanto sintió mi bofetada, se calmó y de repente se quedó dormida.
Al verla sosegada, sonriendo y con cara de felicidad, decidí no despertarla y aprovechando que estaba inmóvil, me dediqué a pintarla. Su rostro reflejaba la felicidad de la entrega de una esclava. Aunque había observado muchas veces esa expresión en la cara de Zoe hasta entonces no supe asignarle su verdadero significado. Al cabo de una hora, mi negrita despertó de su sueño, feliz pero intrigada por lo que había pasado.
-¿Qué me ha hecho?- preguntó con una sonrisa- ¿Nunca había sentido nada igual?-
Dudé si contarle una milonga pero decidí contarle la verdad:

-Yo no te he hecho nada. Alguno de tus anteriores amos era un genio lavando cerebros y te ha condicionado para que cuando portes el collar, tengas que obedecer las palabras del que consideres tu dueño. Como te dejé llegar al orgasmo, seguiste encadenando uno tras otros mientras yo no te decía lo contrario-

-Amo, no le creo- contestó sin darse cuenta que era incapaz de llamarme de otra forma.
-¿Quieres que te lo demuestre?-
Asintiendo con la cabeza dio su conformidad al experimento:
-Sabes que te liberé ayer y que ya no eres mía y por lo tanto no tienes que obedecerme-
-Sí, lo sé-
-Entonces quiero que intentes desobedecerme, ¿Lo entiendes?-
Se quedó callada concentrándose en mis palabras. La dejé que durante un minuto se relajara y cuando ya estaba tranquila, le ordené que se pusiera en posición de esclava del placer.  Por mucho que intentó, no pudo evitar arrodillarse frente a mí con las rodillas abiertas, con la espalda recta y los pechos erguidos, exhibiendo su collar.
-¿Lo ves?-  satisfecho le solté.
Sudando y temblando al darse cuenta que había sido incapaz de llevarme la contraria, sollozó, diciendo que eso no demostraba lo que había sentido mientras me pedía otra oportunidad para demostrar que podía negarse a acatar mis órdenes. En ese instante, mi lado travieso me obligó a jugar con ella y sentándome en el sofá, la ordené que se acercara y que pusiera su cabeza en mi regazo.
Os tengo que confesar que me excitó ver a esa chavala sufriendo al nuevamente verificar que le resultaba imposible oponerse a mis pedidos y por eso cuando apoyó su cabeza contra mi pierna, mi pene ya estaba morcillón.
-Mi única duda es si llevas unido dolor y placer, pero ahora mismo podemos comprobarlo. ¿Te parece?-
-Amo, haga lo que crea conveniente- farfulló muy nerviosa.
Me tomé unos segundo en pensar que era lo que le iba a decir. Quería demostrar sin que pudiera quedar ninguna duda mi teoría y por eso la morenita debía ser únicamente un sujeto pasivo del experimento:
-Quiero comprobar que consigo llevarte al orgasmo con solo ordenártelo. No debes tocarte ni pensar en otra cosa más que en mi voz, ¿Has comprendido?-
-Sí, mi amo-
Su sumisión era total, quizás por ser ella la primera interesada en saber hasta dónde llegaba el control instalado en su mente. Sabiendo que de nada servía prolongar la espera, le dije:
-Tara, una esclava vive para servir a su amo, ¿Lo sabes?-
Ver sus ojos rebosando de lágrimas fue suficiente respuesta y por eso, puse mi mano sobre su cabeza y ordené:
-Es mi deseo disfrutar de cómo te corres. ¡Hazlo!-
Mi mandato cayó como un obús en su cerebro y sin necesidad de ningún preludio, fui testigo de cómo mi preciosa morenita pegó un grito al sentir que desde lo más profundo de su cuerpo se iba acumulando en su entrepierna un calor artificial que intentó combatir durante unos segundos, hasta que aullando como perra en celo, cayó a mi pies diciendo:
-Dios, ¡Qué gusto!-
Fue acojonante observar como sus pezones se erizaron sin necesidad de que nadie los tocara pero sobretodo confirmar visualmente que su clítoris crecía bajo el invisible manoseo de mi voz. Temblando sobre la alfombra, la muchacha separó sus rodillas, de forma que pude ver como la humedad iba calando su sexo hasta que explotando, un pequeño torrente brotó entre sus piernas.
-Amo, ¡Me corro!- chilló histérica.
No me hacía falta continuar con dicha demostración y  como quería verificar los límites de su adiestramiento, corté de plano su orgasmo diciéndole que ya bastaba. Tara se quejó al no poder terminar de liberar la calentura que la dominaba y con gesto triste, me miró en espera de conocer mis designios.
-¿Qué opinas de mí?- le solté porque me interesaba saber si se vería obligada a decir la verdad y en ese caso, cuál era su opinión al respecto.
-Que usted es mi amo- respondió saliéndose por la tangente.
Comprendí que esa cría había contestado de esa forma para no descubrir sus verdaderos sentimientos hacía mí:
“Estará condicionada pero no es tonta” pensé y centrando mi pregunta, le dije:
-Primero quiero que me digas lo que sentiste cuando te compré-
Aterrorizada por ser incapaz de callar, me contestó llorando:
-Cuando usted me habló en la subasta, me excité y desde ese instante, deseé que ese bello amo fuera el que me comprara. Cuando finalmente le acompañé a su coche, estaba encantada y contrariamente a lo que me ocurrió con mis anteriores dueños, me apetecía ser su esclava y compartir su cama-
-Bien y ¿Qué pensaste después cuando te liberé?-
-Amo, me da mucha vergüenza….-
-Obedece-
-Me creí morir porque me di cuenta que usted no me desea y eso para una esclava es lo peor –
Estuve a un tris de sacarla de su error y decirle que no solo la encontraba atractiva sino que todas las células de mi cuerpo me pedían tomarla aunque fuera contra su voluntad pero en vez de ello, le pregunté:
-Si pudieras elegir un deseo, ¿Qué me pedirías?-
Tardó en responder y bajando la cabeza al hacerlo, me dijo:
-Ser suya aunque fuera una única vez-
Oír de sus labios que deseaba ser mía, terminó con todos mis reparos y acomodándome en el sofá, le solté:
-¿A qué esperas?-
Tara me miró alucinada y gateando hasta mí, me preguntó mientras llevaba sus manos a mi bragueta:
-Amo, ¿Puedo?-
-Sí y te ordeno que me vayas diciendo lo que te apetece hacerme o que te haga-
Un tanto acelerada, la morena me desabrochó el pantalón y sacando mi miembro de su encierro, me pidió permiso para hacerme una mamada. Al contestar afirmativamente, se le iluminó su rostro y acercando su boca hasta mi sexo, lo empezó a agasajar con dulces besos. Me encantó sentir los labios de esa cría rozando tímidamente mi glande antes de metérselo lentamente en su garganta.
Comprendí que no tardaría en correrme al ver la felicidad con la que esa mujer se embutía mi miembro. Arrodillada frente a mí, sus ojos permanecían fijos en los míos mientras metía y sacaba mi extensión  del interior de su húmeda oquedad.
-Eres una putita preciosa- le dije mientras acariciaba su melena: -¿Quieres que te toque?-
-Todavía no, amo- contestó y con la respiración entrecortada por la excitación, se puso a horcajadas sobre mí: -Antes necesito sentir su polla dentro-
Tal y como le había ordenado, la mulata me iba retrasmitiendo sus deseos y por eso cuando percibió como su conducto iba devorando mi pene, me rogó que mamara de sus pechos. Tengo que confesar que era algo que estaba deseando y por eso no puse objeción alguna en coger uno de sus senos en mis manos. Llevándolo a mi boca, observé como su pezón se encogía al sentir la humedad de mi lengua recorriendo sus pliegues.
-¡Me encanta!- chilló mientras se empalaba.
Su entrega me llevó a coger entre mis dientes su aureola e imprimiendo un suave mordisco, empecé a mamar. Tara, con una sonrisa decorando su rostro, me imploró que siguiera. Contagiado de su calentura, cogí su otro pecho y repetí mi maniobra pero esta vez, mi bocado se prolongó durante unos segundos.
-Amo, ¡Necesito moverme!. Quiero sentir su verga entrando y saliendo de mi vagina-
Más que satisfecho, le di mi consentimiento. Ella, al oírme, soltó una carcajada y apoyándose en mis hombros, me empezó a cabalgar sin parar de reír. Con una alegría desbordante, la mulatita fue acelerando la velocidad con la que se ensartaba y cuando ya llevaba un ritmo trepidante, me suplicó que la dejara correrse:
-Córrete tantas veces y tan profundamente como quieras- respondí a su petición.
Sus gemidos no se hicieron esperar y mientras ella declamaba su placer, desde lo más profundo de la cueva de su entrepierna un flujo de calor envolvió mi miembro.
-Dios, ¡Cómo me gusta!- aulló al distinguir que cada vez que se hundía mi pene en su interior, la cabeza de mi pene forzaba la pared de su vagina.
Absorta en las sensaciones que estaban asolando su piel, me rogó que la besara. Al sentir mi beso, Tara pegó un grito y dejando que mi lengua jugara con la suya, se corrió brutalmente. Fue tanto el calado de su orgasmo que me sorprendió. La cría retorciéndose sobre mis piernas, lloró de placer al experimentar como su cuerpo se derretía.
-¡No quiero dejar de ser su esclava!- exclamó con sus últimas fuerzas -¡Por favor! No me libere-
Fue entonces cuando imbuido en mi papel de dominante, la cogí entre mis brazos y dándole la vuelta la deposité sobre el sofá:
-Disfruta – le solté justo antes de volverla a penetrar.
La cría berreó de satisfacción cuando sintió mi extensión abriéndose camino en su sexo y moviendo sus caderas, me rogó que la usara. Su devoción era absoluta. Con la cabeza apoyada en el cojín, levantó su trasero y separando sus nalgas, me miró diciendo:
-Amo, quiero ser enteramente suya-
No me lo tuvo que repetir porque al ver su esfínter, se me antojó irresistible y cogiendo una buena cantidad de flujo de su sexo, embadurné con ello su entrada trasera antes de colocar mi glande junto a ella. Mi mulata al distinguir la cabeza de mi pene jugueteando con su hoyuelo, no se pudo resistir y echándose hacia tras, se lo fue introduciendo mientras no paraba de bufar.
-¿Te gusta zorrita?- pregunté al ver la cara de placer con la que recibió la invasión de sus intestinos.
-¡Es maravilloso!- musitó sin dar tregua a su sufrimiento hasta que la base de mi falo recibió el beso de los labios de su sexo.
Fue entonces cuando perdí toda cordura y cogiéndola de los pechos, la empecé a cabalgar desesperado. Tara no solo estaba hechizada con el trato sino que a voz en grito, me rogó que marcara sus movimientos con azotes. Ni primer nalgada coincidió en el tiempo con su ruego y a partir de ahí, imprimí su ritmo a bases de sonoras palmadas en su trasero.
-¡Dele más fuerte!, ¡Lo necesito!- aulló quejándose de lo suave de mis caricias.
Azuzado por su necesidad, incrementé la dureza de mis mimos y ella, al sentirlo, se dejó caer sobre el sofá mientras me agradecía el tratamiento. Una y otra vez, seguí ensartándola con pasión hasta que gritando imploró que necesitaba sentir mi simiente. Su súplica fue el empujón que mi cuerpo precisaba para dejarse llevar y descargando mi lujuria en su interior, me corrí sonoramente. Mi salvas no le pasaron inadvertidas y uniéndose a mí, un espectacular orgasmo asoló hasta el último rincón de su anatomía.
-Amo, ¡Me muero!- chilló mientras se desplomaba agotada.
En trance, Tara no se percató que cogiéndola en brazos, la levanté del sofá y cariñosamente, la llevé hasta mi cuarto. Al depositarla en mi cama, me quedé atontado observando su belleza y fue entonces cuando como un torpedo, me di cuenta que estaba colado por ella. Sin querer perturbar su descanso, me terminé de desnudar y en silencio, la abracé. Ella al sentir mi proximidad, me besó y susurrando en mi oído, me dijo:
-Le amo-
-Yo, también- respondí al reconocer que esa muchachita ya era parte vital de mi existencia.
Os tengo que confesar que jamás había sentido una dependencia tal y creyendo que no era apropiado que la mujer de mis sueños se viera impelida a cumplir mis deseos solo por ser míos, le dije:
-Tengo que quitarte el collar-
Asustada, se levantó de un salto y cogiendo la gargantilla entre sus manos, se negó diciendo:
-¡No quiero! Soy feliz sirviéndole. No me importa ser la esclava del hombre que adoro-
Viendo su negativa, la llamé a mi lado y previendo que tendría tiempo de convencerla de ser libre, le prometí no quitárselo. Más tranquila, mi mulatita se tumbó junto a mí y declarando su eterna fidelidad, me dijo:
-Amo, si me libera, le juro que me suicido- y dotando de un tono pícaro a su voz, me confesó: -Sin usted no quiero vivir pero si al final decide no hacer caso a su esclava, le aviso que antes de terminar con mi vida: ¡Lo mato!-
Soltó tan tremenda amenaza justo antes de, con una sonrisa, buscar con sus labios reanimar mi maltrecho miembro.
-Si eso es lo que quieres, eso tendrás- y deshaciéndome de su abrazo, le informé: -Tengo sed y mientras voy a la cocina, no quiero que te enfríes. ¡Córrete!-
Entusiasmado por la oportunidad que el destino me había brindado, me fui por un vaso de agua cuando desde el pasillo, escuché los primeros gritos de placer con los que mi pobre mulatita iba a amenizar mi casa en el futuro.

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¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!

 

 

Relato erótico: “Prostituto 14 Mi novia me traiciona con un abuelo” (POR GOLFO)

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Estoy cabreado, jodido y hundido. Mi novia me ha dejado por un tipo de setenta años y no he podido hacer nada por evitarlo. No tiene puta madre, hacíamos una pareja perfecta pero el destino y mi profesión han querido separarnos. Nunca pensé que mi mulata me traicionaría de ese modo. Siempre creí que el hecho de ser una pareja enamorada era suficiente para ser felices y continuar juntos, pero no fue así. Tara, mi princesa, me abandonó por un anciano. Os preguntareis cómo es posible que esa preciosidad haya preferido las caricias de un vejestorio a la pasión que, con mis veinticuatro años, yo le ofrecía. Sé que yo tengo gran parte de la culpa y que si hubiera cedido a sus ruegos, todavía seguiría conmigo pero aun así duele.
Nuestra idílica relación empezó a entrar en barrena, el día que la convencí de quitarse el collar de esclava. Para los que no lo sepáis, gracias a un trueque me hice con esa belleza. Desde el primer momento intenté liberarla pero ella se negó diciendo que prefería ser la sierva del hombre que amaba a una mujer libre. Tampoco ayudó que juntos descubriéramos que durante su esclavitud, uno de sus amos le había lavado el cerebro, de forma que no pudiera negarse a cumplir las órdenes de quien ella considerara su dueño. Cualquier otro, hubiera usado esa información para abusar de ella y en cambio yo la aproveché para darle placer y más placer.
Quizás fue, aunque ella siempre lo negó, que acostumbrada a sobredosis de orgasmos artificiales cuando solo obtuvo los que con ahínco le proporcionaba, le parecieron poco y por eso buscó a alguien que no tuviera inconveniente en emplear su aleccionamiento para hacerla gozar.
Otro aspecto determinante en su decisión fue que con el paso del tiempo, llevó cada vez peor que nuestro altísimo nivel de vida se debiera a que noche tras noche, la dejara sola y me fuera a satisfacer las necesidades de otras mujeres por dinero.
Y por último tampoco puedo negar que mi querida Tara quería formar una familia. Educada con rígidos conceptos morales, deseaba limpiar su reputación y así poder volver algún día a su casa con la cabeza bien alta.
Vosotros mis fieles lectores, decidiréis al terminar de leer mi historia si Tara me abandonó por liberarla, por mi profesión o por que encontró en ese viejo, la seguridad y el nombre que conmigo nunca tendría.
El collar:
Llevábamos tres meses viviendo juntos cuando una mañana, me despertó Tara con ganas de cachondeo. Aunque eran casi las doce, realmente me acababa de acostar hacía dos horas porque la noche anterior había tenido una cita con una clienta.
-Déjame dormir- le pedí al sentir que cogiendo mi pene entre sus manos lo empezaba a masajear con la intención de reactivarlo.
-Amo, su esclava está bruta y necesita un buen meneo- contestó obviando mi cansancio mientras deslizándose sobre las sábanas, aproximaba su boca a mi miembro –Usted descanse que yo me ocupo de todo-
Todavía medio dormido, sentí sus labios devorando mi extensión mientras con sus dedos masajeaba mis testículos. Su maestría hizo que en pocos segundos, mi pene se alzara completamente recuperado y entonces sentándose sobre mí, se lo fue introduciendo poco a poco hasta absorberlo por completo.
-¡Me encanta!- gritó mientras se empezaba a mover.
Cabreado por perturbar mi descanso, decidí darle una lección y haciéndome el dormido, dejé que me cabalgara sin moverme. Mi mulata cada vez más excitada, imprimió a su cuerpo una velocidad inaudita mientras se pellizcaba los pezones buscando su placer.
-¡Que cachonda estoy!- chilló completamente alborotada sin dejarse de empalar.
No tardé en sentir su flujo recorriendo mis piernas pero en contra a lo que la tenía acostumbrada, seguí haciéndome el dormido
-¡Necesito correrme!- gritó con el ánimo que le dijera que podía hacerlo pero habiendo resuelto castigarla, me mantuve con los ojos cerrados y en silencio.
Tara, totalmente verraca, se metía y sacaba mi falo mientras gemía escandalosamente buscando que diera una orden que la liberara.
-Amo, ¡Por favor!- gritó al sentir que mi pene explotaba regando de simiente su sexo: -¡Déjeme hacerlo!-
Decidida a obtener mi permiso, ordeñó mi miembro al convertir sus caderas en una batidora. Retorciéndose sobre mi cuerpo, buscó inútilmente mi beneplácito. Era tal su calentura que levantándose, volvió a meterse mi maltrecho falo en su boca y tras unos minutos al ver que estaba erecto, sin dudar se lo insertó por el culo.
-¡Ahhh!, ¡Que gozada! Me enloquece cómo mi amo me coge- aulló con todas sus fuerzas mientras rellenaba su intestino con él.
No hacía falta que me lo dijera, a mi querida mulata le encantaba sentir mi falo en su entrada trasera y sabía que reservaba el sexo anal para las ocasiones en las que más bruta estaba.
-¡Dele duro a su zorra!- berreó cogiendo mis manos y llevándoselas a sus nalgas. -¡He sido mala!-
Completamente descompuesta, maldijo cuando se dio cuenta que en vez de darle los azotes que me pedía, dejaba caer mis brazos como muertos sobre la cama. Cada vez más excitada y cabreada, llevó sus manos al clítoris y mientras lo torturaba con sus yemas, gritó creyendo que así me iba a hacer reaccionar:
-Amo, su perversa esclava se está masturbando sin su permiso-
Todo su cuerpo le pedía correrse pero el adiestramiento inducido durante sus años de esclavitud, solo le permitía hacerlo con la venia de su dueño. Reconozco que disfruté viéndola desesperada buscando el orgasmo. Con el sudor recorriendo su pecho y con el coño totalmente empapado, era incapaz de llegar a él por mucho que se lo propusiera.
Casi llorando, me soltó:
-Joder, amo, déjeme correrme-
Fue entonces cuando abriendo los ojos, le contesté sonriendo:
-No puedes correrte porque eres esclava, si quieres te libero para que lo hagas-
-¡Jamás!- chilló desolada con todas sus neuronas en ebullición: -Soy suya y quiero seguir siéndolo-
-Pues entonces termina lo que has empezado y cuando consigas que me corra, comienza de nuevo. Quiero dos orgasmos más antes de desayunar – le solté volviendo a cerrar mis ojos.
Indignada, se calló y sumisamente, obedeció. Una vez había conseguido realizar mi capricho, se levantó de la cama y me dejó dormir.
Eran más de las dos, cuando amanecí. Al ver que mi mulata se había levantado, la busqué por la casa. Fue en la cocina donde la encontré  llorando.
-¿Qué te ocurre?- pregunté al ver las lágrimas de su rostro.
-Amo, usted sabe lo que me pasa y que necesito- contestó enfadada. –Llevo dos horas intentando calmarme pero estoy peor que antes-
Haciéndome el propio, respondí:
-Pues si es así, yo también debería estar cabreado. Te quiero y me jode que prefieras ser mi esclava a mi novia- y metiendo el dedo en la llaga, le solté: -Voy a darte gusto por última vez, la próxima o eres libre o no tendrás más placer –
Tara me miró asustada e incapaz de llevarme la contraria, esperó mi orden.
-¡Córrete!- le grité con dolor al ser consciente de lo artificial de nuestra relación.
Destrozado, la observé llegar al orgasmo sin necesidad de tocarla. “¿Cómo es posible que quiera esto?” pensé maldiciendo mi suerte y dejando a mi querida mulata convulsionando sobre el frio mármol, me puse a desayunar.
Ese día supe que si quería que nuestra relación tuviese futuro, debía convencer a Tara de la necesidad de recobrar su libertad. Era un tema tan importante que decidí que tenía que ser ella quien diera el primer paso. Enfrascado en un encargo, me pasé toda la tarde pintando, olvidando momentáneamente el asunto pero la cuestión volvió con toda su crudeza después de cenar.
Fue la propia mulata quien lo sacó al irnos a la cama. Acababa de acostarme cuando la vi salir del baño, llorando. Al preguntarle qué pasaba, se negó a contestarme y tumbándose a mi lado, me empezó a besar. No creáis que fue algo apasionado, se notaba que mi pareja estaba destrozada y que algo la turbaba.
-Te quiero, preciosa- le susurré al oído tratando de consolarla.
Mis palabras, lejos de apaciguar su llanto, lo incrementaron y durante cinco minutos, no pude más que acariciarla mientras ella se desahogaba.  Interiormente conocía el motivo de su pena pero convencido que era necesario que ella sufriera su propia catarsis personal, no insistí. Un poco más tranquila pero sin mirarme a la cara, me dijo:
-Tengo miedo-
-¿De la libertad?- pregunté dotando a mi tono de todo el cariño posible.
-Sí y no. Me aterra pensar que si me libera después de tanto tiempo, sea incapaz  de ser mujer-
-No te comprendo- respondí.
Reanudando su llanto, me soltó avergonzada:
-Amo, jamás he hecho el amor sin collar y no sé si podría-
Comprendí su temor. Tara, consciente que hasta entonces su adiestramiento como esclava le había permitido gozar, estaba aterrorizada de no ser capaz de sentir placer y deseo sin su ayuda. Por eso y tratando de ayudarla a dar el paso, dije:
-Te propongo lo siguiente: Déjame hacerte el amor sin collar y te prometo que si no consigo espantar tus fantasmas, seré yo mismo quien te lo vuelva a colocar-
Tras unos momentos de duda y con gruesos lagrimones recorriendo sus mejillas, me respondió:
-Me lo promete-
-Si- contesté.
-Amo- dijo llorando- quiero ser suya como mujer libre, ¡Quíteme el collar!-
Por segunda vez desde que nos conocimos, desprendí el broche que la maniataba y sin esperar a que se acostumbrase a no ser esclava, la empecé a besar con ternura. La pobre Tara recibió mis caricias temblando, no en vano desde el punto de vista psicológico iba a ser su primera vez. Asumí que debía ser todo lo tierno y cariñoso que pudiera, ya que, la mujer que tenía entre mis brazos era tan inocente y pura como una adolescente y para ella, esa noche, iba a perder la virginidad.
Cuidadosamente, la fui mimando a bases de caricias, piropos y besos mientras ella esperaba expectante que su cuerpo empezara a reaccionar. Al advertir que se había tranquilizado y que poco a poco iba incrementándose la pasión de sus labios, llevé mis manos a los tirantes de su coqueto conjunto y deslizándolos por sus hombros,   lo fui bajando. Acababa de descubrir sus pechos cuando con alegría observé que sus pezones habían adquirido una dureza impresionante y eso que ni siquiera los había tocado.
Satisfecho por su respuesta, me los llevé a la boca y jugando con ellos, conseguí sacar su primer gemido de deseo.
-Te quiero mi amor- la oí decir cuando sin dejar de mamar de sus pechos, mis manos llegaron a su entrepierna.
Mis dedos al recorrer los pliegues de su sexo, lo hallaron empapado pero en vez de tocarlo, decidí bajar por su cuerpo y con la lengua incrementar su lujuria. Ella al sentirme cerca de su clítoris, me rogó que la tomara pero sabiendo que era su momento y no el mío,  me negué. Tiernamente, le separé los labios y cogiendo su botón entre mis dientes, me dediqué a mordisquearlo mientras mi ya novia se deshacía en suspiros.
-Alonso, hazme tuya- imploró al sentir los primeros síntomas de un orgasmo.
Supe interpretar el incremento de flujo y su respiración entrecortada y asumiendo que era un partido en el que debía de vencer por goleada, aceleré la velocidad de mi lengua. Me alegró escuchar su auténtico clímax y saboreando su placer, me dediqué a beber de él mientras mi amada convulsionaba sobre las sábanas sin la ayuda de su collar.
-Sigue- me pidió sorprendida de poder llegar siendo una mujer libre.
Metiendo un par de dedos en su sexo, prolongué su éxtasis  hasta que agotada me pidió que parara. Tumbándome a su lado, la besé con pasión y fue entonces cuando ella, deshaciéndose de mi abrazo, se puso a horcajadas sobre mí y metiéndose mi pene en su vagina, me pidió que la dejara hacer.
Fue maravilloso, ver su cara de deseo y más aún percatarme que habiéndose empalado por completo, mi querida novia me empezaba a cabalgar mientras reía como una loca al demostrarse que tras largos años de esclavitud, no solo era libre sino que seguía siendo una mujer completa.
Con genuina alegría, buscó su placer y cuando lo obtuvo, cayó sobre mí diciendo con felicidad:
-Gracias- y poniendo un tono pícaro, prosiguió: -pero siento comunicarte que vas a tener que esforzarte, porque esta hembra quiere más de su macho-
Solté una carcajada cuando la escuché porque no me pidió sino me exigió con su recién conseguida libertad que la satisficiera y durante toda esa noche, alimentamos con sexo y más sexo  a nuestro amor.
Los celos:
Una vez vencidos sus miedos, retomamos nuestra relación con más intensidad si cabe. A todas horas dábamos rienda a nuestra pasión sin importarnos cuándo ni dónde. Tara, mi bella Tara, me pedía sexo con una frecuencia tal que de no ser por mi juventud, difícilmente hubiese podido aguantar. Le daba igual que acabase de llegar de estar con otra, al verme entrar por la puerta me esperaba desnuda y sin dejarme descansar, me exigía que le hiciera el amor.
-A la primera que debes satisfacer es a mí- me respondía si se me ocurría quejarme.
Era como una obsesión, si se enteraba que había quedado con una clienta, no me decía nada pero se notaba que le enfadaba. Siempre era igual cuando Johana me llamaba, como presa de un arrebato extraño, se acercaba a donde estuviera y sin mostrar reproche alguno, me rogaba que la tomara. Su actitud fue empeorando con el paso de las semanas y tuvo su culmen cuando coincidimos en un restaurant.
Esa noche, me había contratado una explosiva rubia para acompañarla a una recepción pero, a última hora, cambió de planes y me pidió que la llevara a cenar. Todavía recuerdo que al salir, mi novia con cara larga me informó que aprovechando que yo tenía que ir a trabajar ella había quedado a cenar con unos compañeros de la ONG donde se había puesto a colaborar. El destino hizo que mi clienta eligiera el mismo local que sus amigos.
Todavía recuerdo su gesto de dolor cuando al entrar en el salón, me vio morreándome con esa mujer. Me hubiese pasado desapercibida su presencia de no ser porque pegando un grito, se dio la vuelta con tan mala suerte que se llevó por delante a un camarero con bandeja incluida. El estrepito me hizo mirar y os juro que me quedé helado al ver su rostro. Tirada en el suelo y mientras sus conocidos la intentaban levantar, mi novia lloraba incapaz de reaccionar.
La carcajada de mi acompañante al ver a la cría espatarrada, incrementó aún más su sufrimiento y aunque me levanté a ayudarla, rehusó mi ayuda y con cajas destempladas abandonó el local. Os juro que quise ir tras ella pero no podía dejar tirada a la mujer que había pagado por tenerme esa noche. Lo que sí os tengo que confesar es que me amargó toda la velada, por mucho que me intentaba concentrar en la tipa que tenía a mi lado, su recuerdo me lo hizo imposible.
A la mañana siguiente cuando llegué a casa, Tara no estaba. Preocupado intenté localizarla pero me resultó imposible y por eso hecho un manojo de nervios, esperé  su llegada durante horas hasta que cerca de las dos de la tarde, apareció por la puerta:
-Lo siento- dije nada más verla. –No sabía que ibais a ir a ese sitio- me traté de disculpar.
Por mucho que intenté entablar una conversación con ella, me resultó imposible. Estaba con tal cabreo que se encerró en su habitación y se puso a llorar. Creyendo que se le pasaría la dejé desahogarse y ya en la cena, le pregunté donde había dormido.
-En casa de mi jefe- respondió con arrogancia – si tú puedes pasar toda una noche con otra, no te quejes si yo hago lo mismo-
Os reconozco que al decirme donde había estado, me tranquilicé al recordar que ese tipo era un santurrón de avanzada edad que después de vender su empresa por una fortuna había fundado esa organización para ayudar a emigrantes del tercer mundo. Queriendo hacer las paces, la besé pero ella se negó de plano por lo que ese día fue la primera vez que dormí con ella sin ni siquiera tocarla.
Sé que debí mosquearme por eso, pero nunca imaginé que ese vejete representara peligro alguno porque, aunque se mantenía en forma y en un asilo sería un don Juan, tenía más de setenta años.
El puto viejo:
Desgraciadamente para mí, los hechos me demostraron lo equivocado que estaba. La presencia de John se fue haciendo cada vez más habitual en nuestras vidas y cuando yo salía a trabajar, Tara quedaba con él. Siempre supuse que el cariño entre ellos era como el de un abuelo con su nieta. Tan cegado estaba que cuando ella me avisaba que iba a salir, me reía diciéndole que me estaba poniendo celoso.
-Deberías- me contestó en una ocasión –John es un hombre bueno y varonil que es capaz de hacer feliz a la mujer que se proponga-.
-Qué sea bueno, no lo dudo, pero conozco a muchos eunucos más machos que ese anciano- respondí con sorna sin percatarme de que por él perdería a mi amada.
Tampoco vinculé con John, un extraño ingreso que un día apareció en mi banco. Sin venir a cuento, alguien me había depositado treinta mil dólares en mi cuenta corriente. Al preguntar, el director de la sucursal me informó que había sido un depósito en efectivo y que si nadie pedía la retrocesión del mismo en dos meses, podía considerarlo mío.
Haciendo memoria, recuerdo que al llegar a mi apartamento, le conté a Tara lo ocurrido y ella al oírme, sonrió sin hacer ningún comentario al respecto. Ese día fue la última vez que la vi. Cuando al caer la tarde me despedí de ella con un beso, se pegó a mí y con lágrimas en los ojos, me dijo adiós. Aduje su tristeza a los celos y sabiendo que no podía hacer nada por evitarlos, partí a cumplir con mi trabajo como tantas otras noches.
Al retornar a casa, ya no estaba. Sobre una mesa encontré un vídeo con una carta manuscrita. Al leerla me quedé de piedra, en ella, Tara se despedía de mí diciéndome que cuando la leyera, ya se habría casado con John y que no la buscara porque jamás volvería a mi lado. Hundido en la desesperación entré a su cuarto para descubrir que su ropa había desaparecido.
-¡No puede ser!- grité con el corazón encogido por el dolor.
Fue entonces cuando recordé que junto a su despedida había dejado una cinta y tontamente deseé que todo fuera un órdago y que en ella, Tara hubiese dejado sus condiciones para volver. Temblando, lo cogí y sin pensar en lo que me iba a encontrar lo metí en el reproductor, pero en vez de ser de ella el mensaje, era de su recién estrenado marido:
-Alonso, no me guardes rencor. Yo no te lo guardo- Creí morir al ver que era ese anciano el que aparecía en la televisión. Gracias a ti, he conseguido no solo la mujer más maravillosa del mundo sino la esclava que siempre soñé-.
De estar junto a  mí, lo hubiese matado sobre todo cuando alegremente ese cabrón me informó que hacía un mes que viendo lo mucho que Tara sufría por mi profesión, le había pedido matrimonio y que después de mucho dudar, había aceptado con la condición de que me reintegrara el dinero que me había costado sacarle de las garras del traficante.
-Los treinta mil dólares de tu cuenta son el pago que ella me exigió por ser mía. Disfruta de esa pasta como yo te juro que disfrutaré toda las noches con su compañía y por si tienes alguna duda de mi hombría, he grabado nuestra noche de bodas-
Lo creáis o no, ese malnacido había inmortalizado el momento en el que mi bella Tara se arrodillaba a sus pies y sumisamente le pedía que le pusiera el collar que con tanto esfuerzo, yo quité. En ese instante, el viejo miró hacía la cámara, diciendo:
-Alonso, no te preocupes por ella, la trataré bien y gracias a mi apellido, cuando muera podrá volver a su pueblo con la cabeza bien alta- y dirigiéndose hacia su recién estrenada posesión, le pidió que se corriera.
Mi adorada mulata pegó un grito de satisfacción y berreando como una cierva en celo, se corrió ante mis ojos. Sé que debí de apagar en ese momento la tele pero no sé si fue el dolor o la necesidad de convencerme de su traición, me quedé mirando cómo Tara iba de un orgasmo a otro bajo la atenta mirada de ese capullo.
El sumun de su deslealtad fue verla cómo gateando hacia su nuevo amo, le desabrochaba la bragueta y sin importarla el ser grabada, meterse su falo hasta el fondo de la garganta.  Fui testigo mudo de la forma tan brutal con la que ese viejo, una vez con el pito tieso, la enculó. Pero con gran sufrimiento, también me percaté que en la cara de mi amada, era el placer y la satisfacción de volver a ser esclava lo que se reflejaba.
Henchido de dolor, no resistí ver más cuando habiéndose corrido el viejo, le preguntó si se arrepentía de ser suya y mi querida mulata con una sonrisa en los labios, le respondió:
-No, mi dulce amo-

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Relato erótico: “La isla del placer. Cinco putas a mi disposición 2” (POR GOLFO)

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Cap. 4.― En la casa, sigo conociendo a la familia.

Al llegar a la casa que sería mi hogar lo que me restara de vida, descubrí que era la única diferente de la isla. Pintada en color ladrillo, su tamaño hacía que sobresaliera sobre todas las demás. No me hizo falta preguntar el motivo de la desproporción entre ella y el resto. Era la casa del mandamás y debía quedar claro desde el principio. En su interior descubrí nuevamente el buen gusto de Irene, manteniendo la sobriedad, sus estancias rezumaban clase y practicidad por igual. Decorada con un estilo minimalista, no faltaba ninguna comodidad. Una sección de oficinas daba paso a una serie de salones amplios y luminosos.

―Esta es la parte para uso oficial. Espero que la privada también le guste.

Sin saber adónde ir, seguí a mi asistente por una escalera de mármol y en cuanto traspasé la puerta que daba acceso a nuestras dependencias, comprendí a que se refería. Era una copia de mi piso de Madrid, solo que más grande y que en vez de tener un solo dormitorio, del salón salían al menos media docena. Alucinado porque hubiese recreado hasta el último de los detalles, me dirigí hacia mi cuarto y al entrar descubrí que no solo había hecho traer todos mis muebles, sino que todas mis pertenencias y mis fotos estaban ubicadas en el mismo lugar que en el departamento al que ya no volvería.

―Quería que se sintiera en su hogar― dijo al ver mi desconcierto y señalando la cama, comentó: ―Lo único que es diferente es esto. Si va a tener que acoger ocasionalmente a seis personas que menos sea de tres por tres.

―Eres maravillosa― le dije con ganas de estrenar tanto la cama como a ella.

La muchacha percatándose de mis siniestras intenciones, se escabulló como pudo y desde la puerta, me informó:

―He dispuesto que tuvieran su baño preparado, luego me dice que le ha parecido.

Cabreado por quedarme con las ganas de poseerla, me quité la chaqueta y depositándola sobre un sillón me dirigí hacia el baño. Al entrar me quedé paralizado al descubrir que, de espaldas a mí, había un negrazo de más de dos metros totalmente desnudo. Solo me dio tiempo de mirar la tremenda musculatura de su espalda antes que, indignado y sin medir las consecuencias, le espetara:

― ¡Qué coño hace usted aquí!

El sujeto dio un grito por la sorpresa, pero, al girarse descubrí, que no era él sino ella quien estaba en cueros sobre las baldosas de mármol. Cortado por mi equivocación, no pude más que pedirle perdón por mi exabrupto y ya tranquilo, le pregunté que quien era. La muchacha, con una dulce voz que chocaba frontalmente con el tamaño de sus antebrazos, ya que, parecía una culturista, contestó:

―Soy Johana. Irene me ha pedido que le ayude a bañarse porque venía cansado del viaje y necesitaba un masaje, pero si le molesta mi presencia me voy.

―No hace falta, quédate― respondí y aunque estaba cabreado con la rubia, la pobre cría no tenía la culpa.

Johana sonrió al escucharme y cuando lo hizo su cara se trasformó, desapareciendo la dureza de sus rasgos y confiriendo a su rostro una ternura que derribó todos mis reparos. Dándose cuenta de que no estaba enfadado con ella, la mujer se aproximó a mí. Cuando la tuve cerca, avergonzado, descubrí que mi cara llegaba a la altura de sus pechos, no en vano posteriormente me enteré de que la pequeñaja medía dos metros diez.

«Soy un pigmeo a su lado», pensé asustado por su tamaño.

Si se dio cuenta de mi asombro, no le demostró y llevando sus manos a mi camisa, me empezó a desabrochar los botones sin dejar de mirarme a la cara. Yo mientras tanto no podía dejar de observar lo desarrollado de los músculos de la dama y sin darme cuenta, llevé mi mano a uno de sus pechos. Al posar mi palma sobre su seno, descubrí que, lejos de ser pequeño, era enorme y que lo que me había hecho cometer el error de pensar que era plana, era que al ser ella tan musculosa, parecían a simple vista enanos. Inconscientemente, pellizqué su negro pezón. Al hacerlo, como si tuviese frío, se encogió poniéndose duro al instante.

Su dueña debía estar acostumbrada a provocar esa reacción en los hombres, porque con lágrimas en los ojos, dijo sollozando:

―Soy una mujer, no un monstruo.

Avergonzado por mi falta de sensibilidad, le pedí perdón y alzando mi brazo, cogí su cabeza y bajándola hasta “mi altura”, deposité un suave beso en sus labios. La muchacha al sentir mi caricia abrió su boca dejando que mi lengua jugara con la suya y durante un minuto, nos estuvimos besando tiernamente.

Fue una sensación rara sentirme un juguete entre sus brazos. Nunca se me había pasado por la cabeza que una hembra tan alta y musculosa pudiese ser tan dulce y menos que me atrajera, pero lo cierto es que bajo mi pantalón mi pene medio erecto opinaba lo contrario. Johana, dejándose llevar por la pasión, me terminó de desnudar y después de hacerlo, me abrazó y alzándome me llevó hasta el jacuzzi. Protesté al sentir que mis pies abandonaban el suelo y que ella como si fuera un niño me hubiese levantado sin ningún esfuerzo.

―Deje que le cuide― respondió la mujer, haciendo caso omiso a mis protestas y depositándome suavemente dentro de la burbujeante agua, prosiguió diciendo: ―aunque ya me lo había dicho Irene, no la creí cuando me contó que el jefe me iba a conquistar con su mirada.

Acojonado por la profundidad del afecto que leí en sus ojos, no puse reparo cuando acomodándose en la enorme bañera, me cogió con una sola mano y con cariño me colocó entre sus piernas. Sin esperar nada más, comenzó a darme besos en el cuello mientras presionaba con sus pechos mi espalda. Me retorcí de gusto al sentir sus caricias y ya convencido, apoyé mi cuerpo contra el suyo. Johana lentamente me enjabonó la cabeza dándome un suave masaje al cuero cabelludo. Estuve a punto de quedarme dormido por sus caricias, pero, antes que lo hiciera, la mujer empezó a recorrer mi pecho con sus manos.

La sensualidad sin límite que me demostró al hacerlo hizo que dándome la vuelta metiera uno de sus pezones en mi boca y mordisqueándolo con ligereza, empezara a mamar de su seno como si de un crío me tratara. La negra no pudo reprender un sollozo cuando sintió mis dientes contra su oscuro pecho. Envalentonado por su entrega, bajé mi mano hasta su entrepierna y separando los pliegues de su sexo, me concentré en su clítoris.

Como el resto de su cuerpo su botón era enorme y cogiéndolo entre mis dedos lo acaricié, mientras miraba como su dueña se derretía ante mi ataque. Sus gemidos se hicieron aún más patentes cuando ahondando en mis maniobras, aceleré la velocidad de los movimientos de mi mano. Temblando como un flan, la enorme mujer me confesó:

― Nunca he estado con un hombre.

― ¿Eres lesbiana? ― pregunté extrañado porque no me cuadraba con la pasión que hasta entonces había demostrado.

―No, pero nunca me han hecho caso, ¡siempre les he dado miedo! ― respondió llorando.

―A mí, no me das miedo― repliqué depositando un beso en su boca mientras mi mano seguía torturando su sexo. Tras lo cual, señalando mi pene ya totalmente excitado le dije: ―Lo ves, está deseando tomarte.

La mujer se quedó de piedra y colmándome de besos, me dio las gracias por verla como una mujer. Sabiendo que no podía fallarle, me levanté sobre el yacusi y le pedí que me aclarara. Johana no se hizo de rogar, de manera que en pocos segundos ya había quitado cualquier resto de jabón de mi cuerpo. Al comprobar que estaba limpio, le solté:

―Llévame a la cama.

Johana, sin estar segura de que hacer, se quedó mirando. Comprendí que debía aclararle que quería y por eso, dije:

―Si fueras del tamaño de Akira, te llevaría en brazos hasta la cama.

Soltando una carcajada, levantó mis ochenta y cinco kilos sin ningún tipo de esfuerzo, de forma que en pocos segundos me depositó sobre las sábanas e indecisa sobre cómo comportarse se quedó de pie, mirándome.

Aprovechando sus dudas, apoyé mi cabeza sobre la almohada y me puse a observarla. Johana estaba enfrascada en una lucha interior, el deseo le pedía tumbarse a mi lado, pero el miedo al rechazo la tenía paralizada. Yo, por mi parte, usé esos instantes para evaluarla detenidamente, pero sobre todo para pensar en cómo tratarla.

Físicamente era impresionante, no solo era cuestión de altura ni siquiera de músculos, lo que verdaderamente me acojonaba era que la mujer de veintiocho años que tenía enfrente solo había sufrido rechazos por parte de los hombres. Si quería que ese pedazo de hembra se integrase en la extraña familia que íbamos a formar, debía de vencer sus miedos y por eso valiéndome de su pasado militar, le pregunté:

― ¿Cuál era tu rango en los Navy?

―Comandante― contestó poniéndose firme.

Verla en esa posición marcial, me dio morbo porque siempre había querido tirarme a una uniformada. Retirando de mi mente la imagen de poseerla vestida con botas y correas, le ordené:

―Comandante, túmbese a mi lado.

Al escucharme, se le iluminó el rostro porque si entendía ese lenguaje e imprimiendo una dulzura extraña en alguien tan enorme, respondió.

―Sí, señor.

En cuanto la tuve a mi vera, la besé mientras recorría con mis manos su negra piel. Ella, al no estar acostumbrada a recibir caricias, se mantuvo quieta sin moverse como temiendo que todo fuera un sueño y que ese hombre que recorría sus pechos desapareciera al despertarse. Su pasividad me dio alas y bajando por su cuello, recogí uno de sus pezones entre mis labios mientras el otro disfrutaba de los mimos de mis dedos. Los primeros suspiros llegaron a mis oídos y ya con confianza, descendí por su torso en dirección a su sexo. Cuando estaba a punto de alcanzar mi meta, los miedos de la mujer volvieron y asustada, juntó sus rodillas. Ya sabía cómo manejarla, esa mujer necesitaba ser tratada alternando autoridad y ternura. Por eso, levantándome de su lado, le grité:

―Abra inmediatamente sus piernas.

Adiestrada a obedecer sin rechistar, Johana separó sus piernas, de manera que desde mi posición pude contemplar por primera vez su coño abierto y húmedo. Si en vez de esa virgen, la mujer de mi cama hubiera sido otra, sin dudar, me hubiese lanzado como un kamikaze, pero en vez de ello bajé hasta sus tobillos y con la lengua fui recorriendo sus pantorrillas con lentitud estudiada. Trazando un surco de saliva sobre su piel, fui jugando con sus sensaciones.

Cuando sentía que se acaloraba en exceso, retrocedía unos centímetros y en cambio cuando percibía que se relajaba, aceleraba mi ascenso. De esa forma, todavía seguía a mitad de sus muslos, cuando advertí los primeros síntomas de su orgasmo.

―Tiene permitido tocarse― dije al notar que la mujer luchaba contra sus prejuicios.

Liberada por mis palabras, pellizcó sus pechos y separando sus labios, me pidió permiso para masturbarse.

―Su coño es mío y le advierto que no admito discusión.

Mi orden causó el efecto esperado y Johana, al escuchar que reclamaba la propiedad de su sexo, se retorció sobre la cama, dominada por un deseo hasta entonces desconocido para ella.

Satisfecho, recorté la distancia que me separaba de su pubis. Con la respiración entrecortada y el sudor recorriendo su cuerpo, esperó a que mi lengua rozara sus labios para correrse ruidosamente.

Acababa de ganar una escaramuza, pero tenía que vencer en esa batalla, asolando todas sus defensas y obligarla a aceptar una rendición sin condiciones. Por eso sin darle tiempo a reponerse tomé su clítoris entre mis dientes mientras que con un dedo recorría la entrada a su cueva. Sollozó al notar mis mordiscos y reptando por las sábanas, intentó separarse de mi boca.

―No le he dado permiso de moverse― solté sabiendo que su huida era producto de un miedo atroz a lo que se avecinaba. Deseaba ser tomada, pero le aterraba no estar a la altura y defraudarme.

Al volver a su sitio, directamente la penetré con mi lengua, jugando con su himen aún intacto y saboreando su flujo, conseguí profundizar en su deseo. Su coño ya se había convertido en un pequeño manantial y recogiendo con mi lengua su maná, lo fui bebiendo mientras ella no paraba de gemir como una loca. Su segundo orgasmo cuajó al llevar una mano hasta mi pene y hallarlo completamente erguido. El placer de la mujer fue in crescendo hasta que gritando como posesa de desparramó sobre la cama.

Sin darle tregua, me levanté y poniendo mi glande en su entrada, la miré. En su cara pude adivinar un poco de miedo y mucho deseo. Por eso sin esperar a que recapacitara y que nuevamente se echara atrás, la penetré lentamente rompiendo no solo su himen sino el último de sus complejos. Johana sollozó al sentir su virginidad perdida. En cambio, a mí, me sorprendió tanto la calidez como lo estrecho de su conducto.

«Una mujer tan enorme con un coño tan pequeño», pensé mientras dejaba que se acostumbrara a tenerlo en su interior.

Tumbándome sobre ella, mordisqueé unos de sus pezones hasta sacar de su garganta un gemido. Cuidadosamente empecé a moverme, sacando y metiendo mi extensión de su coño mientras no dejaba de mamar el néctar de sus pechos. Johana que se había mantenido a la espera, lentamente imprimió a sus caderas un ligero ritmo que se fue incrementando a la par que mis penetraciones. Poco a poco la cadencia de nuestros movimientos fue alcanzando una velocidad de crucero, momento en que decidí que forzar su entrega y levantándome sobre ella, convertí mis penetraciones en fieras cuchilladas. Ella chilló descompuesta al notarlo y estrechando mi cuerpo con sus piernas, se clavó hasta el fondo de sus entrañas mi pene erecto.

Asumiendo que no iba a durar mucho y que no tardaría en derramar mi simiente en su interior, la di la vuelta y obligándola a ponerse de rodillas, la volví a tomar, pero esta vez sin contemplaciones. La nueva posición le hizo experimentar sensaciones arrinconadas largo tiempo y gritando a voces su sumisión y entrega, se corrió dejándose caer sobre las sábanas. Alargué su clímax, con una monta desenfrenada hasta que explotando de placer eyaculé rellenando su sexo con mi semen.

Agotado, me tumbé a su lado. Rendida a mis pies, sus ojos me miraron con cariño mientras me decía:

―Me dejaría matar por usted.

Estaba a punto de besarla cuando oí un ruido en la puerta, al levantar la mirada me encontré que Irene y Adriana estaban de pie mirándonos.

―Has perdido la apuesta. Ya te dije que Lucas haría que esta estrecha se comportara como un cervatillo― escuché decir a mi asistente antes de salir corriendo de la habitación con su amiga.

Comprendí que esa sabionda no solo me había preparado una encerrona, sino que, conociendo de antemano mi modo de actuar, se había apostado a que yo vencía los miedos de Johana. Mirando a la mujer que yacía a mi lado, cabreado, ordené:

―Abrázame durante unos minutos, me apetece sentirte, pero luego quiero que me traigas Irene. Si se niega, usa la fuerza que consideres oportuna. La quiero aquí.

La gigantesca mujer se acurrucó posando su cabeza en mi pecho. Se la veía feliz por haber mandado a la basura, en una hora, complejos que la tuvieron subyugada durante toda su vida.

Por mi parte, me debatía entre la satisfacción de saber que, aunque el mundo se fuera al carajo, esa isla iba a ser un oasis a salvo de la devastación mundial y el cabreo por sentirme una marioneta en manos de Miss Cerebrito.

Habiendo descansado, me di cuenta de que era tarde y como quería llegar temprano a la cena, me levanté y me empecé a vestir. Johana protestó al sentir que deshacía nuestro abrazo y remoloneando, me pidió que volviese con ella.

―Comandante, tiene órdenes que cumplir― le recordé mientras me ponía los pantalones.

La mujer obviando que estaba desnuda, se incorporó ipso facto y saliendo por la puerta, se fue a cumplir con lo que le había mandado. Al cabo de unos minutos, escuché unos gritos provenientes del pasillo, para acto seguido ver que Johana entraba en la habitación portando en sus hombros a una indefensa Irene. Se notaba que la rubia no estaba muy de acuerdo con el modo tan brusco con el que la negra estaba llevando a cabo su misión.

―Señor, ¿dónde deposito este fardo? ― dijo marcialmente la militar.

La propia Irene había trasladado mis pertenencias y por eso, abriendo el cajón donde en mi antiguo piso tenía mis juguetes, sacando una cuerda y un bozal, contesté:

―Hasta nueva orden es una prisionera, después de inmovilizar al sujeto, amordázalo. No me apetece oír sus gritos.

Johana, comprendió al instante lo que quería y desgarrando su vestido, se puso a cumplir mi pedido. No teniendo más que hacer allí, me alejé mientras oía las protestas de la que se consideraba mi favorita…

Relato erótico: “La isla del placer. Cinco putas a mi disposición 3” (POR GOLFO)

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Cap. 5.― Akira y Suchín.

Como todavía quedaba media hora para la cena, me dirigí directamente hacia el salón a servirme un copazo. Me apetecía un Whisky para celebrar que había puesto a Irene en su lugar.

«Aunque se lo merece, solo espero que Johana no sea demasiado dura con ella», pensé sin dejar de sonreír.

Aprovechando ese momento de tranquilidad, me puse a repasar los siguientes pasos que tenía que llevar a cabo. Lo primero era verificar el plan de contingencias si al final se confirmaban los negros augurios, sin olvidarme que tendría al día siguiente que juntar a los habitantes de la isla y comunicarles la inminencia del desastre.

Aunque nos habíamos cuidado y mucho que ninguno de ellos dejara atrás familia, debía mentirles respecto a cuándo nos habíamos enterado de lo que iba a ocurrir. Tenía que ser fortuito que coincidiera en el tiempo con la fundación de nuestra colonia. Supe que tarde o temprano todo se sabría, pero esperando que cuando tuvieran constancia del engaño, ese millar de personas estaría agradecido de haber sido salvado por nosotros.

Estaba pensando en ello, cuando escuché que se abría la puerta y al mirar quien entraba, me costó reconocer que era Akira la que se acercaba. Vestida y maquillada al estilo de sus abuelos, la mujer venía ataviada como una antigua geisha.

«A esto se refería con lo de recibirme como me merecía», recapacité sin levantarme del sillón, «en su mentalidad, ella debía servirme y que mejor ejemplo, que vestida como una de las famosas acompañantes japonesas».

Sabiendo de antemano lo que se esperaba de mí, sonreí cuando se arrodilló a mis pies y besando el suelo que pisaba, dijo:

―Amo, vengo a presentarme a usted. Quiero que sepa que acepto plenamente las condiciones de mi contrato y que desde ahora solo existo para servirle.

Su aceptación era algo que conocía por eso fríamente rebatí sin darle otra opción:

―Todavía no he decidido si eres digna de mí.

La oriental, interpretando a la perfección su papel, sumisamente me preguntó qué era lo que su dueño le exigía como prueba.

― ¡Cántame! ― ordené, empleando mis profundos conocimientos sobre la mentalidad nipona.

Para los habitantes del Japón, las Geishas eran ante todo damas de compañía con una extensa preparación orientada a satisfacer los requerimientos de sus clientes y el primero de ellos era que valoraban ante todo una amplia educación musical.

Akira, esbozó el inicio de una sonrisa antes de tomar aire y comenzar a entonar una dulce melodía. Subiendo el volumen de su voz, interpretó una tierna canción de amor mientras mantenía sus rodillas juntas, con la cabeza erguida y sus manos extendidas hacia arriba en honor al dueño de su destino. No me costó reconocer su postura. La muchacha había adoptado la posición de alabanza, glorificando las bondades de su superior con su canto. Su prodigiosa voz se hizo dueña de la casa y respondiendo a su llamado, Adriana y Johana se vieron forzadas a entrar en la habitación.

Al verlas, le ordené silencio y los tres, sin quererlo, nos sentimos avasallados por la emoción que emanaba de la garganta de la pequeña oriental. Ni la casquivana brasileña ni la musculosa americana pudieron constreñir su llanto al disfrutar en sus oídos ese canto ancestral y tampoco pudieron evitar aplaudir a la muchacha cuando terminó. Molesto por su demostración, les devolví una dura mirada y dirigiéndome a la intérprete, le recriminé un par de notas fuera de lugar.

Aunque las otras mujeres lo desconocían, mis palabras para Akira fueron un piropo porque, en sí, no había criticado el conjunto sino una ligerísima parte de su canción y por eso con la reducida alegría que le estaba permitida manifestar una sumisa, me besó la mano y volviendo a su posición, esperó.

―Te has ganado el derecho a darme de comer― le solté sin demostrar ninguna emoción―pero todavía no te has hecho merecedora de compartir mi lecho.

―Ya es suficiente el honor que me hace― respondió bajando su mirada.

―Tu voz ha complacido mis oídos, pero mis ojos han permanecido ciegos: ¡baila para mí!

Siguiendo los acordes sordos de una insonora canción, se levantó del suelo y sin pausa interpretó con armonía los pasos de una antigua danza de unión. No hizo falta que sonara música alguna, todos los presentes nos vimos imbuidos por su danza y siguiendo uno a uno sus sensuales movimientos nos vimos zambullidos en su actuación. Miré de reojo la reacción de mis acompañantes. Adriana seguía con la cabeza el discurrir de la nipona sobre la alfombra mientras Johana babeaba, incapaz de controlar su sensualidad recién adquirida. Yo mismo me estaba viendo afectado, pero, disfrazando mi beneplácito, le dije al terminar:

―Sin negar tu armonía, me veo incapaz de valorarte aún. Te doy permiso de poner tu cabeza en mi pierna.

Akira, asumiendo que había pasado la prueba, se arrodilló y posando su negra cabellera sobre mi muslo, suspiró encantada. Acariciándola, la dejé en segundo plano y dirigiéndome a la militar, dejé caer:

―Me imagino que has cumplido mis órdenes.

―Señor, no tiene por qué dudarlo. Su prisionera está convenientemente inmovilizada esperando que usted llegue― respondió con un deje de complicidad que no me pasó inadvertido.

Adriana, al enterarse de que Irene yacía atada en mi habitación, soltó una carcajada diciendo:

― ¡Qué se joda! Ya era hora que alguien la pusiera en su lugar.

―Ten cuidado― respondí mientras metía mi mano por el escote de la mujer que tenía a mi vera―cada una de vosotras tiene un papel en esta opereta, pero no te creas que vacilaré en cambiar el reparto si me provocas.

Asustada por mis palabras, se quedó en silencio. Silencio que rompió con un gemido, la oriental al sentir que acariciaba su pezón con fuerza, momento que usé para aclararle de una vez por todas mis intenciones.

―Nuestra familia está compuesta por individuos especiales. Yo soy el nexo, Akira es la sumisa, Johana la protectora, Irene la maquiavélica y tú la divertida. Todos somos complementarios.

―Patroncito mío, ¿y dónde deja a Suchín? ― respondió con su desparpajo tan característico.

Se me había olvidado la cuarta y reconociendo mi error, respondí:

―Ni puta idea, deja que la conozca para saber cómo catalogarla.

―Pues eso no puede ser― exclamó: ―acompáñanos que la cena está servida.

Levantando a la japonesita del suelo, la cogí por la cintura y de la mano de la comandante, seguimos los pasos de una Adriana que, abriendo el camino, ya ha había salido de la habitación. Al llegar al comedor, comprendí a que se refería Irene cuando me dijo que me esperaba una nueva sorpresa porque las viandas que esa noche íbamos a comer estaban cuidadosamente dispuestas sobre el cuerpo desnudo de una preciosa tailandesa.

Con un cuerpo menudo que me recordó al de Akira, en cambio su piel era morena y su cara tenía una expresión libertina que nada tenía que ver con la candidez de la otra oriental. Todo en ella era morbo.

―Espero que la cena sea digna de la vajilla― respondí mientras me sentaba en la silla.

―No lo dude― contestó con una carcajada la brasileña: ―Esta pervertida es un hacha cocinando.

―Veremos― farfullé mientras cogía con mi boca un trozo de sushi de uno de los pezones de la mujer.

―Amo, permítame― dijo Akira recogiendo un poco de arroz que se había quedado en la rosada aureola, imprimió un duro pellizco al recipiente, antes de llevarlo a mis labios.

Desde mi puesto, tenía un perfecto ángulo de visión del coño de la mujer y con morbo, aprecié que cada vez que una de mis futuras compañeras cogía un pedazo de comida se las arreglaban para ir calentando a su igual con sus caricias. La brasileña, que era la más cuca, se hizo cargo de una deliciosa gamba que estaba depositada entre los rojos labios de la cocinera, dándole a la vez un dulce beso, la mojó en la salsa de soja de su ombligo. Johana, aún inexperta en estas lides, cogió un pedazo de pollo de su escote, mientras le acariciaba la cabeza. Akira, en cambio, fue más directa y removiendo una especie de salchichón encajado en el sexo de la mujer, lo sacó y tras cortar un trozo, lo acercó a mi boca y me lo dio a probar.

―Lleva una salsa tailandesa muy especial― soltó mientras volvía a incrustarle el sobrante nuevamente.

Al verse penetrada, las piernas de Suchín se tensaron. Sonreí al comprobar que lejos de permanecer inmutable, esa mujer se estaba excitando. Sus ojos desprendían llamaradas de deseo cada vez que una de sus compañeras recogía de su piel una pieza de la estupenda cena que ella había cocinado. Disfrutando del juego, decidí incrementar la apuesta y vaciando el resto de mi copa sobre el pecho de la mujer, ordené a mi sumisa que limpiara mi estropicio.

Akira, con una voracidad inmensa, fue absorbiendo el líquido con su boca mientras confería a su acción una lascivia creciente. La pasión de la japonesita contagió a Adriana, la cual, colocándose a un lado, cogió entre sus manos el embutido encajado en la entrepierna e incrementado la avidez de la mujer, le imprimió un rápido movimiento. Los gemidos de su víctima no se hicieron de rogar e incapaz de aguantar, gimió de placer. Viendo que Johana se mantenía al margen pero que en su gesto se adivinaba que también se estaba viendo afectada, le pregunté:

― ¿No tienes hambre?

―Sí, pero me da vergüenza.

Levantándome de mi asiento, cogí del brazo a la enorme mujer y llevándola a los pies de la oriental, separé a Adriana y quitando el embutido, la forcé a bajar su cabeza. Poniendo en contacto sus labios con el sexo de tailandesa, le ordené:

―Come.

La negra probó el néctar con su lengua y al comprobar que le gustaba, ya completamente convencida, separó los pliegues de Suchín y como posesa se puso a beber de su flujo. La oriental recibió la boca de su compañera con gozo y temblando sobre la mesa, se corrió.

―Sigue hasta que desfallezca― ordené a la comandante.

Siguiendo mis instrucciones con gran diligencia, la musculosa mujer penetró el interior de la vulva con su lengua mientras pellizcaba con sus dedos los glúteos indefensos que tenía a un lado. Adriana buscando su propio placer, se quitó las bragas y subiéndose a la mesa, puso su sexo en los labios de Suchín.

Viendo cómo se estaban desarrollando los acontecimientos y que esas dos hembras bastaban para complacer la sexualidad de la fetichista, llamando a Akira, fui a ver a la mujer que estaba atada en mi cama. La japonesa me siguió sin oponer resistencia y solo cuando estábamos a punto de entrar en mi habitación, bajando su mirada, me preguntó:

―Amo, Irene me dijo que esta noche iba a compartir lecho con ustedes dos en cuanto la desatáramos. ¿Cuál va a ser mi función?

―No te entiendo, ¿cuándo te dijo eso?

― Hace una hora la sorprendí cenando en la cocina. Al preguntarle que hacía, Irene me contestó que usted iba a castigarla y por eso estaba comiendo algo― me aclaró.

― ¿Y que más te dijo?

Asustada, al darse cuenta de que, con su pregunta, había descubierto a la mujer, balbuceando me contestó que mi asistente le había anticipado que esa noche, después de cenar, iba a acompañarme a liberarla.

«Será perra», pensé, «conoce tan bien mi forma de pensar y de actuar que para ella soy como un libro abierto».

Meditando sobre ello, decidí no seguirle el juego y dirigiéndome a la sumisa, pregunté:

―Durante esto tres meses, me imagino que te habrá dicho alguna vez como esperaba que fuera nuestro primer encuentro.

―Sí― con rubor en sus mejillas, me respondió―soñaba con que usted la tomara violentamente.

«¡Hija de puta! Eso es lo que me apetece realmente, pero ¡no lo voy a hacer! Si quiere violencia, no la va a tener», resolví.

¡No iba seguir su juego!

Al entrar en el cuarto, descubrí con agrado que Johana se había extralimitado. No solo la había atado, sino que, dando un buen uso a mis juguetes, le había incrustado un consolador en su sexo y otro en su ano.

―Desátala― ordené a la oriental.

La muchacha se acercó a la indefensa mujer y quitándole el bozal, se puso a deshacer los nudos que la mantenían inmovilizada. Con atención, me fijé en el estupendo cuerpo de mi asistente. Siendo delgada de complexión, estaba dotada de unas curvas que harían las delicias de cualquier hombre. Lo que más me gustaba de ella eran la firmeza de sus senos y la perfección de su trasero, sin dejar de apreciar que era toda una belleza.

Una vez liberada, me senté junto a ella en la cama y acariciando su pelo, la besé mientras le decía:

―Pobrecita, debes de haber sufrido mucho. Descansa, mientras me ocupo de Akira. Ya tendremos tiempo de disfrutar uno del otro― y dirigiéndome a la oriental, le ordené que se desnudara.

De reojo, observé el desconcierto de Irene. Había supuesto que, todavía enfadado por su afrenta, la tomaría sin contemplaciones y en vez de eso, me había comportado con ternura.

Olvidándome de ella, me concentré en la sumisa que, obedeciendo mis órdenes, acababa de soltarse el pelo. Su cuerpo menudo se me fue revelando lentamente. Mientras deshacía el nudo del grueso cinturón que sostenía el vestido, la japonesita mantuvo la cabeza gacha al ser incapaz de mirarnos.

― ¡Levanta la cara! Quiero que seas consciente de ser observada― ordené.

La muchacha se ruborizó al comprobar que eran dos, los pares de ojos que la examinaban. Abriendo el kimono, se lo quitó, quedando en ropa interior en mitad de la habitación. Al verla así, se me hizo agua la boca al comprobar la perfección de sus medidas. Francamente baja, la oriental estaba dotada de unos pechos de ensueño.

Sin esperar que se lo mandase, desabrochándose el sujetador lo dejó caer al suelo. Con satisfacción observé que sus senos se mantenían firmes sin la sujeción de esa prenda y que sus rosadas aureolas se iban empequeñeciendo al contacto de mi mirada. Tampoco necesitó que le insistiera para despojarse del diminuto tanga, de manera que permaneció completamente desnuda para ser inspeccionada.

―Acércate.

Akira, se arrodilló y gateando llegó hasta mis pies, esperó mis órdenes.

―Quiero ver tu dentadura.

Avergonzada por el trato que estaba recibiendo frente a su compañera, abrió su boca sin rechistar al comprender que su dueño tenía que inspeccionar la mercancía antes de dar su visto bueno.

―Limpios y perfectos― determiné después de comprobarlo.

―Gracias amo― le escuché decir.

―No te he dado permiso de hablar― le recriminé: ―Date la vuelta y muéstrame si eres digna de ser usada por detrás.

Con una sensualidad estudiada, se giró y separando sus nalgas, me enseñó su ano. Metiendo un dedo en él, comprobé tanto su flexibilidad como su limpieza, y dándole un azote, le exigí que nos exhibiera su sexo. Satisfecha de haber superado la prueba de su trasero, se volteó y separando sus rodillas, expuso su vulva a nuestro examen. Completamente depilada, su orificio delantero parecía el de una quinceañera.

―Separa tus labios― ordené.

Obedeciendo, usó sus dedos para mostrarme lo que le pedía. Al hacerlo, me percaté que brillaba a raíz de la humedad que brotaba de su interior. No tuve que ser ningún genio para comprender que el rudo escrutinio la estaba excitando.

Levantándome de la cama, fui hasta el cajón donde guardaba mis juguetes y sacando un antifaz y unas esposas, ordené a mi esclava que se incorporara. Cumpliendo lo mandado, la muchacha se puso en pie y en silencio, esperó mi llegada. Sin hablar, le tapé los ojos y llevando sus brazos a la espalda, la inmovilicé.

―Irene, ven y acaríciala― dije dirigiéndome a mi asistente que hasta ese momento había permanecido al margen.

Con ello, buscaba un doble objetivo. Privada de la visión, los sentidos de la oriental se agudizarían y por otro, le dejaba claro a la rubia que esa noche no iba a haber violencia. Respondiendo a mi pedido, Irene se acercó y usando sus manos fue recorriendo la suave piel de su compañera, consiguiendo que de la garganta de Akira salieran los primeros suspiros.

―Improvisa― le pedí―que no sepa que parte de su cuerpo vas a tocar ni si vas a usar la lengua, los dientes o tus dedos.

La mujer comprendió mis intenciones Al estar cegada a su víctima se le incrementaría el deseo al ser incapaz de anticipar los movimientos de su contraparte y sin más dilación, fue tanteando todos y cada uno de los puntos de placer de la oriental. Con satisfacción, fui testigo de cómo le mordía los pezones, para acto seguido lamer su cuello mientras introducía un dedo en su lubricada cueva.

―Amo, ¿quiere que la fuerce a correrse?

―Sí― contesté y dirigiéndome a Akira, en voz baja le susurré al oído: ―tienes prohibido hacerlo.

Viendo que la rubia, arrodillándose, introducía su lengua en el sexo de la pequeña, decidí que era el momento de desnudarme. Irene buscó que su partenaire se corriera torturando su ya inhiesto clítoris. No tardé en observar que de los ojos de Akira brotaban unas gruesas lágrimas, producto de su frustración.

Necesitaba alcanzar el clímax, pero se lo tenía vedado. Forzando su deseo, me puse a su espalda y separando sus nalgas, tanteé con la punta de mi glande su orificio trasero. Ella no puso objeción alguna a mis caricias y creyendo que lo que deseaba era tomarla por detrás, forzó la penetración con un brusco movimiento de su trasero. Mi pene entró sin dificultad por su estrecho conducto, pero entonces sacándolo le pregunté:

― ¿Confías en mí?

―Sí, amo― respondió casi llorando.

Solo quedaba confirmar su entrega ciega por lo que, acercando una silla, la puse en pie sobre el asiento, ante la atenta mirada de Irene. Comprendí que Akira estaba aterrorizada al verse en esa posición, ya que, con las manos esposadas a su espalda, si perdía el equilibrio se golpearía contra el suelo.

―Déjate caer hacia delante― ordené.

Durante unos instantes, la pequeña oriental se quedó petrificada porque jamás ningún amo le había exigido algo semejante. Asumiendo que, si no cumplía mis órdenes, iba a fallarme pero que si lo hacía se iba a estrellar contra el suelo, llorando decidió obedecer y lanzándose al vacío, se temió lo peor.

Nunca llegó al suelo porque antes que su cuerpo rebotara contra el parqué, la recogí en mis brazos y besándola, le informé que había superado la prueba y que se merecía un premio. Completamente histérica, me devolvió el beso. El miedo acumulado se transmutó en deseo y como si hubiera abierto un grifo, de su sexo brotó un espeso arrollo mientras sus piernas se enlazaban con la mía.

Decidí que era el momento de cumplir con mi palabra y sentándome en la silla, la senté en mis rodillas.

―Abre las piernas― le pedí dulcemente y cogiendo la cabeza a mi asistente, la llevé hasta su sexo.

–Tienes permiso de correrte― le informé mientras la empalaba por detrás.

La oriental al sentir su entrada trasera violentada por mí, mientras su clítoris era lamido por Irene, gritó como posesa y presa de sus sensaciones, se corrió. Dejé que disfrutara el orgasmo sin moverme, tras lo cual le quité las esposas y el antifaz. Ella, al sentir libertad de movimientos, cogió a mi empleada del pelo y autoritariamente, le exigió que le comiera los pechos. En cuanto sintió la boca de la mujer sobre sus pezones, reanudó sus movimientos y cabalgando sobre mi pene, buscó mi eyaculación diciendo:

―Soy suya.

Su sumisión me dio alas y cogiéndola de la cintura, empecé a izar y a bajar su pequeño cuerpo, de manera que mi pene recorriera su interior a cada paso. Nuevamente, escuché sus gemidos, muestra clara que estaba disfrutando por lo que acelerando mis movimientos la llevé otra vez a un orgasmo que coincidió con el mío.

Agotada por el esfuerzo, se dejó caer contra mi pecho y gimoteando, comentó:

―Amo, nunca había sentido algo así. Creí morir cuando me exigió arrojarme al vacío, pero se lo agradezco. Ha conseguido que comprenda que es mi dueño y que, junto a usted, nada malo me pasará.

―Esa era mi intención― respondí y dándole un suave mordisco en el lóbulo, la levanté en mis brazos y depositándola sobre las sabanas, me tumbé a su lado.

Fue entonces cuando caí en que Irene permanecía arrodillada a los pies de la silla. Durante la media hora que llevaba en la habitación, a propósito, le había otorgado un papel secundario y era el momento de explicarle los motivos:

―Ven― le dije haciendo un hueco en la cama –aunque no te lo mereces, no quiero que cojas frio.

El rostro de mi asistente mostró la alegría de que le permitirá compartir mi lecho y como gata en celo, me abrazó restregando su cuerpo contra el mío.

―Te equivocas si crees que te voy a hacer el amor. Sigo enfadado. No creas que voy a permitir que juegues conmigo. Que sea la última vez que siento que me manipulas. Si vuelves a hacerlo, le pediré a Suchín que te busque acomodo en las pocilgas― y forzando su boca con mi lengua, pregunté: ― ¿Has entendido?

―Sí… señor― me respondió posando su cabeza en mi pecho mientras abrazaba a su compañera: ―No volverá a ocurrir.

No me cupo duda de que iba a ser imposible que cumpliera esa promesa. Su naturaleza maquiavélica la traicionaría, pero allí estaría yo para castigarla cuando lo hiciera. Pensando en ella y en las otras cuatro, me dormí sin que nada perturbara mi sueño al estar convencido de que, si el desastre anunciado se terminaba produciendo, al menos a mí, ¡me encontraría preparado!

Relato erótico: “La isla del placer. Cinco putas a mi disposición 4” (POR GOLFO)

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Cap. 6― La tormenta tiene lugar.

Esa noche y a pesar de los múltiples intentos de Irene para que la poseyera, no rompí mi promesa. He de decir que dormí como un niño sabiendo que Akira, otra de las mujeres que ella misma había seleccionado para mí velaba también mi sueño.  Por ello no os ha de extrañar que esa mañana me despertara con una mano agarrando el pecho de la rubia y con la oriental pegada a mi espalda.

Nada más abrir los ojos y queriendo tomar al asalto mi propiedad, empecé a acariciar sus pezones. 

La cerebrito o bien estaba totalmente dormida o bien no quiso darse por aludida. Di por sentado lo segundo y por eso, dándome la vuelta, abracé a la japonesita. Esta no tardó en reaccionar y mirándome, al sentir la presión de mi pene contra su sexo, me preguntó si su señor necesitaba algo de su fiel putita. Sonreí satisfecho al ver que sin que se lo tuviese que exigir Akira cogía mi pene entre sus manos y lo acomodaba entre sus piernas.

―Tu hospitalidad― respondí con un suave movimiento de caderas.

La facilidad con la que mi verga se introdujo en su interior fue la muestra palpable de lo poco que necesitaba esa monada para estar dispuesta. Bastaba con que la mirara para que sin poderlo evitar se calentara al instante. Daba igual cuantas veces la hubiese usado la noche anterior, en cuanto sintió mis caricias se vio desbordada por el deseo e incapaz de aguantar, me rogó que la usara.

―No es justo, ¡me toca a mí!― protestó Irene al ver que su compañera se había llevado el premio.

―La próxima vez sé más receptiva― repliqué haciéndola ver que me había molestado su falta de respuesta.

Cayendo a mis pies, trató de congraciarse conmigo diciendo que la había malinterpretado y que si no había reaccionado enseguida no era por falta de ganas, sino porque pensaba que tenía que esperar mis órdenes.

―Una sumisa no debe tener iniciativa― insistió al ver que seguía poseyendo a Akira en vez de a ella.

Estaba a punto de contestarle, cuando de pronto una sirena empezó a sonar. Por la cara que pusieron supe el motivo, pero aun así solo reaccioné cuando Irene se levantó de la cama y tras mirar una pantalla, me dijo con lágrimas en los ojos que había empezado:

―Las televisiones de todo el mundo están informando de fallos catastróficos de comunicación con el continente americano.  

―¿Cuánto tiempo queda?

Antes de contestar buscó la respuesta en el ordenador y tras comprobar que no había llegado todavía a Alaska, respondió sin dejar de llorar:

―En nueve horas nos alcanzará y en doce habrá terminado.

Si me quedaba alguna duda acerca de la posibilidad de que el mundo que conocíamos tuviera capacidad de reacción quedó en nada al ver que la tormenta solar había comenzado por los Estados Unidos.

―Habíamos previsto que sobrevivieran algunas bases militares, pero al haber empezado por ahí dudo que hayan tenido tiempo. De sobrevivir alguna, será europea… los chinos tampoco podrán hacer nada. En hora y media, el viento solar llegará a sus ciudades.

Asumiendo el final de la civilización tal y como la entendíamos, nos levantamos a toda prisa. El resto de las mujeres de la casa habían reaccionado igual y por eso cuando salí de la habitación, me encontré con las otras tres sentadas esperándome en el salón.

Curiosamente la primera en hablar fue Suchín, la tailandesa.

―Lucas, siguiendo el protocolo que teníamos preparado, hemos dado órdenes de poner a buen recaudo toda la maquinaria en los túneles y de apagar escalonadamente cualquier aparato eléctrico. Que el destino haya elegido ese huso horario para descargar su furia, nos ha venido muy bien. Nos ha dado suficiente prórroga para que las pérdidas que nos ocasione sean las mínimas. Se puede decir que apenas notaremos sus efectos. A partir de la próxima semana empecemos a reestablecer la normalidad y en dos habremos vuelto a la actividad usual.

―¿Tanto tiempo esperáis que dure?― pregunté dirigiéndome a Irene, porque no en vano era la que más había estudiado ese fenómeno.

―Desgraciadamente tenemos muy pocos registros que avalen las previsiones de los científicos indios, pero si hacemos caso a sus teorías, la tormenta tendrá tres fases: erupción o inicio, fulguración que es cuando se libera toda la radiación y la tercera y más peligrosa, la eyección de masa de la corona que es lo que está barriendo la superficie terráquea y que puede durar hasta cinco días. Por eso, esperaremos a que hayan pasado siete y para evitar riesgos, lo haremos de forma paulatina.

―Me parece bien― respondí, tras lo cual pregunté cuando habían previsto informar a los habitantes de la Isla.

―Hemos creído necesario hacerlo cuanto antes y por eso hemos citado a la totalidad en la plaza dentro de media hora. No es bueno para la moral que sientan que se lo hemos ocultado y ya deben saber que ocurre algo al ver que las redes se han caído. 

―Tenéis razón. Es mejor afrontar cuanto antes y no prolongar la angustia – repliqué sabiendo que me tocaría a mí explicar a un grupo de gente aterrorizada que no tendrían que preocuparse por el Armagedón que estaba arrasando el planeta porque estábamos preparados.

Estaba tratando de ordenar mis pensamientos para tener un discurso coherente cuando llegando hasta mí, Adriana puso en mis manos unas cuartillas:

―Primor. Sabiendo que llegaría este momento, la zorra de Irene me pidió que te escribiera un discurso, aprovechando mis estudios de sociología y de psicología.

Asumí que había minusvalorado esos “estudios” y que esa morenaza debía ser, además de una eminencia en medicina, una lumbrera en esas materias. Por ella, no me importó tomarme un tiempo en leer esas notas.

Desde el primer párrafo supe que no era algo improvisado, sino que ese escrito estaba elaborado a conciencia para que las personas que lo oyeran fueran pasando de la estupefacción al saber el destino del resto de la humanidad, a la esperanza de saber que no se iban a ver afectados. Y que, al acabar de escucharlo, dieran por sentado que habían tenido la suerte de ser ellos y no otros los destinados a tener un papel principal en el renacimiento de la sociedad.

 ―Es bueno…― comenté: ―…hasta yo me lo he creído.

 Al escucharme, sonrió y dijo:

―Su fidelidad se incrementará más si cabe al sentirse agradecidos. Cómo sabes los hemos elegido por su personalidad y aunque la psicología no es una ciencia exacta, dada su lealtad no esperamos que haya más que algunos brotes de insatisfacción, pero nunca una rebelión abierta.

―Eso espero. No me gustaría enfrentarme a más problemas de los necesarios. Bastante tenemos con lo que se nos avecina― respondí.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de dos temas. El primero que, una vez hubiese pasado la tormenta, sería imprescindible localizar cualquier oasis de civilización que quedara sobre la tierra. Y que, si ese ya era de por sí importante, más lo era el segundo:

¡Debíamos ocultar nuestra existencia! ¡Sería una insensatez dar a conocer que manteníamos la tecnología del pasado!

«Eso sería ponernos una diana en el pecho. Todo el mundo intentaría llegar a la isla para unirse a nosotros o para conquistarnos», medité acojonado.

Al comentárselo a ellas, Irene sonrió:

―Lo sabemos. Por ello, hemos designado a un pequeño grupo especialistas en comunicaciones cuyo objetivo futuro será localizar cualquier superviviente tecnológico. Mientras tanto y a modo de precaución,  nuestras comunicaciones se harán en FM, imposible de rastrear a más cincuenta millas de distancia.

Me tranquilizó saber que ese tema estaba previsto, pero aún, así y mirando a Johana, quise que me contarán las medidas defensivas con la que contábamos para repeler una supuesta invasión.

La cerebrito me interrumpió nuevamente:

―Hasta en eso hemos tenido suerte, de los cinco satélites que su conglomerado de empresas colocó en el espacio, tres de ellos estaban en la zona oscura cuando empezó la tormenta. Como estaba previsto, nos hemos hecho con su control y creemos que conseguiremos salvar al menos a dos manteniéndolos fuera del alcance de la llamarada solar.

―Perdona mi ignorancia, ¿de qué coño hablas?

Riendo entre dientes, la rubia contestó:

―El día que usted me dio la orden de prepararnos para el desastre, una de sus compañías ganó un concurso con Defensa para el lanzamiento de cinco satélites espías. Previendo esta situación, dotamos a los mismos de un dispositivo de autodefensa que les permitiera cambiar de órbita― y mirándome, continuó: ― Si todo sale como hemos planeado, tendremos unos ojos de última generación protegiéndonos desde el espacio.

Instintivamente y dada la importancia de sus palabras, la abracé. Irene lejos de retirarse, se puso melosa y restregando su sexo contra el mío, me susurró al oído:

―¿No cree que su más fiel putita se merece un premio?

Soltando una carcajada, le di un azote mientras la replicaba que a menos que me hiciera una trastada, esa noche la haría por fin mía.

―Llevas veinticuatro horas aquí y todavía no me has hecho tuya― protestó mientras se permitía el lujo de manosear mi trasero.

Interviniendo, Suchín se acercó a donde estábamos y comentó:

―Si te parece… mientras te diriges a nuestra gente, preparo a esta zorrita.

Por su cara comprendí que tenía planeado satisfacer tanto sus apetencias como las de mi asistente e intrigado por ver lo que tenía pensado, contesté:

―El deber es lo primero y creo que debemos estar los seis presentes cuando hablemos con nuestra gente. Pero después y dado que tampoco he disfrutado de tus caricias― dije dirigiéndome a Suchín: ― os veo a las dos en mi cuarto tras el discurso.

―Allí estaremos― con una sonrisa replicó la bella tailandesa.

La complicidad de esas dos quedó de manifiesto cuando, moviendo su culo más de lo normal, Irene se fue con ella.

Observando de reojo, supe que las otras tres esperaban mis órdenes y por ello alzando la voz, comenté:

―Llevadme a la plaza.

La proximidad del lugar nos permitió ser de los primeros y eso me dio la oportunidad de observar el comportamiento de los hombres y mujeres que habíamos seleccionado mientras se iba llenando la plaza. No tuve que esforzarme mucho para ver que todos ellos sabían de la importancia de esa reunión.

―No podía ser menos, piensa primor que son lo mejor de la sociedad que acaba de desaparecer― me replicó Adriana al comentárselo.

En otras ocasiones había estado en eventos con mayor número de asistentes e incluso en varios de ellos, me había dirigido a los congregados, pero he de reconocer que al subirme al estrado estaba nervioso.

―Señoras y señores, soy Lucas Giordano, el fundador de esta colonia y siento decirles que soy portador de pésimas noticias― fue mi presentación.

El silencio antinatural que produjeron mis palabras se extendió como el aceite. Nadie, ni siquiera mi séquito de cinco elegidas,  se atrevió a respirar y por ello cuando volví a tomar el micrófono, era consciente que en ese preciso instante veinticuatro mil ojos estaban fijos en mí.

―Acabamos de saber que una tormenta solar sin precedentes está barriendo la faz de la tierra, acabando a su paso con todo equipo electrónico― fue mi segunda intervención.

Dejé que esas mentes brillantes asimilaran esa información para anunciarles que en nueve horas llegaría hasta nosotros, pero que mientras eso ocurría la sociedad tal y como la conocíamos estaba dejando de existir.

La plaza se llenó se sollozos porque todos, pero sobre todo todas las presentes, estaban lo suficientemente preparados para hacerse una idea certera del proceso.

―Afortunadamente, no todo está perdido…¡el ser humano tiene un futuro! Y ese futuro ¡sois vosotros!― esas doce mil mentes me escucharon decir.

La rotundidad de la afirmación y mi tono cumplieron su objetivo y nuevamente tenía en mi poder su atención:

―Todos vosotros firmasteis para formar parte de un experimento científico y social― afirmé: ―Jamás aceptasteis ser el germen de una sociedad nueva….

Nadie contestó.

―… la naturaleza nos ha jugado una mala pasada, la civilización tal y como la conocemos desaparecerá en medio de guerras y hambre….

Pude observar el dolor en sus rostros.

―… pero el hombre renacerá y será gracias a vosotros. Tenemos tiempo para salvar nuestra tecnología, nuestra mina mantendrá a buen recaudo a todos los aparatos eléctricos mientras pasa la tormenta…

Me tomé mi tiempo para concluir diciendo:

        ―… y con la calma, será nuestro turno y el de nuestros hijos. Hemos sido llamados a reestablecer la civilización…… ese es nuestro destino y ¡no podemos fallar! ¡El ser humano depende de nosotros!  

Un sonido ensordecedor camufló mis últimas palabras.

Cap. 7― Irene obtiene su recompensa

Esos doce mil privilegiados que habíamos seleccionado ya sabían el futuro al que se enfrentarían y que la colonia que había fundado además de ser una isla físicamente era una isla de seguridad dentro de la desolación mundial.

        Fuera solo había caos.

        Todos ellos habían sido escogidos por su inteligencia y por su capacidad de enfrentar ese golpe. Pero aun así necesitaban pasar el duelo, asimilar que nunca podrían volver a su ciudad, ni a su barrio porque sencillamente ¡ya no existían! Ejerciendo más de padre que de jefe me quedé en la plaza consolando a los que lo necesitaban.

Junto a mí permaneció en todo momento Johana. Su presencia, sus dos metros de músculos,  lejos de ahuyentar a los reunidos, les producía una sensación de seguridad y se acercaban a nosotros.  Tardé unos minutos en percatarme de que al hacerlo lo hacían de seis en seis.

«Ante las dificultades, buscan la protección del grupo»,  me dije evaluando positivamente el éxito que habíamos obtenido al agrupar a los candidatos en “familias” compuestas por cinco mujeres y un hombre.

Observando detenidamente, advertí en todos ellos que uno de sus integrantes ejercía de líder y que además solía ser una mujer.

«Estadísticamente es lo lógico», concluí tomando en cuenta la desproporción existente, pero no por ello algo en mi interior me puso en guardia no fuera a ser que alguna de las cinco mujeres que Irene había seleccionado para mí quisiera coger ese papel.

Tras media hora y en vista que todo parecía tranquilo pedí a mi enorme y amorosa amante que me acompañara a casa. Johana aprovechó los minutos que tardamos en llegar en explicarme con mayor detalle los preparativos de seguridad.

―Has pensado en todo― dije al no encontrar falla alguno en lo que habían planteado.

―Irene me resultó de mucha ayuda. Es increíble la capacidad que tiene― me replicó.

Al escuchar la respuesta de la militar, supe que debía atar corto a ese cerebrito o terminaría asumiendo ella el mando de mi obra. Como ponerla en su lugar era una labor que solo podía hacer yo y nadie más, no dije nada cuando en el vestíbulo de la casa Johana se despidió de mí diciendo que tenía un montón de temas que revisar antes de que llegara la tormenta.

La morena tenía motivos sobrados para ir a su oficina, algo en mí me dijo que su rápida huida era algo pactado con Suchín e Irene y admitiendo que pronto lo sabría, entré al área privada de la casa. Nada más hacerlo, vi que el salón se había transformado en un aula de clase y que la oriental permanecía sentada en uno de los dos pupitres y mirando de frente a la pizarra.

No tuve que ver más para comprender que iba a ser testigo, cuando no partícipe, de un juego de rol donde esas dos mujeres iban a representar el papel de profesora y alumna. Mi única duda era si a mí me tocaba ejercer de maestro, duda que desapareció cuando vi entrar a Irene vestida con la bata blanca típica de los profesores y dos reglas en sus manos.

Descojonado, estuve a punto de buscar asiento para observar, pero entonces mi asistente llamando la atención de Suchín, le dijo:

―Señorita, en pie.

Al levantarse, me dio oportunidad de comprobar que la falda de su uniforme consistía en la típica escocesa, pero que a duras penas se podía considerar que era una minifalda. Mas bien parecía un cinturón ancho.

 ―Quiero presentarle a don Lucas, el inspector del que le hablé y que viene a comprobar la calidad de nuestra escuela.

Sonreí al enterarme de mi personaje y dejando que Irene llevara la batuta, únicamente pregunté donde me sentaba.

―Señor inspector, ¡donde usted quiera!― exclamó escandalizada.

Su respuesta me informó de que esperaba que en algún momento ejerciera mi autoridad y por eso cogiendo la suya, me senté junto al pizarrón.

De inmediato supe que había hecho lo correcto porque se acercó a mí y mientras me daba una de las reglas, me regaló con una generosa visión de sus pechos a través del escote.

―Se nota que está bien dotada para la enseñanza― comenté con la mirada fija en su par de melones.

―Muchas gracias, señor inspector. Solo espero que al terminar su visita siga opinando lo mismo― contestó lamiéndose los labios.

Tras lo cual, girándose, comenzó a explicar a su pupila que la tierra era plana y que el sol giraba alrededor nuestro produciendo el día y la noche. De nuevo me quedó claro que la elección de una teoría antediluviana y claramente errónea tenía un motivo. Por eso me quedé callado.

―Profesora, tenía entendido que la tierra era redonda― comentó Suchín desde su asiento.

Molesta por esa interrupción y en plan tirana, Irene le preguntó quién le había dado permiso para hablar.

―Nadie, profesora― respondió la oriental.

―Es inaceptable. No sé la escuela en la que has estado antes, pero quiero que sepas que en ésta no admitimos tal falta de respeto. ¡Ven aquí!

Con un extraño pero evidente brillo en sus ojos, la tailandesa se acercó a donde su maestra permanecía jugando con la regla. Al llegar junto a ella, Irene le dio un buen repaso con la mirada antes de obligarla a apoyarse en la mesa poniendo el culo en pompa.

Desde mi lugar, me encantó comprobar que el disfraz estaba completo y que su atuendo incluía unas bragas de perlé, digna de nuestras abuelas.

―Profesora, perdóneme. Juro que no volveré a interrumpirla― rogó Suchín haciéndose la desvalida.

―Lo has vuelto hacer― rugió su maestra mientras descargaba el primer reglazo sobre el indefenso trasero de su alumna: ―Has vuelto a hablar sin pedir permiso.

―Lo siento― sollozó la joven sin darse cuenta de que, con ello, volvía a caer en el error.

Hecha una energúmena, mi rubia asistente castigó con dureza las nalgas de Suchín con una serie de cinco sonoros mandobles, para acto seguido y con una sonrisa en su boca, preguntarme si consideraba que era suficiente:

―No lo sé – respondí: ―Depende del color que haya adquirido el culo de esa maleducada.

Sin dar opción a que se negara, Irene le bajó las bragas hasta las rodillas y rogándome que me acercara, pidió mi opinión sobre si era suficiente el color rojizo de los cachetes de su alumna.

Excediéndome en mi papel, pasé mi mano por ese precioso culete tanteando la reacción de su dueña. Suchín al sentir por primera vez una caricia mía, no pudo evitar que un largo gemido de placer surgiera de su garganta. Lejos de enfadarme y aprovechando que no llevaba bragas, alargué mi examen incluyendo en el mismo su sexo.

―¡Señor inspector!― exclamó indignada la profesora― ¿No le da vergüenza estar metiendo mano a mi alumna?

Despidiéndome de Suchín con un ligero pellizco en el erecto botón que escondían sus pliegues, me giré y cogiendo del brazo a la maestra, le pregunté quién le había dado permiso para hablar.

El terror que se reflejó en su rostro me confirmó que esa rubia del infierno además de un cerebrito era una estupenda actriz.

―Nadie, señor inspector― contestó.

―Quítate esa bata, no eres digna de llevarla― dije con tono duro y seco.

Nuevamente supe que había acertado observé que, bajo esa prenda, Irene iba vestida igual que la oriental y que sin que se lo tuviese que pedir, la rubia imitaba a su compañera apoyándose en la mesa.

«Será zorra», murmuré divertido al verificar que también que llevaba unas bragas de algodón y sin mediar palabra alguna, hice sonar la regla sobre una de sus blanquísimas nalgas.

―Cumpla con su deber, señor inspector, y muéstreme el buen camino― pidió con la voz teñida de deseo al experimentar ese sonoro escarmiento.

―Yo también quiero que me lo muestre― gritó Suchín todavía con las bragas a mitad del muslo.

Dejando a un lado el instrumento de medida, usé mis manos para ir alternando azotes entre las dos. Conociendo la debilidad de mi asistente por el sexo duro, le quité los calzones para que mis manotazos impactarán directamente sobre su piel. Irene en vez de quejarse, sollozó de placer pidiendo que los golpes más fuertes se los diera a ella.

La actitud de esas dos despertó a una bestia que desconocía que existiera en mí y usando mis manos como garras desgarré su ropa. Creo que ambas se asustaron al ver que lo que había empezado como un juego se estaba convirtiendo por momento en algo serio, pero nada pudieron hacer cuando una vez totalmente desnudas, las cargué sobre mis hombros.

―¿Dónde nos lleva señor inspector?― preguntó la rubia.

No me digné en contestarla y descargando mi carga sobre la cama, pedí a la oriental que si no quería recibir un duro escarmiento su amiga no se podía enfriar mientras volvía y sin mirar atrás, me dirigí hacía el armario. Si tal y como esperaba, habían copiados todos y cada uno de los muebles de mi casa y habían traído lo que tenía en ellos, en el tercer cajón estaba lo que buscaba.

―Aquí esta― me dije sacando de su interior unos conjuntos de cadenas africanas que me habían asegurado que en el pasado habían sido usadas por los negreros para controlar a sus favoritas.

Bajo el disfraz de joyas, un conocido me había explicado que eran de lo más efectivas y por eso antes de encerrarme en la isla, me había hecho con cinco. Una para cada una de mis mujeres.

Al volver a la cama, la escena con la que me encontré me confirmó que la tailandesa había cumplido fielmente mis órdenes.

―Así me gusta, compartiendo como buenas amigas― comenté descojonado al contemplar las lenguas de ambas jugando con sus sexos en un sensual sesenta y nueve.

Dominada por el deseo, Irene no se percató de lo que ocurría hasta que después de sentir que le ponía un collar, escuchó cuatro clics al cerrarse sendos grilletes sobre sus muñecas y tobillos.

―Mi señor, gracias― musitó llorando al ver mi regalo.

Al comprobar que sus ojos se poblaban de lágrimas,  quise saber el motivo de estas:

―Me ha colocado unas cadenas que antiguamente solo podía usar las esclavas llamadas a compartir el lecho de su dueño, esclavas del placer cuyo único destino en su vida era servir sexualmente a su señor.

 ―¿Y eso te incomoda?― pregunté.

Horrorizada lo negó:

―Mi señor, que haya pensado en mí me hace la mujer más feliz del mundo.

Interviniendo por primera vez, Suchín, soltando una carcajada, se levantó de la cama y me dijo si sabía usarlas. Por primera vez,  fui consciente de que no eran solo una joya, sino que tenían un aspecto sexual que desconocía.

Al reconocérselo, me pidió que le diera la llave y tomándola entre sus manos, obligó a Irene a tumbarse sobre la cama mientras separaba los brazos y las piernas.

―Estas cadenas tienen tres enganches y una argolla que las une― me informó.

―¿Para qué sirven?

Me respondió uniendo dos de las cadenas con la argolla. Al hacerlo, Irene tuvo que echar los brazos hacia atrás y flexionar las piernas, lo que la obligó a poner su culo en pompa.

―Esta esclava del placer esta lista para ser tomada por su señor― murmuró muerta de risa señalando la humedad que lucía su coño totalmente indefenso.

No contenta con ello, la tailandesa localizó el clítoris de su amiga y se dedicó a acariciarlo mientras me terminaba de desnudar.

―Cabrona, me corro― rugió Irene incapaz de repeler el placer que la estaba dominando.

Ser testigo del modo en que mi rubia asistente se corría ante unas pocas caricias de la oriental me hizo sospechar que por algún motivo Suchín sabía mucho de ese tipo de joyas. Al preguntárselo directamente, me contestó:

―Lucas, no te olvides que soy una zorra fetichista y que disfruto de estos artilugios.

Riendo y ya sin ropa, me acosté a su lado mientras le pedía que me mostrara más de su funcionamiento. La tailandesa se mostró feliz al enseñarme que, al estar atada por atrás, cada vez que se movía ello representaba una tortura para mi asistente.

―Fíjate― me dijo y tirando cruelmente de una de las cadenas, me demostró que para compensarlo Irene tenía que doblar su espalda de un modo antinatural.

―¡Me duele! ―chilló la rubia.

Soltando una nueva carcajada, Suchín le replicó:

―Pero te gusta, ¿verdad?― ante su silencio, introdujo dos dedos en el sexo de Irene y los sacó completamente embadurnados de flujo: ―Tu coño no miente. ¡Estás cachonda! – y mirándome a los ojos, soltó: ―Ya es hora de que su dueño tome posesión de ella. Esta puta no resistirá mucho más.

Haciendo caso a Suchín, me acerqué y poniendo una mano sobre la argolla, acerqué mi pene a su entrada. He de decir que estaba todavía jugando con sus pliegues sin haberlo metido cuando de improviso la cerebrito se vio inmersa en un brutal orgasmo y se corrió por segunda vez ante mis ojos.

Por un momento creí que estaba actuando, pero entonces y leyendo mi rostro, la tailandesa comentó:

―Lleva tanto tiempo sabiéndose tu sierva que no ha podido resistir entregarse al placer en cuanto te sintió cerca.

―¿De qué hablas?

―Irene se ha entregado a ti y ha obtenido el gozo supremo, el gozo reservado solo a las esclavas.

Poniendo en cuestión sus palabras, me pareció que no era suficiente y por ello,  le separé las piernas para acto seguido acercar mi lengua a su cueva.

―¿Te reconoces totalmente mía?― pregunté mientras retiraba sus labios, despejando así el camino hacia su clítoris.

Pegando un gemido declaró que era hembra de un solo macho y que ese macho era yo. Satisfecho por su completa sumisión, acerqué mi boca a su sexo mientras la tailandesa nos observaba.

Sin ningún tipo de recato al sentir mi respiración aproximándose, jadeó pidiendo que la tomara, pero fue al sentir que me apoderaba de su botón cuando berreando de placer imploró que dejara de torturarla y que me la follara ya.

―Lucas, ¿no ves que no para de correrse? Si no te la follas, la pobre se muere― musitó en mi oído la oriental.

Coincidiendo sus palabras, del interior de Irene y como si fuera un manantial, el flujo de la rubia  manó derramándose por sus muslos. Intrigado por ese hecho, observé que en cuanto tocaba con mi glande su botón el caudal de líquido aumentaba exponencialmente y salía a borbotones mientras su dueña pasaba de la excitación al placer sin darse cuenta.

―No seas capullo, ¡hazlo ya!― pegando un grito me exigió su compañera al comprobar que Irene comenzaba a estar agotada.

Apiadándome de ella, me coloqué entre sus piernas, y cogiendo mi extensión con la mano, acerqué el glande a su entrada. No me hizo falta preguntar si estaba lista porque la rubia al verlo, levantando su trasero, se introdujo ella misma mi pene hasta el fondo de su sexo.

―¡Por fin soy de mi señor!― aulló con una felicidad a todas luces exagerada y mientras ella no dejaba de sollozar por el placer que le estaba dando, decidí ir moviéndome lentamente.

Siguiendo nuestras maniobras con atención, Suchín esperó a que mi extensión estuviera totalmente embutida en ella para decirme:

―Tira fuerte de las cadenas.

Obedeciendo, no me paré a pensar que al jalar de ellas iba a forzar la columna de mi asistente y agarrándolas, las usé como anclaje para lanzarme al galope. No tardé en escuchar los gritos desesperados de la rubia, ya que cada vez que acuchillaba su interior con mi estoque, tiraba de los eslabones y le doblaba de manera cruel su espalda.

 Contra los principios que había manado desde niño, no pude o no quise parar al sentir que sus chillidos eran música celestial en mis oídos y porque además al retorcerse de dolor, con ese instrumento de tortura con forma de joya, su vagina se contraía presionando mi sexo de una manera nueva y placentera.

Es más, creo que incluso incrementé el ritmo con el que la penetraba al sentir que todos y cada uno de mis nervios se contraían previendo la llegada de un violento orgasmo. Incluso Suchín se vio afectada y mientras todo mi ser era pasto de un incendio, pellizcándose los pechos y masturbándose buscó ella también el placer.

Reconozco que fue algo brutal y que mientras mi simiente era derramada en su interior, Irene no aguantó más y se desplomó sobre la cama. La nueva postura incrementó más si cabe la presión sobre mi extensión y grité:

―¡Dios! ¡Qué placer!

El esfuerzo debió ser demasiado para mí porque solo recuerdo que al cabo del tiempo abrí mis ojos y me encontré con la tailandesa a cuatro patas mientras lucía sus cadenas y a Irene preguntando si tenía fuerzas para follarme a la última de mis mujeres.

Con una sonrisa, respondí:

―El día que no pueda echar dos polvos seguidos preocúpate porque tu dueño estará muerto…

Relato erótico: “La isla del placer. Cinco putas a mi disposición 6” (POR GOLFO)

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Cap. 10― La hoguera.

Estaba poniéndome colonia cuando Irene entró al baño y haciendo gala de lo resolutivo de su carácter, directamente entró al trapo diciendo:

        ―Lucas, creo que tenemos que hablar.

        ―¿Qué es lo que pasa?― pregunté dando por sentado que, si a ese cerebrito le preocupaba algo, tenía que prestarle toda mi atención.

        ―Acabo de caer en que en mi análisis no tomé en cuenta que la mayoría de los que van a ser nuestros paisanos vienen de democracias consolidadas.

        ―¿Y?

        Mirándome alucinada, continuó diciendo:

        ―A la larga y aunque no puedan exteriorizarlo, querrán elecciones… como sabes en mi planteamiento inicial, tu papel sería el de un rey sin corona y sobre todo sin necesidad de un nombramiento oficial.

        ―Te sigo― mentí porque realmente no sabía a donde esa mujer quería llegar.

        ―Creo que aprovechando que esta noche todos vamos a estar alrededor de la hoguera, nos anticipemos a ello y demos un golpe de efecto.

        Observando a mi asistente supe que iba a ser testigo de una nueva muestra de su carácter manipulador y por ello tomando asiento, pedí a la rubia que me explicara que era lo que había planeado.

―Lucas vas a informar a la gente que deben votar a su nuevo dirigente y que renuncias a presentarte como candidato, para que ante ese vacío yo salga elegida casi por unanimidad.

―¿Y porque haría eso yo? ¿Qué ganaría con ello?― molesto pregunté.

Viendo mis reticencias, se echó a reír diciendo:

―Mi amado y adorado Lucas, ¿todavía no te has dado cuenta de que, aunque soy una zorra, ante todo te soy fiel?― me dijo para acto seguido continuar diciendo: ―Cuando renuncies a presentar tu candidatura, me levantaré hecha una fiera y me negaré a aceptarlo… y conmigo una docena de mujeres cuidadosamente elegidas.

―Ahora sí que me he perdido― reconocí.

―Al estar grabado en las mentes de todos ellos la completa subordinación a ti, se sentirán perdidos al oír tus deseos y verán en mi oferta, una salida a sus miedos.

―¿De qué oferta hablas?

―Antes de lanzarme como candidata, pediré que nos constituyamos en asamblea para formalizar tu nombramiento como presidente vitalicio de Sabiduría.

―¿Sabiduría? ¿Así piensas llamar a nuestro pequeño estado?

―Es solo un nombre, mi rey y futuro presidente. ¡Podemos ponerle el que usted prefiera!

Aceptando sus planes, pedí que se acercara a mí. Al tenerla a mi lado, la cogí entre mis brazos y poniéndola sobre mis piernas, la regalé con una serie de azotes.

Muerta de risa y en vez de quejarse, me preguntó a que se debía ese regalo. Incrementando la fuerza de mis nalgadas, contesté:

―¿No pensarás que te he creído?

Su callada por respuesta confirmó mis sospechas.

―Me imagino que este plan lleva meses diseñado y que las otras cuatro furcias con las que convivo lo conocen antes que yo.

―Así es mi señor, pero no se enfade― respondió poniendo cara de ángel: ―No se lo habíamos contado para no preocuparlo.

 El descaro de esa mujer me hizo gracia, pero al no querer exteriorizarlo para que no se diese cuenta de lo mucho que me gustaba, cambié de tema y dando un último azote sobre el enrojecido culo de la rubia, comenté:

―Se llamará Refugio en honor a lo que hemos perdido y para que sus habitantes se llamen entre ellos refugiados. Así por muchas generaciones que pasen nunca olvidaran que es su deber reconstruir el mundo que hemos perdido.

―Me gusta, mi señor…― respondió la rubia mientras se levantaba― …así cuando extraños a este lugar escuchen su nombre querrán unirse a nosotros.

Me entraron ganas de poseerla, pero mirando el reloj supe que no tenía tiempo. Asumiéndolo abrí el cajón de mi mesilla y sin dejar de sonreír saqué unas bragas bastante atípicas.

―¿Y esto?― me preguntó al ver que ponía en sus manos un cinturón de castidad.

―Póntelo ahora mismo― respondí.

―¿Va en serio?― insistió al ver que llevaba adosado dos penes de plástico.

Ni siquiera respondí y sin dejar de observarla, esperé a que se incrustara uno en el coño, reservando el pequeño para su culo. Entonces y solo entonces, sacando un mando a distancia los encendí diciendo:

―Vamos a comprobar si eres capaz de dar un discurso mientras te corres.

Muerta de risa, cerró el siniestro artilugio para acto seguido responder:

―Mi señor es muy malo. Va a conseguir que su potrilla tenga ganas de ser montada.

Descojonado, incrementé la vibración de ambos aparatos mientras le decía:

―Eso no tiene nada de raro. Siempre estás cachonda.

Sin dejar de reír, siguió quejándose de camino a la hoguera.

―La primera medida que tendrá que tomar como presidente va a ser apagar el fuego de su primera ministra.

Pasando mi mano por su sexo, contesté mientras incrementaba la vibración de esos chismes:

―¿Fuego? Lo que tienes es una inundación.

La rubia tuvo que detenerse al sentir que sus piernas flaqueaban.

―¿Te pasa algo?― comenté al saber que debido a los dildos que llevaba incrustados de haber seguido andando a buen seguro se hubiera dado de bruces contra el suelo.

―¿Usted qué cree?― bufó mientras unas gotas de sudor hacían su aparición en su escote.

Aumentando la intensidad de esa tortura, pedí a mi asistente que acelerara el paso porque íbamos a llegar tarde.

―Apenas puedo respirar― se quejó incapaz de moverse.

La casualidad quiso que, en ese preciso instante, Johana y Suchín aparecieran por el pasillo y tras conocer el problema de su compañera, la negra me preguntó si se la echaba al hombro.

―Te va a mojar la ropa― respondí señalando la humedad que corría ya por sus muslos.

Sorprendiendo a propios y a extraños, la exsoldado dejó caer los tirantes de su vestido y quedándose en bragas, contestó:

―Mi señor tiene razón. Sería una pena mancharme solo porque una puta no sea capaz de controlarse.

Despelotado observé que mientras Suchín recogía del suelo el vestido, Johana se cargaba a Irene como si fuera un fardo.

―Puta, me estás mojando los pechitos― protestó la comandante.

Reconozco que me hizo gracia que la morena se siguiera refiriendo a sus enormes cántaros con ese diminutivo y buscando que mi asistente se sintiera usada, comenté:

―¡Qué vergüenza! En cuanto lleguemos a la hoguera, ¡habrá que solucionarlo!

―Yo puedo limpiárselos― dijo la japonesa sacando la lengua en plan provocativo.

A carcajada limpia, respondí:

―Zorrita mía, tu boca va a estar ocupada conmigo, que sea la causante la que repare el daño.

Suchín sonrió al escuchar mis palabras y pegándose a mí, me pidió al oído que le diera un anticipo. Conociendo su faceta sumisa, la complací con un duro azote sobre sus nalgas.

―Os amo, mi señor― sollozó satisfecha…

Al llegar a la hoguera, me encontré con que habían dispuesto una completa escenografía para dar relevancia a mi persona. Y es que no solo me habían preparado una especie de trono, sino que lo habían situado por encima del resto de la gente.     Me quedó claro que estaba hecho a propósito y más cuando observé que mis cinco mujeres se sentaban a mis pies dando la imagen de ser parte de un antiguo harén.

        Estaba fijándome en lo extraño que era eso entonces cuando una mujer tipo hindú que no conocía y ejerciendo de portavoz, me saludó diciendo:

        ―Don Lucas, gracias… todos los presentes solo podemos darle las gracias. Usted nos salvó del caos y junto a usted, volveremos a llevar la civilización al mundo.

        Los aplausos acallaron su voz y muy cortado miré a Irene. Nada más echarle una ojeada, supe que esa zorra me había engañado porque, olvidándose de lo hablado, estaba totalmente concentrada lamiendo las enormes ubres de Johana.

        El plan era que esa puta manipuladora hablara en mi nombre, pero al advertir que podía quedarme sentado porque estaba más interesada en saborear a la negra que cumplir lo acordado, tuve que levantarme a agradecer los aplausos.

Nuevamente la hindú alzando la voz comenzó a alabar mi visión y ante el público congregado explicó con todo detalle cuando me había enterado del apocalipsis que se cernía sobre la humanidad.

―Esta tía está loca, ¡se nos van a echar encima!― murmuré mientras miraba acojonado a Johana creyendo que no tardaría en tener que intervenir.

―No lo creo― levantando su mirada, mi asistente replicó antes de lanzarse en picado sobre el chocho de la ex militar.

A través de los altavoces, la exótica y elocuente asiática seguía explicando la cantidad de llamadas que realicé para convencer a la clase dirigente de lo que se avecinaba.

―¿Y sabéis lo único que nuestro benefactor consiguió?…― dejó la pregunta en el aire―… ¡Qué lo tomaran por loco!… ¡Eso consiguió!… ¡Un pasaporte casi seguro a un manicomio!

El dramatismo de su voz consiguió que la gente se mantuviese callada y entonces levantando el puño mientras señalaba a sus oyentes con la otra, les gritó:

―Pero… ¿creéis que eso le paró?… ¡No! Lucas Giordano sabía que tenía el deber de salvar a la humanidad y por eso os seleccionó uno por uno.

La gente estaba impactada y la portavoz lo aprovechó para decir:

―Sí, ¡mirad al frente! Este hombre, Lucas Giordano, os considero dignos de ser la semilla de un nuevo comienzo.

Bajando el tono, la hindú prosiguió:

―En unos minutos cuando ese reloj marque las siete, nuestro líder encenderá esta hoguera y con ello marcará un nuevo comienzo… y todos haremos honor a la fe que Lucas puso en nosotros dedicando nuestras vidas a la reinstauración de la civilización en el mundo― nuevamente, hizo un silencio dramático, para concluir diciendo: ―Hermanas y hermanos, ¿haréis honor al hombre que os libró del caos?

Un rugido unánime dijo que sí y como si fuera algo preparado, toda la plaza comenzó a corear mi nombre.

―Mi señor, es la hora― susurró Akira en mi oído.

Sin saber qué decir miré a Irene y caí en la cuenta de que tenía que apagar los consoladores que había clavado en ella antes del amanecer y cediendo el mando a Adriana, le pedí que lo hiciera ella.

―Si es por mí, que se le achicharre el culo― dije cabreado y sabiendo cual era el papel que esos diez mil afortunados deseaban de mí, me levanté y encendí la hoguera.

El volumen y la rapidez con la que se extendieron las llamas ratificaron que todo era parte de un montaje y por eso cuando de detrás del fuego surgieron dos grupos de actores, comprendí que Irene y Johana lo habían planeado juntas.

―Sois un par de putas― comenté a la enorme morena.

―Mi señor, espere a que terminen para opinar― contestó mientras disfrutaba del modo en que mi asistente se sumergía entre sus piernas.

Un atronador sonido desde el escenario llamó mi atención.

«La tormenta solar», musité entre dientes mientras observaba que al igual que yo, el resto del público parecía estar hipnotizado siguiendo la escena.

En el improvisado escenario, los actores se mostraban tranquilos al comprobar que uno a uno sus aparatos comenzaban a fallar, pero su actitud cambió por el hambre. Al confrontar el hecho que sus despensas quedaban vacías se lanzaron unos contra otros con una violencia suicida.

«Eso es exactamente lo que debe estar pasando en este momento fuera de esta isla», me dije mientras dos surcos de gruesas lágrimas discurrían por mis mejillas.

Uno a uno los personajes fueron cayendo producto de su insensatez hasta que el último antes de pegarse un tiro, gritó al público:

―¡No creímos a Giordano!

El silencio se podía mascar y fue entonces cuando la joven hindú que había ejercido de portavoz salió al escenario y comenzó a cantar:

―Escucha hermano la canción de la alegría.

Levantándose de mi lado, Irene se unió:

―El canto alegre del que espera un nuevo día.

Una pelirroja espectacular salió de entre el público y con una voz demasiado profunda para su belleza continuó:

―Ven canta sueña cantado, vive soñando el nuevo sol.

Desde mi izquierda, un hombre casi totalmente tatuado se unió a ellas:

― En que los hombres, volverán a ser hermanos

        Los cuatro juntos alzando sus brazos pidieron a la gente que se les uniera. La respuesta fue unánime, diez mil gargantas cantaron a la vez esa versión de la novena sinfonía de Beethoven que popularizara a principios de los setenta, Miguel Ríos…

        Cap. 11― La madre de todas las orgias.

Tras el dramatismo con el que había dado comienzo esa extraña fiesta, Irene había proyectado una serie de actuaciones y mientras pedía explicaciones a la militar, mi asistente presentó al primer grupo.

―¿Me puedes explicar que es lo que os proponéis?― susurré en el oído de la giganta.

―La gente debe mantenerse despierta y debemos mantenerles en tensión para que puedan sentir la tormenta cuando llegue ante nosotros.

Por algún motivo no me tragué esa patraña y menos cuando tras un par de actuaciones, la hindú recordó que solo faltaban tres horas para que nos alcanzara el desastre. El nerviosismo de los presentes se incrementó de sobremanera al recordárselo y desde mi privilegiada posición observé que el número de personas pidiendo una copa se incrementó exponencialmente.

Con la mosca detrás de la oreja, comencé a meditar sobre las razones por las que a ese par de putas le interesaba mantener la angustia entre la gente. Sobre el escenario el nuevo conjunto hizo olvidar momentáneamente el caos que había fuera hasta que al terminar la jodida asiática informó que quedaban solo ciento veinte minutos para su llegada.

«¿Estas tías de que van?», me pregunté al descubrir los primeros conatos de pelea.

Al segundo grupo le resultó más difícil relegar a un rincón la angustia y solo casi al final de su actuación, la gente comenzó a tararear cuando empezaron a versionar a los Beatles con sus pegadizas melodías.

«Los están sometiendo a una montaña rusa emocional y no entiendo por qué»,  pensé fijándome en la actitud nerviosa e intranquila de todos.

Al terminar la actuación el grupo dejó su puesto a la hindú, la cual en esta ocasión se hizo acompañar por compañeros de su casa y tras dar las gracias a los cantantes, comentó:

―Todos nosotros sabemos que gracias a Lucas Giordano tenemos un futuro, pero en mi caso le quiero agradecer también el haberme dado una familia que me quiere y a la que quiero― tras lo cual, y mientras el público me ovacionaba, besó a una guapa pecosa que tenía cogida de la cintura.

Hasta ese momento no me había planteado si la gente era consciente de haber sido seleccionada para formar grupos familiares sólidos.

«No me puedo creer que no se habían dado cuenta que en las casas de sus vecinos también se habían formado nexos afectivos», pensé al descubrir las caras de estupefacción de los presentes viendo que, sobre el escenario, la hindú y los otros seis componentes de su familia se besaban unos a otros sin pudor.

No tuve que machacarme mucho los sesos para entender que en muchos de los grupos nadie se había atrevido a dar el paso y permanecían en silencio. Asumiendo que necesitaban un empujón, le pedí un micrófono a Suchín. La japonesa debía estar esperándolo porque “curiosamente” tenía uno a mano.

―Sois unas zorras― comenté mirando a mis cinco mujeres y encendiendo ese instrumento de sonido, me dirigí a la concurrencia: ―Amigos, desde que supe de la existencia de la tormenta, comprendí que no tendríamos tiempo… porque en menos de una o dos generaciones nuestro pueblo debía ser lo suficientemente fuerte para extender la civilización por todo el mundo.

Con los ojos de la multitud clavados en mí, me tomé unos segundos antes de continuar:

―Os he de confesar algo.  Todos los que vivimos en esta isla hemos sido agrupados en las casas tomando en cuenta nuestros caracteres y preferencias para que pudiésemos ser capaces de formar hogares estables. A partir de aquí, seguid vuestro corazón y vuestro libre albedrío. Nadie os presiona, pero debéis saber que sois compatibles.

Para un buen porcentaje de los que me escuchaban era algo impensable y por ello ejerciendo de ejemplo comenté:

―Al llegar a la que hoy es mi casa, solo conocía a Irene Sotelo, mi asistente.

La rubia se acercó a mí y permitiendo que la cogiera de la cintura, me besó. La pasión con la que buscó mis caricias me impresionó hasta a mí porque no en vano en ese momento estábamos en el foco de atención de la multitud.

Sin dejar de abrazarla, proseguí diciendo:

―El sistema informático que nos repartió a todos en las casas también determinó que Adriana Gonçalvez viviera conmigo y os tengo que reconocer que nada más verla me enamoré de ella.

La morenaza poniéndose en pie, me quitó el micrófono para responder:

―Yo te amo, pero también a esta zorra― y sin importarle los miles de testigos se lanzó a besarnos a los dos.

Apoderándose del aparato, Johana se presentó y tras confesar que sentía los mismos sentimientos que la latina, buscó tanto mis caricias como los de sus compañeras. Asumiendo que era su turno, Suchín y Akira se presentaron y antes de unirse nosotros, demostraron que tipo de afecto sentían al comenzarse a meterse mano entre ellas.

 Incitando a la gente a besarse, la hindú se desnudó sobre el escenario y llamando a su hombre, le pidió que la amara. El joven vikingo sonrió al ver que la oriental se ponía a cuatro patas y acercándose a ella, la ensartó de una sola embestida.

―Uníos a nosotros― exigió la joven al resto de los componentes de su hogar.

Frente a diez mil testigos, las cuatro mujeres riendo a carcajada limpia dejaron caer su ropa y se unieron a la fiesta. La desfachatez, alegría y pasión de ese grupo se contagió como un virus y en alguna medida todos los presentes nos vimos afectados.

        ―Fíjate en la gente― me pidió Irene muerta de risa.

Solo me hizo falta echar un vistazo para comprobar que alrededor de la hoguera la epidemia de besos y caricias se iba extendiendo con rapidez y supe que esa fiesta iba a terminar en la mayor orgía de la historia aun antes de sentir que Johana me bajaba la bragueta.

―Deja que te mime― susurró en mi oído mi asistente al ver que iba a rechazar los mimos de la negra.

Me pareció extraño que la rubia me hiciera esa petición, pero dejándolo pasar tomé asiento en el butacón que habían instalado para mí y sonriendo informé a la militar que estaba listo.

―Gracias…―murmuró mientras sacaba a mi miembro de su encierro.

La felicidad de la morena era total y mientras ella se relamía pensando en la verga que se iba a comer, descubrí que tanto Irene como Akira se estaba ajustando un arnés en la cintura.

«Serán cabronas», descojonado, confirmé que mis sospechas no iban desencaminadas y que el supuesto desinterés de esa manipuladora escondía el deseo de venganza por el trato que Johana les había dado cuando le autoricé que las atara.

Ajena a lo que ocurría a su espalda, la negra agarró mi virilidad entre sus manos y sacando la lengua, lo empezó a lamer con un cuidado extremo.

―Mi señor, ¡cómo me gusta su pene! ¡Es precioso!― musitó confiada.

Asumí que Adriana y Suchín estaban en la jugada cuando tumbándose bajo ella, empezaron a estrujar sus enormes ubres mientras la azuzaban a seguir devorando mi verga. Las caricias de sus compañeras incitaron a la comandante y olvidando que en una batalla una soldado no podía descuidar su retaguardia, se la incrustó hasta el fondo de su garganta.

Estaba entusiasmada metiendo y sacándola de su boca, cuando con traicioneros mimos, Irene comenzó a acariciar tanto su coño como su ojete con los dedos.

―Sigue― encantada con el tratamiento, le exigió.

Ni que decir tiene que la rubia le hizo caso y cogiendo un bote de aceite se lo derramó por todo el cuerpo. La giganta nunca había experimentado unas caricias aceitadas y por eso no cayó en que su compañera concentraba la mayoría de estas en el hoyuelo de entre sus nalgas.

―No pares, cariño. Me vuelven loca tus manos― comentó sacando mi pene de su boca.

―No te preocupes no lo haré― comentó mientras hundía un par de dedos en su trasero.

Aguijoneada por las placenteras sensaciones, no pensó en que se estaba metiendo en una ratonera y embutiéndose nuevamente mi miembro, buscó mi placer.

La primera en atacarla fue Akira. Tumbándose bajo ella, le incrustó el gigantesco pene que llevaba adosado hasta el fondo de su coño.

―¡Me encanta!― sollozó la negra al sentir que su sexo era tomado al asalto por la japonesa.

 Mi asistente aprovechó el momento para separar las nalgas de la militar y posando el grueso glande de plástico en su entrada trasera, le susurró al oído:

―Qué ganas tenía de dar por culo a una Navy Seal.

Johana no tuvo tiempo de reaccionar antes de que su ojete fuera violado por la rubia. El dolor fue tan intenso que no supo reaccionar y completamente paralizada soportó que mi asistente y su compañera comenzaran a cabalgarla sin compasión mientras Adriana y Suchín intentaban ordeñar sus ubres.

―¡Por favor!― alcanzó a sollozar sin poderse mover al tener embutidos sendos falos de plástico en sus dos agujeros.

La rubia, lejos de compadecerse de ella, le exigió que se moviera descargando una serie de dolorosos azotes sobre sus ancas. Nunca nadie y menos una mujer la había maltratado y mimado de esa forma, por ello cuando Johana sintió que esas cuatro se aliaban para someterla no pudo mas que implorar mi ayuda.

―Cállate y disfruta― respondí cogiéndola de la cabeza para embutir mi verga hasta el fondo de su garganta.

Todas y cada una de sus defensas cayeron a la vez y sintiéndose totalmente desamparada, la gigantesca comandante comenzó a temblar al saberse una marioneta en nuestras manos.

―¿No has oído a tu dueño?― preguntó la colombiana mientras le regalaba un duro pellizco en un pezón: ―¡Muévete puta!

Demostrando que formaba parte de la conspiración, Suchín mordió el otro al tiempo que se apoderaba del clítoris de la mujer.

Notando que los gemidos que salieron de su garganta no eran de dolor sino de placer, Irene y Akira aceleraron el ritmo con el que machacaban sus dos entradas.

Pidiendo clemencia, la negra avisó que se corría.

―Hazlo― rugió mi asistente mientras incrementaba la velocidad con la que abusaba del trasero de la morena.

Desbordada por tanto estímulo, Johana colapsó ante mis ojos mientras mi verga descargaba su cargamento directamente en su garganta y con una mezcla de placer y de sufrimiento, su cuerpo sufrió los embates de un orgasmo total. La cabrona de Irene al ver el derrumbe de la musculosa mujer comenzó a reír pidiendo otra voluntaria para ser sodomizada. Usando sus últimas fuerzas, Johana se abrazó a ella y la sujetó mientras me rogaba que la vengara.

Muerto de risa, pedí a las otras tres que me ayudaran. Adriana fue la primera en reaccionar y separando con las manos las indefensas y blancas nalgas de mi asistente, me miró. No me hizo falta mas y usando mi verga como ariete, me abrí paso a través de su ojete.

El grito de la rubia retumbó en nuestros oídos…


Relato erótico: “La enfermera de mi madre y a su gemela 7” (POR GOLFO)

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Me acerco a pedir disculpas.
Irene no tardó en darse cuenta de que nos habíamos pasado. Según ella, esa chavala ya tenía bastante con la pillada y que la termináramos de humillar con nuestras risas, era un castigo excesivo.

― ¿No esperarás que vaya a pedirle perdón? ― contesté todavía despelotado.

―Es lo menos que puedes hacer. La pobre ha tenido un momento de debilidad y en este momento debe de estar muerta de miedo por si se lo dices a su agencia.

No me costó reconocer que tenía razón, pero traté de escaquearme pidiéndole que fuera ella, pero entonces llevándome la contraria, me respondió que esa era mi responsabilidad porque al fin y al cabo había sido yo quien la contrató.

A regañadientes acepté y poniéndome algo de ropa, busqué a la mulata por la casa. Reconozco que tenía la esperanza de que avergonzada por su actitud se hubiera ido porque no me apetecía el reconocer que me había extralimitado al invitarla a unirse a nosotros. El destino quiso que no fuera así y siguiendo el sonido de sus llantos, la encontré llorando en la cocina.

― ¿Se puede? ― pregunté no queriendo incrementar su embarazo al entrar sin avisar.

Tal y como había previsto mi amante, su preciosa sustituta estaba acojonada por si reportábamos su conducta ante sus jefes y por ello al verme entrar, se hincó a mis pies rogando que no la delatara.

―No pienso hacerlo― contesté y tras comprobar que su desesperación era tan grande que no había tenido problemas en pedírmelo de rodillas, traté de quitar hierro al asunto diciéndola: ―La culpa es mía, no me acordé de que seguías en la casa.

Mi disculpa, por una razón que me era desconocida, no hizo más que incrementar su llanto y sollozando, me replicó con voz angustiada:

―Usted no es responsable de que nada. Fui yo quien no pudo resistir la tentación de espiarles y también fui yo quien se excitó al ver como amaba a sus sumisas.

Que hubiera adivinado el tipo de relación que me unía con las hermanas, me dejó alucinado y deseando dar por terminada esa conversación, comenté:

―No te preocupes, siento haberte escandalizado.

Estaba a punto de salir cuando, entre gimoteos, escuché que Estrella me decía:

―No me ha escandalizado. He sentido envidia de ellas.

Sus palabras me detuvieron en seco y girándome hacía ella, la miré. La mulata creyó que le estaba pidiendo una explicación y gateando llegó hasta mí para una vez a mi lado, empezó a besarme los pies. Asumiendo que esa postura era la de una esclava demostrando obediencia a su amo, supe que debía decir algo porque era evidente que Estrella estaba pidiendo formar parte de mi harén.

Justo cuando iba a preguntarla que era exactamente lo que quería, llegaron las hermanas que preocupadas por mi tardanza vinieron a ver que ocurría. En un principio sus caras denotaron sorpresa, pero al cabo de un par de segundos noté que se relajaban. La confirmación de que no estaban enfadadas me llegó en forma de pregunta cuando luciendo una sonrisa Ana me soltó:

―Amo, ¿nos puede presentar a su nueva zorrita?

Intuí que tanto ella como su gemela habían dado por sentado que había aceptado a ese bombón de chocolate y sabiendo que era mi deber el darles su lugar, contesté:

―Todavía no sé si voy a quedármela.

Fue entonces cuando Irene me preguntó el motivo:

―No se lo ha ganado.

Interviniendo desde el suelo, Estrella me imploró que la pusiese a prueba porque, desde que su antiguo dueño murió en un accidente de tráfico, estaba sola.

― ¿Hace cuánto fue eso? ― quiso saber Ana conmovida quizás por la desgracia de la morena.

―Cuatro años hace que murió mi primer y único amor― respondió entre lágrimas.

Contagiándose de su congoja, las hermanas me suplicaron que le diese una oportunidad. Juro que no me esperaba que cedieran tan fácil y haciéndome de rogar, contesté a la que había sido mi primer sumisa:

―Ya que me lo pides, será tú quien le haga la prueba.

― ¿Yo? ― respondió Irene.

Ni siquiera tuve que responder porque levantando su mirada, Estrella contestó por mí al decir a mi amante:

―Matriarca, juro desde este momento servirla. Si me acepta, usted será mi dueña cuando nuestro amo no esté.

Sonreí al saber que Irene no podría negarse porque no en vano, la bella mulata acababa de reconocer su autoridad dándole un lugar preminente entre mis sumisas. Tal como preví, asintió en realizar ella el examen y ejerciendo su nuevo papel, se dirigió a mí diciendo:

―Amo, ¿le parece bien acompañarme a su cuarto mientras pruebo si esta puta se merece ser su esclava?

―No tengo problema en ello― respondí con tono serio, pero riendo en mi interior.

La alegría de Estrella mutó en preocupación cuando tirando de ella, Irene le espetó:

―Mi amo no está convencido de aceptarte y yo tampoco. Así que mueve tu negro culo o tendré que azotarte.

Casi temblando, la morena se puso en pie y cogiendo la mano de la que iba a testar su capacidad, la llenó de besos diciendo:

―Este negro culo es suyo y si tiene que castigarlo, ¡hágalo!

La sonrisa que intuí en los labios de mi amada me confirmó que Estrella acababa de ganar un par de puntos con esa demostración y mas cuando sin que se lo tuviera que pedir, se giró hacia ella elegantemente y cerrando los ojos comentó:

―Matriarca, su esclava está lista para ser transportada.

Al saber que no podía verla, Irene sonrió y llamando a su hermana, susurró en su oído unas palabras para acto seguido sacar a la morena de la habitación.

«Se nota que está adiestrada», pensé al contemplar el movimiento sensual que imprimió a sus caderas mientras caminaba a ciegas siguiendo a su maestra.

Mas excitado de lo que debía mostrar, traté de tranquilizarme porque no en vano no era mi momento sino el suyo. ¡Ambas debían pasar la prueba! Mientras Estrella debía demostrar que era digna de ser mi sumisa, Irene por primera vez tenía que ejercer de domina y conociéndola, supe que no le iba a resultar fácil. Por ello al llegar a mi habitación, me tumbé en la cama sin decir nada y como mero observador, esperé a que empezaran.

Irene dio tiempo a que su hermana regresara y mientras mantuvo inmóvil a su novicia incrementando con ello tanto la turbación de la morena, así como mi curiosidad. Ana tardó un par de minutos en llegar y cuando lo hizo, arrodillándose ante su gemela, le dio una fusta diciendo:

―Matriarca, aquí tiene lo que me ha pedido.

Confieso que me sorprendió que ella también reconociera esa jerarquía a su gemela, pero no comenté nada al respecto y acomodando mi cabeza sobre la almohada, aguardé a ver qué ocurría.

Irene, asumiendo que no me podía fallar, se acercó a la mulata y en silencio, la besó en la boca. Como si fuera algo pactado de antemano, el suave beso que se dieron se convirtió en un morreo apasionado. La pasión con el que se lo dieron me excitó aún antes de ver como Ana deslizaba los tirantes que sostenían el vestido de Estrella.

«¡Dios que tetas!», pensé al verlas por primera vez al natural.

Todavía no me había recuperado de la impresión cuando separándose, Irene comenzó a recorrer con la fusta el cuerpo de la morena. Ésta no pudo evitar un sollozo cuando la matriarca se entretuvo jugando con la vara en su entrepierna y haciendo un breve gesto le exigió que se quitara el tanga.

Reconozco que babeé al contemplar la sensualidad con esa desconocida obedeció la orden despojándose de esa prenda. La lentitud con la que usando sus manos fue bajando las escuetas braguitas mientras a su lado las dos hermanas miraban interesadas azuzó mi lujuria como pocas veces.

― ¿Qué opinas de estas ubres? ― preguntó Irene a su hermana mientras daba un suave pellizco a una de las areolas.

Ana comprendió que le estaba dando entrada y acercándose a la mulata, comenzó a lamerle el cuello en dirección a sus pechos. La sensualidad del momento se multiplicó cuando con la boca de apoderó del ya excitado pezón de la muchacha.

―Ahí― gimió al sentir que la gemela mamaba de ella como un bebé.

Durante unos segundos, Ana disfrutó de esos negros senos hasta que, poniendo cara de disgusto, comentó:

―Esta perra no para de gemir sin permiso.

Siguiendo las enseñanzas que había disfrutado conmigo y sin avisar, Irene soltó un fuerte manotazo sobre el trasero de la morena, diciendo:

―Ya has oído: Nadie te ha dado permiso de hablar.

Aunque debió dolerle ese inesperado golpe, Estrella no se quejó y girándose ante la que sentía su maestra, puso a su disposición su otra nalga como muestra que aceptaba ese correctivo. Si con ello esperaba la clemencia de Irene se equivocó porque la rubia al verla con el culo en pompa y usando la fusta, descargó un par de violentos latigazos en él.

Juro que fueron tan fuertes que me dolieron a mí, pero contra toda lógica, la mulata aguantó sin chillar ese brutal escarmiento. Ambas gemelas sonrieron al comprobar su entereza y dándola tiempo a recuperarse, comenzaron a falsamente criticar entre ellas su maravilloso pandero.

―Matriarca, ¿no te parece que está lleno de celulitis? – comentó Ana mientras separaba los cachetes de la indefensa morena.

―Nada que no se pueda arreglar con más ejercicio― respondió su hermana al tiempo que con la miraba confirmaba que el esfínter de la muchacha parecía sin usar.

Extrañada por lo cerrado que lo tenía y mientras introducía la cabeza de la fusta en él, preguntó a su víctima si era virgen por detrás.

―No, matriarca. Mi difunto amo disfrutaba sodomizando a su puta, pero hace tiempo que nadie hace uso de él― contestó moviendo involuntariamente sus caderas al sentir que ese objeto había traspasado su entrada trasera.

Por su cara de satisfacción, comprendí que el sexo anal no solo no era uno de sus tabúes, sino que a buen seguro le encantaba. Irene debió de pensar lo mismo porque haciendo uso de su poder, la estuvo sodomizando unos segundos mientras con la mano libre sopesaba sus hinchados pechos para acto seguido decir:

―Si al final mi amo te acepta, sabrá dar buen uso a tu pandero. Perra, ¿te gustaría que mi dueño te rompa el culo?

―Sí, matriarca. ¡Me gustaría! ― chilló alborozada con la idea.

Para entonces era evidente la calentura de Estrella, pero Irene buscó reforzársela pidiendo a su gemela que examinara su coño. Ni que decir tiene que Ana obedeció y tras echar un rápido vistazo al sexo de la muchacha, respondió:

―La puta lo tiene completamente depilado y sus labios parecen hechos para ser mordisqueados.

― ¿Y de sabor? ― replicó y haciéndose la dura, insistió: ―Ya sabes que nuestro dueño tiene un paladar exquisito.

Metiendo su cara entre los muslos, Ana sacó la lengua y se apoderó del sexo de la chavala mientras Irene la obligaba a mantenerse erguida.

―No está mal, quizás un poco fuerte― contestó y relamiéndose mientras retiraba con sus dedos los hinchados labios de la mulata, comentó: ― Prueba tú mejor.

Irene, en su papel de domina, no podía rebajarse al suelo y por eso exigió a Estrella a ponerse a cuatro patas sobre la cama, para poder catar su sabor sin arrodillarse. La nueva postura y su proximidad a mí me permitieron disfrutar del olor a hembra ansiosa que desprendía la muchacha y bastante alterado, observé su cara de placer cuando sintió que su matriarca usando la lengua, se concentraba en el negro botón que escondía entre sus pliegues.

―Has mentido― levantando la voz, Irene recriminó a su gemela― esta puta tiene un coño bastante rico, ¡prueba otra vez y dime si no tengo razón!

Ana no se lo pensó dos veces y uniendo su boca a la de su hermana, comenzó a torturar el excitado clítoris de la morena a base de pequeños mordiscos.

―Me sigue resultando un poco penetrante― refutó esta después de saborear durante largos segundos el sexo de la mujer.

Levantando la voz, Irene se quejó del pésimo gusto de su gemela y soltando un mandoble sobre el negro trasero de Estrella, la exigió que se tumbara sobre el colchón boca arriba con las nalgas levantadas y los muslos separados. La mulata comprendió la intención de su matriarca y girándose, expuso su sexo a mi escrutinio.

―Amo, necesitamos su opinión― Irene, guiñándome un ojo, comentó.

Comprendí que el placer estaba a punto de asolar las últimas defensas de la morena al ver su expresión de deseo y deseando socavarlas aún más, me entretuve acariciando sus piernas mientras Estrella se debatía sobre las sábanas intentando reprimir el placer que amenazaba sacudir su cuerpo.

Viendo lo cerca que estaba del orgasmo, localicé su clítoris y cogiéndolo entre mis dedos, comencé a masturbarla mientras la atormentaba diciendo:

―Una zorrita se debe saber contener.

Con los ojos plagados de lágrimas, la bella morena comprendió que no iba a poder resistir sin correrse y casi llorando, me imploró que la dejara hacerlo.

― ¡Ni se te ocurra! ― exclamó su matriarca.

Estrella se mordió los labios para combatir los primeros embates de un gozo brutal que iba naciendo en su interior mientras incrementando su tormento me dedicaba a jugar con ella metiendo y sacando mis dedos cada vez más rápido de su vulva.

― ¡Por favor! ¡No quiero fallarle! ― chilló angustiada al sentir que no aguantaba más.

Asumiendo que era así, retiré mi mano y llevándola hasta la boca, me dediqué a saborear su flujo como si estuviera catando un vino, tras lo cual, dirigiéndome a las hermanas, comenté:

―Ambas tenéis razón. Aunque tiene un fuerte dulzor, está buenísimo.

El alud de sensaciones que mis palabras provocaron en la excitada mulata hizo que ésta a duras penas se pudiese contener y temiendo que la próxima oleada fuese demasiado para ella, esperó temblando que Irene continuase con la prueba.

Supe que la rubia no sabía como seguir y por ello le di una pista:

― ¿Crees que esta putilla sabrá comerse un coño?

Sin preguntar, Ana se encaramó en la cama y poniendo su sexo en la boca de la morena, la urgió a que demostrase su pericia diciendo:

―Nuestro amo quiere que ver si sabes chupar un coño.

―Nunca lo he hecho― respondió la mulata, pero al ver mi enfado asumió que era obligatorio y sin mediar queja alguna, sacó su lengua y comenzó a devorárselo como si la vida le fuera en ello. El morbo de ver a Estrella lamiendo el coño de Ana y saber que para esa morena era su primera vez, me determinó a no intervenir y mientras la morenaza degustaba del sabor agridulce de la rubia, pedí a su gemela que se pusiera un arnés.

Irene me miró extrañada, pero se lo puso. Al comprobar que se ajustaba los enganches, la ordené:

―Fóllate a esta puta.

Sin mediar palabra, se acercó a ella y aprovechando que la mulata tenía las piernas abiertas de par en par, colocó la cabeza del glande de plástico en su entrada y de un certero empujón, la empaló hundiendo por completo esa enormidad en su interior.

― ¡Dios! ― aulló al sentirse llena por primera vez en años y como si hubiese recibido una inyección de adrenalina, cogiendo como válvula de escape el chocho que tenía en su boca, se dedicó a lamer como loca mientras Ana no dejaba de gritar pletórica por el gozo que estaba recibiendo.

Los chillidos de su gemela azuzaron a Irene a moverse y usando a la mulata como montura, buscó calmar la calentura que empezaba a sentir cabalgando sobre ella. La velocidad que imprimió a sus embestidas fue la gota que derramó la lujuria de Estrella, la cual colapsando sobre las sábanas se corrió brutalmente mientras me pedía perdón por no haber aguantado.

Supe que debía hacer algo para demostrar que estaba al mando y que no me podía defraudar, pero asumiendo que no era su culpa, decidí que su castigo fuese al menos placentero. Por ello cambiándolas de posición, tumbé a Irene en el colchón y a continuación, obligué a la mulata a empalarse sobre ella de forma que su maravilloso y negro trasero quedaba a mi disposición.

Ana comprendió mis deseos y embadurnando con su propio flujo sus dedos, comenzó a relajar el ojete de la morena mientras yo me desnudaba. Estrella al sentir ese doble ataque sobre su coño y su culo, volvió a llegar al orgasmo.

―Amo, lo siento cuando empiezo no puedo parar― se intentó disculpar la muchacha.

Obviando su nuevo delito, me puse a su espalda y mientras disfrutaba brevemente de la visión de su trasero, fue hundiendo mi pene en su interior. La falta de costumbre la hizo gritar, pero no intentó rechazar mi embestida cuando centímetro a centímetro fui enterrando mi verga a través de su ojete

La firmeza de sus negras nalgas quedó más que confirmada cuando habiendo sumergido mi verga en su pandero y mientras se acostumbraba, me dediqué a acariciar sus cachetes. Se notaba que esa zorra hacía ejercicio porque los tenía duros y sin gota de celulitis. Sabiendo que con ese trasero conseguiría mucho placer, aguardé a verla lista.

Pero entonces escuché que Irene me preguntaba:

―Amo, ¿le damos caña?

Sus palabras escondían una orden bajo el disfraz de una pregunta y saber que mi amante deseaba compartir esa morena conmigo, espoleó mi deseo. Acelerando mis embestidas, me agarre a los enormes pitones de Estrella mientras Irene la seguía empalando.

― ¡Qué gozada! ― chilló nuestra nueva amante al sentir el paso de mi tranca a través de su ojete.

Su chillido incrementó mas si cabe el ritmo y mientras mis huevos rebotaban contra ella, Ana decidió tomar parte activa y levando su boca hasta uno de sus pechos, le mordió con dureza un pezón.

Ese triple ataque combinado, la terminó de desarbolar y cayendo en un extraño trance, comenzó a aullar con los ojos en blanco que se moría mientras desde el interior de su coño brotaba un ardiente geiser.

«Menuda forma de correrse», pensé al sentir que su flujo me empapaba los muslos.

Al mirar a Irene vi que también ella estaba totalmente mojada pero lo que realmente me impresionó fue impresionado fue observar como Ana se ponía a reír mientras con la boca abierta intentaba contener el chorro que manaba de la mulata.

― ¡Cómo vamos a disfrutar con esta zorrita! ― exclamó tirándola del pelo mientras la besaba.

Formando un mecanismo casi perfecto, mi pene siguió machacando su culo mientras Irene hacían lo propio con el coño de la morena usando el que llevaba adherido hasta que incapaz de soportar más placer, Estrella se dejó caer sobre el colchón.

Ni siquiera lo pensé y echándola a un lado, cambié de objetivo y cogiendo a la gemela la penetré salvajemente.

―Dame duro― chilló Ana al sentir que la ensartaba.

Dominado por la lujuria, agarré su rubia melena y comencé a azotar su trasero, exigiendo que se moviera.

―Amo, soy suya― aulló al sentir mis rudas caricias y sabiéndose de mi propiedad, buscó mi placer meneando sus caderas.

Estaba tan concentrado en tomarla que tardé en advertir que, exigiendo su dosis de placer, Irene había puesto su coño en la boca de la mulata y esta apenas recuperada de la sobredosis recibida, se ponía a obedecer con decisión a su matriarca.

― ¡Más rápido! ― gimió al sentir que le devolvía parte del gozo que había sentido.

Viendo que estaba ocupada, me dediqué a su hermana y sin dudar, aceleré mis movimientos. Era tanto el ritmo que imprimí a mis cuchilladas que Ana no tardó en correrse dando gemidos. Sin saber el porqué, sentí que me estaba vedado descargar la tensión y con mis huevos a punto de explotar, exigí a la rubia que siguiera moviéndose.

―Amo, ¡no puedo más! ― se lamentó dejándose caer.

Estrella al ver de reojo mi erección alargó su mano y poniéndosela en la entrada de su coño, me soltó:

―Amo, ¡úseme a mí!

No hice ascos a su oferta y de un solo empujón, la empalé por segunda vez mientras Irene exigía que volviese a comerle el coño. Nuestra postura provocaba que con cada embestida la cara de Estrella y su lengua con ella, se hundiera entre las piernas de su matriarca. Por ello cada vez que la penetraba en cierta forma también me follaba a mi primer amante y sus gritos al sentir la boca de la mulata, forzaban un nuevo ataque por mi parte.

Irene no tardo en correrse y retorciéndose en el suelo mientras se pellizcaba sus pezones, me rogó que descargara mi simiente en el interior de nuestra nueva adquisición.

― ¿Tomas la píldora? ― pregunté indeciso.

―No, pero si me acepta como su esclava, me gustaría que me dejara preñada.

―Te acepto― contesté convencido ya totalmente de su entrega y cual garañón desbocado busqué liberar mis testículos en la fértil vagina de esa preciosa morena.

Al escuchar mi decisión y saberse mía, el sexo de la mulata tomó vida y funcionando como una aspiradora succionó mi miembro con una fuerza tal que no tardé en correrme. Estrella al sentir que mi semen rellenaba su interior, se sintió realizada y dejándose llevar, volvió a sucumbir al placer. Esta vez, el orgasmo de la mulata fue algo íntimo y no por ser el último fue menos brutal, la diferencia consistió en que llorando de felicidad me rogó mientras su sexo se licuaba que la dejara servirnos de por vida.

―Lo harás, perrita nuestra― contestó su matriarca rubia y cerrando el trato, mordió sus labios.

Al sentir ese posesivo beso, Estrella sollozó de dicha mientras sentía que su dueño terminaba de vaciarse en su interior y demostrando una vez mas su total entrega, me preguntó si era firme mi decisión de hacer de ella mi esclava.

Adelantándose, Irene ordenó a su hermana que le acercara la bolsa que había traído y sacando un collar igual al que ellas llevaban, lo puso en mis manos diciendo:

―Amo, creo que va a necesitar esto.

Soltando una carcajada, cerré la negra gargantilla alrededor del cuello de la feliz mulata…

Relato erótico: “La enfermera de mi madre y a su gemela 8” (POR GOLFO)

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Los miedos de la mulata
Esa noche caí rendido y no me desperté hasta que, sobre las diez, alguien entrando en la habitación me llamó la atención. Agotado después de una noche llena de pasión y sexo, a duras penas, abrí los ojos y al hacerlo lo primero que vi fue a Estrella velando mi sueño. Arrodillada junto a mi cama y con el collar que la puse parecía una diosa.

― ¿Qué haces? – pregunté al observar la expresión tan extraña con la que esa monada me miraba.

Con alegría, contestó:

―Admirando a mi nuevo dueño.

Su respuesta me intrigó y deseando conocer un poco mas a la mulata, le pregunté que tal era el antiguo.

― Era buen hombre y exigente pero no tiene nada que ver con usted.

― ¿No entiendo a qué te refieres?

―Don Manu era mayor y no tenía su vitalidad, a duras penas me usaba mas de tres o cuatro veces por semana.

Me sorprendió que, siendo una mujer tan bella, su amo la usara tan poco y por ello quise saber qué edad tenía. Bajando su mirada, contestó:

―Murió con setenta y dos años.

― ¡Era un viejo! ― exclamé al oírlo porque siendo ella tan joven, ese hombre le debía llevar al menos cincuenta años.

Defendiendo a su antiguo mentor, Estrella respondió:

―Lo sé, pero estaba completamente enamorada de él y cuando me dejó, sentí que mi vida no tenía sentido.

Advirtiendo su tristeza, dejé que se desahogara mientras me contaba que el tal Manu la había acogido en su casa cuando era una quinceañera conflictiva y no solo le había dado un hogar, sino que había sido él quien había conseguido que estudiara.

―Si llegaba con una nota menor a notable, sabía que mi amo me daría una paliza y por ello conseguí acabar enfermería.

En su tono no había rencor sino amor. Se notaba que había adorado a ese sujeto y que todavía le echaba de menos.

―Le sonará ridículo, pero en su recuerdo decidí cuidar a personas mayores porque de cierta forma así podía devolver el cariño que él me dio.

―De ridículo nada, es lógico. Es más, compartes vocación con tu matriarca― respondí mientras pensaba que a una mujer tan buena no le iba a resultar difícil integrarse en la peculiar familia que había creado con las gemelas.

Una sonrisa iluminó su cara al oírme, al saber que la entendía y queriendo cambiar de tema, me miró diciendo:

―También deseo cuidar de usted.

Me enterneció el fervor con el que me lo dijo y llamándola a mi lado, la abracé. La morena buscó mis besos con la pasión de la noche anterior y sintiendo la presión de mi pene entre sus piernas, intentó empalarse con él.

―Tranquila― murmuré― esta mañana soy yo quien va a cuidarte.

Mis palabras la confundieron e intentando protestar, me dijo que no se lo merecía porque solo era una esclava. Comprendí que, aunque tenía idolatrado a su antiguo dueño, ese hombre nunca le había mostrado el mínimo afecto y por ello, mordiendo suavemente su oreja, susurré en su oído:

―No discutas mis ordenes o tendré que castigarte.

La amenaza surtió efecto y sin saber cómo comportarse, respondió:

―Soy suya.

Su quietud me permitió observarla. Además de joven, Estrella era una mujer bellísima. Su piel morena contrastaba contra el blanco de las sábanas, dotándola de una sensualidad sin paragón.

―Eres preciosa― comenté admirando la perfección de sus facciones y la rotundidad de sus curvas.

―Por favor, no me mienta. Sé que solo lo hace para agradarme ― respondió con lágrimas en los ojos.

Me indignó saber que lo decía en serio y levantándola de la cama, la llevé casi a rastras hasta el espejo.

―No te miento. ¡Mírate y dime que ves!

―Una vulgar negra― sollozando contestó.

Que viera en su color de piel una especie de estigma, me pareció inconcebible porque era algo que me encantaba de ella. Por ello, poniéndome a su lado comenté:

―Déjate de tonterías y compárate conmigo. Mientras yo soy leche, tú eres azúcar morena. Dulce y sabrosa.

Estrella sonrió amargamente al escuchar mi piropo, todavía creyendo que se lo decía para complacerla.

―Por favor― insistí― fíjate bien. Tienes unas facciones preciosas. Ojos grandes, nariz recta y unos labios carnosos que apetecen devorar.

―Amo, no me importune más. Todo en mí es vulgar.

Asumiendo que esa reticencia a aceptar lo obvio era algo grabado en su cerebro por años de maltratos continuados, decidí cambiar de estrategia.

― ¿Te parece guapa tu matriarca?

―Sí amo, doña Irene es una mujer bellísima.

― ¿Y Ana?

―Igual.

Viendo que al menos en lo que se refería a las gemelas era objetiva, pregunté:

― ¿Entonces tengo buen gusto a la hora de elegir mis sumisas?

―Por supuesto, amo. Cualquier hombre soñaría con poseer a cualquiera de ellas.

― ¡Exacto! Todas mis mujeres son increíbles y tú entre ellas. Nunca te hubiese aceptado si no llegas a ser maravillosa.

Al escuchar que realmente la consideraba bella, se quedó pensando y viendo que había abierto una brecha en su coraza, continué:

―Es más, la primera vez que te vi en lo único que podía pensar era en lo buena que estabas y que en me gustaría verte algún día con mi collar.

―Amo, exagera― contestó insegura.

―No lo hago― repliqué con voz firme para acto seguido, poniéndome a su espalda, la giré hacia el espejo y acariciando sus impresionantes pechos, murmuré: ―Tienes unos senos que piden a gritos ser besados.

La mulata gimió descompuesta al sentir mis dedos recorriendo sus negras areolas:

―Amo, son suyos.

―Me enloquecen tus pezones. Si fuera un niño, me pasaría todo el día mamando de ellos.

Casi se desmaya de placer al sentir que la regalaba sendos pellizcos en ellos y aún más al notar la presión que mi pene ejercía sobre su trasero. Asumiendo que la percepción que tenía sobre ella misma estaba cambiando, dejando caer una mano, comencé a alabar la firmeza de su estómago.

―Tienes un cuerpo de diez y tu piel es suave pero lo que más me gusta es… ― no terminé.

Durante unos segundos, la mulata esperó a que se lo dijera, pero viendo que no seguía, me preguntó:

―Amo, ¿qué es lo que más le gusta de mí?

No contesté verbalmente. Llevando mi mano hasta su entrepierna empecé a masturbarla mientras mantenía mis ojos fijos en los de ella a través del espejo.

Como había previsto, Estrella se derritió como un azucarillo al notar mi caricia sobre su sexo. Totalmente excitada, separó sus rodillas mientras me decía:

― ¿Es mi coño?

Sonreí sin responderla y sin dejar de jugar en su vulva, nuevamente pellizqué su pecho. Ese doble ataque demolió sus defensas y si no llego a tenerla abrazada, a buen seguro hubiese caído al suelo al verse poseída por el placer.

―Amo, lo siento― se disculpó pensando que me molestaba que se hubiese corrido.

Sosteniéndola con mis brazos, seguí torturando su clítoris con mayor determinación mientras le decía al oído:

―No tienes nada que perdonar, ¿no te das cuenta de que me gusta verte disfrutando?

Mi permiso provocó que su sexo se desbordara y olvidando el ardiente flujo que caía por sus muslos, con la voz entrecortada me soltó:

―No lo entiendo. Soy yo quien le debe dar placer.

―Y lo harás princesa, pero ahora es tu turno. Un buen amo se preocupa ante todo por el bienestar de sus sumisas.

Para ella, que su dueño pensara primero en ella era algo nuevo, pero no queriendo llevarme la contraria, disfrutó del orgasmo restregando sus nalgas contra mi erección.

―Amo, no me ha contestado― se atrevió a decir al ver que no me separaba: ― ¿Es mi trasero lo que más le gusta?

Soltando una carcajada, respondí:

―Tienes un culo extraordinario.

En su calentura, Estrella intuyó que me apetecía usarlo y apoyando sus manos en el espejo, me miró:

―Su sierva necesita sentir el pene de su dueño y un buen amo siempre busca satisfacer a sus sumisas.

Que usara mis propios argumentos para que la tomara, me hizo gracia y dando un sonoro azote sobre una de sus nalgas, la atraje hacia mí.

―Mi cachorrita aprende rápido― murmuré mientras le mordía el lóbulo de su oreja.

Riendo a carcajada limpia, Estrella se apartó de mí y a cuatro patas, me ladró haciéndome saber que quería que la tomara en plan perrito. No tuvo que insistir y acudiendo a su llamado, mojé mis dedos en su coño. La mujer al notar a mi mano jugueteando con su botón, volvió a ladrar con insistencia. Conociendo su temperamento ardiente, no me hice de rogar y me agaché a probar el sabor de su coño. Mi lengua recorrió todos sus pliegues antes de llegar a tocar su clítoris. La lentitud, con la que me fui acercando y alejando de mi meta, hizo que, al apoderarme de su erecto botón, su sexo ya estuviera en ebullición.

Para entonces, mi pene pedía acción y al comprobar que Estrella no dejaba de gemir y de jadear cada vez que mis yemas pasaban cerca de su entrada trasera, decidí cambiar de objetivo. Aun sabiendo que la noche anterior había desflorado su trasero, decidí tomarlo con cuidado. Por eso me levanté al baño por un bote de crema. Al volver mi mulata seguía en la misma postura.

No me costó saber que estaba nerviosa y por ello, abrazándola por detrás, acaricié sus pechos para tranquilizarla. Creyendo que había llegado el momento, su reacción fue pegarse a mí, poniendo mi pene en contacto con su cerrado ojete.

―Tranquila, perrita― susurré al darme cuenta de su urgencia.

Obediente, se quedó quieta esperando acontecimientos. Echando un buen chorro de crema sobre su trasero, comencé a darle un masaje.

Fue entonces, cuando realmente tomé constancia de hasta donde llegaba su calentura y es que, por sus gritos, cualquiera diría que mis manos la quemaban. El sudor que surcaba su espalda y flujo que manaba de su sexo eran señales claras de su excitación. Totalmente anegada, casi llorando me rogó que la tomara cuando con mis dedos separé sus cachetes.

Su súplica me excitó y perdiendo el control, forcé su entrada con mi lengua. Incapaz de soportar su calentura, la mulata comenzó a masturbarse. Cogiendo un poco de crema entre mis dedos, tanteé su entrega untando los alrededores de su esfínter antes de introducir un primer dedo en su interior.

No pudo evitar un jadeo al sentir que mi yema forzaba su entrada, pero no se quejó y paulatinamente la presión fue cediendo y su excitación incrementando hasta que chillando me pidió que la penetrara.

―Dime que te encuentras preciosa― comenté mientras le introducía un segundo dedo.

La reacción de la sumisa no se hizo esperar y levantando el trasero, me contestó desesperada:

―Soy preciosa.

Deseando que tuviera claro lo guapa que la encontraba, seguí metiendo y sacando mis dedos del interior de su trasero, insistí:

―Repite, mi amo encuentra irresistible a su negrita.

Mi afirmación consiguió su objetivo porque mientras la repetía, se volvió a correr, lo cual aproveché para acomodar mi pene entre sus nalgas. Al sentir mi glande jugando con su culo, buscó que la tomara moviendo sus caderas.

―Mi bella está cachonda― dejé caer al observar cómo su cuerpo reaccionaba a mis caricias.

Completamente en celo, nuevamente presionó mi erección con su culo mientras me decía:

―Su bella está cachonda.

Me divirtió que presa de la excitación, repitiera mis palabras sin habérselo pedido. Apiadándome de ella, posé mi sexo en su esfínter y casi sin buscarlo, introduje unos centímetros mi verga en su interior. La vi morderse los labios intentando no gritar y por ello, aguardé a que se acostumbrara a tenerme dentro de ella.

Cuando consideré que estaba lista, empecé a moverme lentamente, aunque siguiera quejándose. Sus protestas desaparecieron cuando dándole un azote le exigí que se masturbara. Mi ruda caricia la excitó y con pasión me rogó que continuara. Creyendo que se refería al sexo anal, aceleré mis estocadas.

―Amo, esta perrita necesita sus azotes― gritando me aclaró.

Aceptando sus deseos, marqué el ritmo de sus caderas con golpes sobre su trasero hasta alcanzar una velocidad brutal. La violencia con la que la sodomizaba la llevó en volandas hacia el orgasmo y demostrando su entrega, no paró de aullar su gozo cada vez que sentía mi extensión clavándose en su interior.

― ¡Me encanta! ― chilló al sentir que su cuerpo era zarandeado por el placer.

Al escuchar su pasión y sentir como se corría bajo mis piernas, no me pude retener más y regando con mi simiente sus intestinos me desplomé sobre ella.

Estrella me acogió entre sus brazos y sin pararme de besar me agradeció el placer que le había regalado. Su alegría me gustó, pero lo que realmente me hizo saber que había triunfado fue cuando cogiéndola del collar que llevaba en el cuello, la pregunté cómo se sentía.

―Esta hermosa negrita está feliz al saber que su dueño la desea― respondió.


Relato erótico: “La enfermera de mi madre y a su gemela 10” (POR GOLFO)

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Irene se levanta vomitando
El día que íbamos a recibir la visita de su padre, Irene se levantó indispuesta. Al principio no di importancia a sus quejas, pero cuando vomitó el desayuno, me empecé a preocupar por si su profecía se hubiese cumplido y mi favorita estuviera embarazada.

Con la mosca detrás de la oreja, dejé caer que si por casualidad no tenía un retraso.

―Me debía haber bajado hace quince días― contestó en voz baja.

Supe por su tono que estaba jodido.

― ¿Te has hecho la prueba? ― pregunté tratando de mantener la calma.

―Todavía no… quería hablar contigo antes― contestó sin levantar la mirada.

Su actitud temerosa me alertó de que Irene no las tenía todas consigo y que quizás eso tenía mucho que ver con mi falta de entusiasmo sobre el tema.

― ¿Qué te preocupa?

Casi llorando, respondió:

―No sé si es lo que deseas.

La tristeza de su voz al contestar me hizo comprender que esa preciosidad temía que la hiciera abortar y aunque realmente no estaba seguro de ser padre, la idea de acabar con su bebé era algo que no entraba en mi cabeza.

«Debo de decir o hacer algo que termine con sus dudas», pensé.

―Estrella, Ana, ¡venid aquí! ― grité.

Mis otras dos sumisas llegaron de inmediato y viendo que era algo serio, se sentaron en el sofá junto a su matriarca. Mirándolas, comprendí que la belleza de las tres juntas era mas impresionante que la suma de cada una en lo individual. Mis tres mujeres se complementaban y no me imaginaba mi vida sin alguna de ellas.

Meditando sobre ello, comenté:

―He tomado una decisión y quiero hacérosla saber.

―Lo que usted disponga de mí me parece bien― contestó muy nerviosa la mulata, asumiendo que lo que quería comunicarles era relacionado con ella.

Con una sonrisa, la tranquilicé. Fue entonces cuando los miedos que Ana había reprimido respecto a la visita de su padre salieron a flote y llorando me imploró que no la mandara de vuelta con él al pueblo.

―Joder, ¡qué tampoco es eso! ― exclamé molesto por la inseguridad que demostraban mis tres sumisas y cuando digo tres, incluyo a Irene que, aunque no decía nada se la notaba aterrada. Asumiendo que debía empezar para no prolongar su angustia, les dije: ―Desde el principio os he dicho que considero que, junto a mí, formamos una familia y ya que el poliamor no es legal en España, tenemos dos soluciones o llamar a un abogado para que elabore un documento que garantice los derechos de los cuatro o irnos a Brasil que es el único país que reconoce la posibilidad de registrar como pareja de hecho la unión de más de dos personas.

― ¿Nos estás pidiendo que nos casemos contigo? ― comentó Irene casi al borde del infarto.

―No, os estoy pidiendo que os caséis conmigo y entre vosotras. No quiero que un hijo nuestro nazca antes de haber formalizado nuestra unión. Como padre biológico serán incuestionable mis derechos, pero no así los vuestros― y dirigiéndome directamente a ella, le pregunté: ―Si Estrella se quedara embarazada, ¿no decías que el niño sería también tuyo?

―Por supuesto, sería tan mío como tuyo.

―Pues lo mismo para ellas, el hijo que creo que esperas quiero que sea de los cuatro.

― ¡Estas embarazada! ― exclamaron al unísono y con evidente entusiasmo tanto la mulata como su hermana.

―Todavía no es seguro― musitó abochornada.

Llenas de alegría, Estrella y Ana se abalanzaron sobre su matriarca y la llenaron de besos. Dejé que explayaran durante un minuto y cuando consideré que era suficiente, me acerque a ellas y cogiendo a las tres de la cintura, les dije:

―No me importa si es ahora o el mes que viene, quiero que sepáis lo feliz que me haría tener un hijo con vosotras.

La primera en reaccionar fue Irene que completamente entregada a mí, buscó mis besos. La pasión con la que respondí contagió a las otras dos y antes que pudiera Irene pudiera hacer algo por evitarlo, ya la estábamos haciendo el amor. Sin hablar entre nosotros, coordinamos nuestro ataque y mientras mi lengua jugueteaba en el interior de su boca, la mulata deslizaba los tirantes de su vestido y Ana lo dejaba caer al suelo.

Desnuda, indefensa, pero feliz recibió nuestras caricias, pero al sentir que sus pechos eran tomados al asalto por las bocas de sus discípulas, muerta de risa, comentó si no era mejor que siguiéramos en la cama. Asumiendo que ella era la homenajeada, accedí.

Tomándola en mis brazos, la llevé a nuestro cuarto y tras posarla suavemente sobre las sábanas, me tumbé junto a ella mientras Ana y Estrella permanecían sin saber que hacer todavía de pie.

―Venid a mí, esposas mías― ejerciendo de amorosa matriarca las llamó.

La mulata al escuchar el modo en que se había referido a ellas se emocionó y saltando sobre el colchón, la cubrió con sus besos mientras le juraba nuevamente su fidelidad. Su hermana la imitó y viendo que Estrella se había tumbado sobre ella, Ana buscó sitio entre sus piernas.

―Sois malas conmigo― rugió Irene al sentir cuatro manos y dos bocas recorriendo su piel.

Esperé a su lado mientras se acomodaban y al ver que sus discípulas no necesitaban mi ayuda, me desnudé con los gemidos de Irene como música de fondo. Ya sin ropa, me quedé admirando la escena:

«No puede haber nada más bello», me dije viendo que en ese momento la morena mamaba de sus pechos mientras Ana hacía lo mismo con su sexo.

«No solo es lujuria, es mucho más», sentencié convencido que esas caricias eran fruto del amor y acercándome a ellas, me sumergí entre sus brazos.

Mi llegada desencadenó una vorágine entre mis mujeres y haciéndome un hueco, buscamos el placer del que teníamos a nuestro lado sin pensar a quien pertenecía el pecho, el coño o la verga viendo como algo natural disfrutar todos de todos. Así en un momento dado, tuve el pezón de Ana entre mis dientes, Estrella se empalaba con mi miembro mientras usando mis dedos masturbaba a su matriarca.

Fusionando nuestros cuerpos nos convertimos en un solo ser que iba desplazando su atención de uno a otro sin importar quien recibía o daba en ese instante. Aún así me extrañó que Irene y su hermana aprovecharan que Estrella me estaba haciendo una mamada para cuchichear entre ellas y tras llegar a un acuerdo, las vi ponerse un arnés.

Solo caí en sus intenciones cuando entre las dos obligaron a la mulata a levantar su trasero.

― ¿Qué vais a hacer? ― preguntó ésta al ver que llegaban con esos enormes penes.

― ¿Tú que crees? ― muerta de risa, Ana contestó.

Sin darle ocasión de negarse, se tumbó bajo ella y la obligó a ensartarse con la verga de plástico que llevaba adosada a la cintura.

― ¡Es enorme! ― protestó al sentirse llena.

Su matriarca esperó a que el coño de Estrella se acostumbrara a esa invasión y recogiendo parte del flujo que se derramaba por los muslos de la morena, empezó a embadurnar con él su ojete.

―Ama, es demasiado grande para mi culo― comentó su víctima en un intento de evitar lo inevitable.

Obviando sus quejas, Irene aproximó el falo artificial a la morena y preguntó:

― ¿Suave o brutal?

La certeza que nada podía hacer por librarse la hizo contestar:

―Mi ama sabrá.

Al ver que no daba una respuesta clara, la matriarca me miró y yo, soltando una carcajada, repliqué:

―Al principio, fóllatela lentamente pero luego rómpele su negro culo como a ti te gusta que yo te haga.

Sin mediar una palabra, Irene forzó el esfínter de Estrella con parsimonia, milímetro a milímetro. El trasero de la muchacha tardó en absorber la enormidad de su matriarca. Increíblemente, apenas se quejó mientras desde mi posición veía como se hundía en su interior. Al conseguir metérselo por completo, su dueña le preguntó como estaba.

La morena, sonriendo a duras penas, contestó:

―No creo que sea capaz de mover ni las pestañas.

―Por eso no te preocupes, seremos nosotros quien te demos ritmo― dije interviniendo.

Tras lo cual, poniéndome de rodillas sobre el colchón, acerqué mi pene hasta su boca. La exuberante cría hizo un esfuerzo y abriendo sus labios, se dio el lujo de incrustárselo hasta el fondo de la garganta. Irene al comprobar que habíamos conseguido llenar los tres agujeros de la mulata, ordenó a su hermana que comenzara a moverse.

Ana obedeció y con un lento movimiento de caderas, empezó a sacar el pene del coño de la mulata. Queriendo que fuera algo acompasado, esperé a ver que ya con el casi fuera, lo comenzaba a meter para extraer el mío. Justo en el momento en que ya se lo había vuelto a embutir y el glande de plástico chocaba con la pared de su vagina, Irene se echó hacia atrás sacando el que llevaba adosado entre sus piernas. Aguardé a que lo tuviera casi fuera para forzar la garganta de mi mulata con mi verga.

Poco a poco, fuimos acelerando ese asalto sincronizado sobre el culo, coño y boca de nuestra amante, la cual apenas tenía tiempo a respirar entre cada acometida.

―Hagamos que sea inolvidable― musitó excitada en grado sumo su matriarca al advertir que el dolor de la cría había transmutado en placer: ―Acelera, hermanita.

Acatando los deseos de su gemela, Ana incrementó el compás con el que machacaba la vulva de su compañera y siguiendo el ritmo marcado, hundí mi pene en la boca de nuestra amante mientras Irene hacía lo mismo en su trasero.

―Mas rápido― gimió esta última tras comprobar que incapaz de contenerse Estrella estaba a punto de correrse.

Tal y como le pidió, su gemela elevó sin pensar la cadencia de sus caderas hasta llevarla a un extremo que realmente era difícil de mantener. La primera víctima de esa locura fui yo y agarrando la nuca de la morena, descargué en el fondo de su garganta toda la producción de mis huevos.

Estrella nada más catar el sabor de mi semen, se vio sacudida por un intenso orgasmo, pero no por ello dejó de menear su trasero, buscando prolongar su placer y por eso recibió con alegría el primer azote con el que su ama le exigía que siguiera moviéndose.

―Matriarca, agárrese de mis pechos y monte a su potrilla― chilló descompuesta.

Al escuchar su petición, Irene se volvió loca y mientras con una mano, afianzaba su cabalgar pellizcando una de sus tetas, con la otra azuzó a su montura con sonoros manotazos sobre sus nalgas. Ana no quiso quedarse atrás y llevando la boca al seno que le quedaba a la mulata, le regaló con una serie de certeros mordiscos en el pezón.

Pidiendo a gritos que no pararan, Estrella se dejó caer sobre la gemela, mientras su hermana seguía acuchillando sin pausa su ojete. No sé si fue a raíz de sus aullidos o que no soportaron tanto estímulo. pero lo cierto es que contagiándose del momento, Irene y Ana se corrieron de inmediato y totalmente agotadas, casi a la vez sacaron sus miembros de la morena.

Menos cansado que ellas, pude observar la felicidad que lucían sus rostros y dejando que se repusieran, me levanté por un vaso de agua. No había llegado a la puerta, cuando escuché que Ana me pedía que no tardara en volver.

― ¿Qué quieres? ― pregunté viendo que se estaba quitando el arnés y que se lo daba a Estrella.

Muerta de risa, la muy zorra contestó:

―Que mi amo y mi matriarca sean justos con su zorrita y que, junto a mi compañera, ¡me den el mismo tratamiento!

La mulata no esperó mi respuesta y afianzando el enorme tronco a sus caderas, se lo hundió hasta el fondo. Irene al verlo, sonriendo, me soltó:

―No se preocupe si tarda, nosotras nos ocupamos de que no se enfríe su zorrita.

Descojonado por el descaro de la preciosa morena y por la putería de las dos gemelas, decidí cambiar el agua por unas cervezas y saliendo del cuarto, me fui a la cocina.

Estaba abriendo la nevera cuando escuché mi móvil y sin reconocer el número, contesté. Era la madre de Irene y Ana quien quería hablar conmigo. Al presentarse, inconscientemente me puse en alerta, temiendo quizás que el motivo de su llamada fuera avisarme de la actitud agresiva con la que venía su marido y por eso respiré cuando la buena mujer me comentó que esa noche serían tres los invitados.

―No se preocupe, tenemos comida de sobra― respondí quitando hierro al asunto.

Tras colgar y con un six de Mahou bajo al brazo volví a la habitación donde me encontré que, cumpliendo con su oferta, Irene se estaba follando a su hermana mientras Estrella la sodomizaba.

La llamada de mi suegra me había bajado la libido y por eso sentándome a un lado, abrí una lata mientras lanzaba la pregunta:

― ¿Quién coño es Aurora?

Irene contestó:

―La vecina de al lado de mis padres y su mejor amiga.

Me pareció extraño el que quisieran compartir con ella la noche en que me iban a conocer y por eso mientras ponía mi pene a disposición de Ana, comenté que esa mujer acompañaría a sus padres en la cena.

Para mi sorpresa, las dos hermanas se alegraron con la noticia y mientras Irene seguía follándosela, Ana me aclaró que Aurora era como su tía. Soltera y sin familia, se pasaba todos los días por el piso de sus viejos e incluso los acompañaba en los viajes familiares.

Sin nada que opinar y viendo que mi instrumento había despertado, se lo metí en la boca a Ana. Riendo a carcajada limpia, la mulata me soltó:

―Amo, va a tener que hacerlo más a menudo. Es la primera vez que disfruto de esta parlanchina sin tener que soportar su conversación. ¿No le parece increíble?

―Tienes razón― repliqué forzando su garganta― es raro que se haya quedado callada, ¿le ocurrirá algo?

Siguiendo con la guasa, Irene comentó:

―Realmente es extraño, fíjese ni siquiera se queja si le doy un pellizco.

―A ver con un azote― insistió Estrella.

Nuestra fiel zorrita debía llevar mucha presión acumulada porque al sentir el manotazo sobre sus ancas, no pudo resistir más y colapsando ante mis ojos, se corrió.

Al comprobar que su hermana había recibido su dosis de placer, Irene comentó a la mulata:

―Date prisa, tenemos muchas cosas que hacer antes que lleguen mis padres.

Con una sonrisa de oreja a oreja, la preciosa morena contestó mientras hundía por ultima vez el enorme pene en el ojete de la rubia:

―Por mí lo dejamos, no creo que este diminuto y blanco culo de más de sí.

Indignada por el modo en que se había referido a su trasero, Ana me miró buscando mi ayuda, pero lejos de recibir mi apoyo, tuvo que aguantar oír que respondía a su compañera:

―Pequeño sí que es, pero blanco no. ¡Se lo has dejado completamente rojo!

Defendiendo su trasero, la rubia replicó a Estrella:

―Prefiero un culo estrecho a uno gordo y grasiento como el tuyo.

Temiendo que la broma terminara mal, Irene medió entre ellas diciendo:

―No permito que habléis mal de vuestros traseros, sobre todo porque no os pertenecen. ¡Son de vuestro dueño! Y si él os ha elegido, será porque le gustan.

Lejos de cortarse por la reprimenda, la mulata contestó con una sonrisa a su matriarca:

―Señora, perdóneme. Estaba bromeando, me encanta su pandero. Es enano y lechoso pero precioso.

Ana tampoco se quedó atrás y mirando directamente a la gemela, contratacó:

―Gracias. A mí también me gusta su culo oscuro y desparramado. Es más, me enloquece ver como nuestro amo es capaz de cabalgar algo tan grande.

Interviniendo, comenté:

―Irene, ¿no te parece que ambas necesitan un correctivo?

Con tono cabreado, me preguntó en que había pensado.

―Poca cosa, veinte azotes a cada una y como le gusta tanto a una el trasero de la otra, ¡que se los den entre ellas!…

Relato erótico: “La enfermera de mi madre y a su gemela FIN” (POR GOLFO)

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El padre, la madre y Aurora
No tardé en comprobar que mi elección de castigo había sido errónea porque tanto la rubia como la morena aprovecharon el momento para disfrutar del pandero de la otra. No había tomado en cuenta que además de ser mis sumisas, esas dos preciosidades se tenían mucho cariño y que en vez de azotes fueron caricias lo que se dieron entre ellas.

―Eres un zorrón desorejado― susurró Ana a la mulata mientras hacía que la castigaba.

―Y tú, una guarra― le replicó esta, con visible alegría al sentir los dedos de la gemela torturando dulcemente su sexo.

―No comprendo que nuestro amo aceptara ser tu dueño― prosiguió al escuchar que sus yemas provocaban un primer suspiro de su contrincante – Eres solo tetas y culo.

Sin dejar el intercambio dialectico, Estrella se dio la vuelta buscando con su boca la gruta de la rubia. Al hallarla húmeda y receptiva, no lo dudó y hundió la lengua entre sus pliegues.

―No te he dado permiso― susurró Ana muerta de risa mientras la imitaba.

Al comprobar que el supuesto castigo se había convertido en una demostración de amor, estuve a punto de cambiarlo sobre la marcha, pero entonces Irene se acercó y me dijo al oído:

―Gracias amo por darme una lección. No entendía que las ordenara que se castigaran una a la otra hasta que comprobé lo enamoradas que están entre ellas. Ana y Estrella también se han dado cuenta y dudo que ninguna de las dos vuelva a intentar humillar a la otra.

Justo acababa de comentarlo cuando escuché a Estrella decirle a su compañera todavía enfrascadas en un apasionado sesenta y nueve:

―Zorrita, tengo que reconocer que me encanta tu trasero microscópico.

Esperábamos oír una respuesta agresiva por parte de Ana, pero entonces, sin ningún tipo de rencor, la replicó:

―Lo mismo digo, guarrilla. Tu trasero me trae loca a pesar de parecer un campo de futbol.

Mirándome alucinada, su matriarca bufó:

― ¡Son incorregibles!

Soltando una carcajada, salí de la habitación dejándolas solas.

― ¿Te apetece otra cerveza? La mía está caliente― comenté al ver que Irene me seguía.

Ya en la cocina, recordé la llamada.

― ¿Qué piensas del hecho que tus padres hayan invitado a Aurora a la cena?

―Eso ha sido idea de mi madre. Cuando mis padres se enfadan, la tía siempre los hace entrar en razón. Si ha querido que esté presente es que prevé que haya que calmar a mi viejo.

Como daba la bienvenida a cualquier cosa que nos ayudara a superar el trance, no seguí indagando y cambiando de tema, dejé caer si aprovechábamos que estábamos solos para ir a la farmacia por una prueba de embarazo:

―No hace falta, papá. ¡Tus gemelas están en camino!

Tardé unos segundos en asimilar sus palabras, y cogiéndola entre mis brazos, la besé mientras le decía:

― ¿Sabes que eres un tanto zorra?

―Sí, mi amor. Soy y seré tu zorra.

Habiendo aceptado mi paternidad con anticipación, al verla confirmada me hizo feliz y quitándole la cerveza de las manos, afirmé mientras la tiraba por el fregadero:

―A partir de ahora, no quiero que bebas.

Sonriendo, la dulce y cariñosa enfermera, contestó:

― ¡Era sin alcohol! Pero ya que lo comentas, cuando tengas ganas de fumar, ¡salte al jardín!

―A sus órdenes, ¡mi sargento!

Sabiendo que era burla y que lejos de estar enfadado, me había hecho gracia el tono autoritario con el que me había hablado, entornó sus ojos al responder:

―Como lo vea con un cigarro dentro de casa, pienso mandarle al calabozo.

― ¿Te he dicho alguna vez que eres una pequeña Stalin?

Riendo sin control, la rubia replicó restregando su sexo contra mi entrepierna:

― ¿Y yo que tengo un amo un poco bobo?

Tirando al suelo todos los trastos que había en la mesa, la tumbé y sin dejar que se quejara del estropicio, callé su boca con la mía mientras hundía mi pene en su coño.

―Dudo que cuando esté bien preñada mi amo pueda ser tan bruto con su amada, pero valdrá la pena intentarlo – bufó gozando de cada cuchillada.

La presión de su vulva sobre mi pene me enervó y mientras aceleraba el ritmo, llevé mi boca hasta sus pechos. Al sentir que mis dientes se cerraban sobre uno de sus pezones, Irene aulló de placer y eso fue el acicate que necesitaba para forzar aún con mayor violencia su sexo.

La rapidez de mis embates consiguió demoler sus defensas y dominada por una lujuria atroz, comenzó a gemir mientras disfrutaba de mi ataque. La facilidad con la que mi verga se desenvolvía dentro de su coño y la humedad que este destilaba me informaron de su excitación.

―Mi embarazada anda cachonda― remarqué.

Totalmente descompuesta, Irene aulló anticipando su orgasmo. Momento que aproveché para recoger entre mis dientes uno de sus pezones y darle otro suave mordisco. Ese dulce suplicio azuzó a la muchacha para correrse mientras su flujo se desbordaba por mis muslos.

― ¡Me corro! ― chilló sorprendida por la violencia de sus sensaciones.

Con mi mujer contenta, fui en busca de mi placer, pero entonces, alertadas por el estruendo de los vasos y platos al romperse, llegaron las otras dos y al vernos, la mulata protestó:

― ¡Joder! ¡Pensaba que había pasado algo! Y os encuentro follando.

En cambio, la pizpireta rubia, muerta de risa, comentó:

― ¿El zorrón que tengo por hermana y matriarca me puede explicar con qué vamos a dar de cenar a nuestros padres? ¡Os habéis cargado toda la vajilla!

Girando la cabeza, Irene comprobó que tenía razón y que sobre las baldosas de la cocina estaba totalmente hecha añicos.

―Mierda, ¿ahora qué hacemos?

Asumiendo que la culpa era mía, contesté que no se preocuparan porque podíamos comprar otra. Confieso que esperaba que con eso se tranquilizara, pero casi llorando objetó:

―En dos horas, están aquí … todavía no tengo hecha la cena, hay que cambiar a tu madre y limpiar todo esto. ¡No tengo tiempo de ir de compras!

―No te preocupes, iré yo― respondí bajándome de la mesa, totalmente insatisfecho y con la polla tiesa…

Para los que nunca hayan tenido la desdicha de comprar una vajilla, solo puedo decir que es ¡un coñazo! Y no solo por la cantidad de estampados, sino que dependiendo del fabricante te encuentras con platos de diferentes tamaños y formas. Tanta diversidad en colores, materiales y modelos me sobrepasó.

Por suerte cuando estaba a punto de tirar por la calle del medio, llegó un hada madrina en la piel de vendedora del Corte Inglés.

― ¿Puedo ayudarle en algo?

Agarrándome a ella como a un clavo ardiendo, le expliqué mi problema. Lo primero que me aconsejó fue que volviera con mi pareja porque era una decisión importante y al responderle que no podía acompañarme, poniendo cara de circunstancias, me preguntó:

― ¿Formal o para diario?

―Formal, mis futuros suegros vienen a cenar a casa.

―Bien, ¿color del mantel?

―Ni puta idea.

― ¿Tipo de cubertería?

―Tampoco.

― ¿Clase de cristalería?

―Menos

Sonriendo, comentó que se veía que se lo quería poner difícil y tras lanzarme otra serie de preguntas, a las que no supe ni pude contestar, se le encendió la bombilla y me dijo señalando una elegante mesa que tenían de exhibición:

― ¿Le gusta como está decorada esta mesa?

―Tiene estilo― contesté.

Ella sacando la calculadora, empezó a sumar los distintos elementos expuestos y enseñándome el resultado, me soltó:

―Ochocientos sesenta y siete euros incluyendo mantel, cristalería, cubertería y vajilla para doce personas. Solo tiene que hacer una foto y que se lo coloquen igual.

Pocas veces un palo económico como aquel me resultó tan placentero y mientras la señora se iba con mi tarjeta, saqué mi móvil del bolsillo e hice una foto.

Media hora después entraba por la puerta de casa, portando no se que cantidad de cajas. Al ver a Estrella, le di mi teléfono y dije:

―No tengo tiempo de explicarte, toma la foto como modelo y pon la mesa mientras me preparo.

Prometiéndome a mí mismo que jamás volvería a dejar que me metieran en un embolado como aquel, me desvestí y me metí en la ducha. Ya en ella, recordé que cuando vivía solo, al volver cada noche, la taza del desayuno tenía la fea costumbre de permanecer sucia en el mismo sitio que la había dejado por la mañana.

«Lo difícil que es llevar una casa, ¡menos mal que tengo a Irene!».

Al salir, miré el reloj y respiré al saber que tenía al menos veinte minutos antes que las visitas llegaran. Ya sin prisas, me empecé a vestir tranquilamente pero entonces entrando casi desnudas en mi cuarto, Ana y la mulata me preguntaron si sabía dónde su matriarca había dejado la plancha.

―No lo sé― respondí y extrañado por el nerviosismo que mostraban las dos, les pregunté qué ocurría.

―Al sacar del armario nuestros vestidos, nos hemos dado cuenta de que están arrugados y tenemos que darles una pasada.

Tomándome a cachondeo su problema, les respondí que por mí podían recibirlos en lencería porque se veían guapísimas. La mirada que me lanzó la rubia fue suficiente para no seguir insistiendo y poniéndome la corbata, las ayudé a buscarla. Afortunadamente no tardamos en encontrarla y mientras se iban corriendo a acicalarse, me dirigí al salón a ponerme una copa.

No había terminado de servirme el hielo cuando de pronto escuché el timbre. Sabiendo que ninguna de mis tres mujeres estaba lista, tragué saliva y fui a la puerta.

«Solo ante el peligro», me dije acongojado mientras la abría.

Las gemelas me habían contado que su viejo era un hombre alto y fuerte pero jamás pensé hallarme ante un tipo de casi dos metros cuyos brazos rivalizarían con los de un integrante de un equipo de lucha libre.

Su enorme presencia me impidió durante unos segundos no solo hablar sino también fijarme en sus acompañantes.

―Don Gerardo, soy Alberto. Encantado de conocerle― lo saludé extendiéndole la mano.

El duro apretón con el que me la estrechó no solo estuvo a punto de romperme los dedos, sino que me dejó clara que la fortaleza física de esa bestia iba en consonancia con su aspecto.

«Me podían haber dicho que Hulk iba a ser mi suegro», protesté en mi interior, dando por sentado que si las cosas se ponían violentas nada podría hacer por evitar que me diera una paliza.

Afortunadamente, su madre era una copia con veinte años más de las gemelas. Pequeña, tipazo y con una cara tan dulce como su voz:

―Soy María― dijo saliendo como por arte de magia de detrás de su marido.

«Joder, ¡le echaba un polvo!», sentencié en mi interior mientras la saludaba de beso. Pero fue al ver a la famosa “tía Aurora” cuando me percaté que entre las gemelas y yo había un serio problema de comunicación, porque donde esperaba ver a una solterona me encontré un pedazo de pelirroja tan guapa como exuberante: «y a ésta, ¡también!».

Confieso que, en mi mente, me vi hundiendo mi cara entre los muslos de esa preciosidad.

«¡Menudo hembrón!», exclamé para mi impresionado por el erotismo sin límite que destilaba a su paso. Alta, guapa, tetona, cintura estrecha, culo prominente, «¡Lo tiene todo!».

Mi impresión de hallarme ante portento de mujer quedó ratificada al saludarla y notar la enormidad de sus melones contra mi pecho.

―Por fin conozco al hombretón que ha enamorado a mis niñas― dijo sin importarle la presencia del padre.

No sabiendo como comportarme, pregunté si querían algo mientras esperábamos. Don Gerardo con tono autoritario se dirigió a su mujer diciendo:

―Ponme un güisqui, mientras hablo con nuestro yerno.

«Ojalá se den prisa», pensé mientras acompañaba a esa mole de músculos hasta el sofá.

Agradecí comprobar que Aurora nos seguía y mas que se sentara junto a él, porque así podría intervenir si se ponía agresivo.

― ¿A qué te dedicas? ― fue lo primero que me soltó mi suegro al sentarse.

―Tengo una empresa de internet― contesté sabiendo que era el inicio de un exhaustivo interrogatorio.

― ¿Y con eso te ves capaz de mantener a mis dos niñas?

Afortunadamente y cómo me habían contado, la estupenda pelirroja medió diciendo, mientras trataba de calmar al hombretón aquel poniendo una mano sobre su muslo:

―Gerardo es un poco bruto, pero es que le preocupan las nenas.

Estaba acorralado y lo sabía, por ello respondí que, aunque no fuera tan rico como él, mi nivel de vida daba suficiente para mantener a mi familia.

― ¿Tu familia? ― exclamó en gigantón.

Cabreado de que lo dudara, me olvidé de quien era y alzando la voz, me enfrenté a él diciendo:

―Sí, ¡mi familia! ¡Me da igual que usted nos vea como unos degenerados! ¡Somos una familia!

Para entonces, su mujer había llegado y sentándose en el brazo del sofá junto a su marido, le dio su copa. Durante unos segundos, el animal aquel se quedó pensando mientras, por mi parte, lamentaba haberme dejado llevar por la ira.

Me temí lo peor cuando vi que, bebiéndose el licor de un trago, se levantaba. Pero entonces, sonriendo, me soltó:

―Dame un abrazo.

«No entendiendo nada», pensé sin tenerlas todas conmigo. La descomunal fuerza del bicho me dejó casi sin respiración, pero lo que realmente me descolocó es que de buen humor me dijera:

―Se nota que las tontas de mis hijas han sabido elegir alguien con huevos― y girándose hacía Aurora, la ordenó que rellenara nuestras bebidas.

Teniendo la mía entera, no me quedó mas remedio que imitarle y me la bebí de golpe antes que la pelirroja me la quitara de las manos.

―Ya te dije que Gerardo es un poco tosco, pero tiene buen corazón y sabe captar a la gente enseguida― comentó en mi oído.

Supe que el aludido lo oyó porque soltándole una sonora nalgada y muerto de risa, le pidió que se diera prisa ya que tenía sed. Confieso que no sé qué me resultó más extraña, si la sonrisa de su mujer al ver que Gerardo daba un azote a su amiga o la satisfacción que intuí en Aurora al sentir esa caricia sobre su trasero.

«Son amigos desde hace años», pensé sin dar mayor importancia a la familiaridad que compartían justo en el momento en que por la puerta hicieron su aparición mis tres sumisas abrazadas.

Su entrada provocó un silencio que se podía masticar, pero no me importó porque era un trance que teníamos que pasar si queríamos seguir adelante. No por ello me resultó indiferente que, con Estrella entre ellas, la belleza casi albina de las gemelas se viera realzada por el contraste con la morena y girándome hacía su padre, busqué su reacción.

La cara de su progenitor mutó de la sorpresa inicial a un extraño, pero evidente, interés y acercándose a sus hijas, les preguntó que quién era esa monada.

Tomando la iniciativa, Irene contestó:

―Se llama Estrella y es tu nuera.

Reconozco que me quedé acojonado al escuchar que le soltaba esa bomba desde el principio. Y más cuando desde mi sitio observé que ese pedazo de animal se había quedado totalmente cortado, pero entonces soltando una carcajada abrazó a la mulata y le dio un par de besos asumiéndolo.

―No sabía que mis niñas me iban llegar con una jovencita tan preciosa como tú― comentó mientras la estrechaba entre sus brazos.

Para Estrella ser aceptada era importante y luciendo una sonrisa de oreja a oreja, le replicó:

―Yo tampoco tenía ni idea que iba a tener un suegro tan atractivo.

Gerardo al escuchar ese piropo me miró y sin mostrar rencor alguno, me soltó:

―Parece ser que además de cojones, tienes buen gusto.

―En eso nos parecemos― respondí señalando a las impresionantes maduras que le acompañaban.

Mis palabras le hicieron dudar y tras pensárselo dos veces, llamó a María y a Aurora a su lado. La rapidez con la que acudieron me hizo pensar que lo tenían planeado y más cuando con la rubia a su izquierda y con la pelirroja a la derecha, Gerardo miró a sus hijas con intención de decirlas algo.

Ana e Irene tuvieron la sensación de que iba a echarles la bronca por el tipo de vida que habían escogido y por ello buscaron cobijo bajo mi brazo. De forma que antes que su viejo hablara éramos dos bandos, uno formado por el gigante, su mujer y la amiga, y el nuestro formado por mí, las gemelas y Estrella.

Ana, siendo la que más miedo tenía a su padre, curiosamente se le enfrentó diciendo:

―Si no estás de acuerdo con nuestra forma de vida, puedes marcharte. Ni mi hermana ni yo pensamos cambiar. ¡Junto a Estrella y Alberto formamos una familia!

Gerardo le molestó la rebeldía de su pequeña y sé que tuvo que contenerse para no soltarle un guantazo, pero entonces dando un paso, salió la madre y con tono suave, dijo:

―Hija, no es eso lo que os quiere decir vuestro padre.

Envalentonada, Ana la replicó:

― ¿Entonces qué es?

―Que estoy orgulloso de vuestra valentía― respondió este: ―Me habéis demostrado que obviando lo que piense la gente habéis decidido no esconderos.

Es difícil explicar el desconcierto con el que sus hijas recogieron sus palabras porque un piropo era lo último que pensaban oír de sus labios. Irene y Ana, sin llegárselo a creer, miraban a su madre y a su tía buscando una explicación al cambio que había experimentado su viejo.

Yo tampoco entendía nada. Según ellas me habían confesado su padre era un hombre educado a la antigua y que hacía gala de ello.

«¿Qué ocurre aquí?», me estaba preguntando cuando de pronto María abrazó a su marido y a su amiga mientras pedía al gigantón con una dulzura brutal que continuara.

―Me habéis demostrado tener un valor que yo nunca tuve― dijo Gerardo casi tartamudeando.

― ¿De qué hablas? ― respondieron casi al unísono sus hijas.

―Vuestra madre y yo tenemos algo que confesar…― musitó sin poder terminar.

Viendo que ni María ni su marido eran capaces de seguir, la pelirroja tomó la palabra y acercándose a las gemelas, las tomó de la mano mientras les decía:

― ¿Sabéis que siempre os he considerado mis hijas?

―Sí, tía. ¿Pero eso que tiene que ver con lo que papá quiere decirnos? – dijo todavía en la inopia.

―Aurora no es nuestra amiga sino nuestra mujer― soltó la madre interviniendo por primera vez.

―No os creemos― replicaron las gemelas― ¡nos hubiéramos dado cuenta!

Demasiado avergonzado para hablar, el enorme mastodonte cogiendo a Aurora del brazo la besó ante el pasmo y la incredulidad de sus hijas.

―Mamá, tú ¿qué opinas? ― indignada Irene preguntó al ver el morreo que su padre le acababa de dar a la pelirroja.

La respuesta de María no pudo ser mas concisa ya que rescatando a su amiga de los brazos de su marido, se fundió con ella en un apasionado beso dejando claro que también ellas dos eran amantes.

― ¿Nos estáis diciendo que toda la vida hemos estado engañadas? ― insistió impresionado su hija.

Rojo de vergüenza, su viejo contestó:

―Creímos conveniente ocultároslo para evitar que fuerais objeto de habladurías, pero ahora después de la lección que nos habéis dado, nos hemos dado cuenta del error y tras discutirlo entre los tres, decidimos que supierais la verdad.

― ¿Puedo besar a mi otra futura suegra? ― preguntó Estrella poniéndose de su parte.

―Por supuesto― respondió Aurora emocionada al ver que, en la mulata, tenía un aliado.

Mientras la felicitaba por el paso que acababan de dar, me fijé en las gemelas y en sus padres. Se notaba que ellas querían perdonarlos, pero ninguna tenía el valor de ser la primera en hacerlo.

Conociéndolas, decidí darles un empujón diciendo:

―Don Gerardo me quito el sombrero ante usted y ante sus ¡dos señoras! Sé lo duro que les ha resultado dejar atrás una vida de mentiras y por eso quiero mostrarle mis respetos.

Tras lo cual, abracé al gigantón y sin que me oyeran sus hijas ni sus mujeres, susurré en su oído:

―Eres un cabrón por lo que me has hecho sudar, pero tengo que reconocer que tienes buen gusto a la hora de elegir compañera, ¡las dos están buenísimas!

Al viejo le hizo gracia y respondiendo a mi falta de respeto, murmuró en mi oreja:

―Aunque me caigas bien, te mato si les haces daño a mis hijas o si pones tus sucias manos en una de mis mujeres.

Con una carcajada, repliqué en voz baja:

―No se preocupe, pienso hacer que sean felices y respecto a lo segundo, ¡con tres tengo suficiente!

FIN

Relato erótico: “VELOCIDAD DE ESCAPE” (POR ALEX BLAME)

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Fen Yue se retrepó en el asiento intentando ponerse lo más cómoda posible dado el escaso espacio que había en la cabina. Las luces de cientos de botones se encendían y apagaban aunque apenas les hacía caso después de haber hecho por segunda vez la lista de comprobación. Sabía que el ordenador se encargaría de todo, así que trató de relajarse a pesar de que, tal como le habían dicho los instructores, aquella experiencia no se parecería en nada a todo lo que había estado entrenando durante más de seis años.

La cuenta atrás dio comienzo. A pesar de que ella no podía verlo, sabía que el cielo estaba despejado y el viento apenas soplaba. Mientras el tiempo corría, no pudo evitar preguntarse qué era lo que habían descubierto en ella para ser la elegida entre más de un millón de candidatos. Recordó como fue superando las distintas pruebas de selección. Nunca fue ni la más lista, ni la más fuerte, ni la más rápida… A veces pensaba que simplemente la habían elegido por superstición, por su nombre, aunque en lo más intimo de su alma pensaba que había sido por su determinación. Su permanente lucha por sobrevivir y prosperar desde que sus padres, a los que nunca llegó a conocer, le abandonasen en aquel arrozal para poder tener otro hijo, un varón.

Criada en un orfanato estatal, consiguió sobrevivir al hambre y las enfermedades y cuando se le presentó la ocasión no lo dudó y se apuntó al programa espacial chino. Diez años de duro trabajo la llevaron a su nombramiento como capitán de la fuerza aérea y a pilotar naves experimentales. Cuando el proyecto Marte se inició, se apuntó sin dudarlo, pero tuvo que empezar de nuevo. De nada sirvieron sus galones y tuvo que luchar codo con codo contra el millón de aspirantes e increíblemente lo había conseguido.

Como premio a una vida de trabajo había conseguido un viaje sin retorno. Esperaba que esos inútiles y decadentes occidentales se hubiesen acordado de todos los suministros y no se diesen cuenta de que faltaba el papel higiénico cuando estuviesen a cuarenta millones de kilómetros de distancia.

No sabía que le daba más vértigo, si romper para siempre el fino cordón umbilical que le unía a su planeta de origen o encontrarse con esos dos narices largas que ya le esperaban en la estación espacial, seguramente fumando porros, escuchando música heavy y haciendo chistes soeces sobre la pequeña chinita que iban a acoger en su nave espacial.

Los americanos estaban muy orgullosos de su cacharro, e incluso fueron ellos los que insistieron en llamarla Halcón Milenario, pero habían sido los chinos los que habían financiado el proyecto casi en su totalidad a cambio del parco derecho de llevar un tripulante en el viaje.

El aviso del último minuto le obligó a apartar todos aquellos pensamientos de su mente y a concentrarse en las pocas tareas que debía realizar a bordo en los últimos segundos.

Por enésima vez comprobó que había ajustado su escafandra y revisó los niveles de combustible y oxígeno para aquel viaje de apenas seis horas. Un viaje del que nunca volvería.

Diez, nueve, ocho… Fen Yue contrajo todo su cuerpo preparándose para el brutal patadón que recibiría al explotar toneladas de hidrogeno bajo ella. Siete, seis, cinco, cuatro… Respiró el fresco oxígeno que estaba entrando en la escafandra y contó a la vez que el micrófono que tenía ajustado a su oído.

—Tres, dos, uno cero…

La gigantesca bestia cargada con varias toneladas de material comenzó a alzarse, primero poco a poco, como no queriendo despegarse de la tierra, luego cogió velocidad hasta que la aceleración hundió a Fen en el fondo de su asiento. La astronauta notó como el aire escapaba de sus pulmones y un punto negro aparecía, creciendo poco a poco en el centro de su campo visual. Intentó mover una mano, pero la aceleración era tan fuerte que ni siquiera los nueve meses de entrenamiento intensivo le permitieron separarla del asiento.

Dos minutos después notó un ligero estremecimiento y otro nuevo empujón, la segunda fase se había iniciado. Durante otros cinco minutos los motores siguieron expulsando gases y empujándola fuera de la atmosfera hasta que la segunda fase se consumió y dio paso a la tercera y última.

Cuatro minutos más y la última fase se desprendió mientras Fen escuchaba aullidos y aplausos en su intercomunicador.

En ese mismo instante sintió como todo su cuerpo flotaba solo contenido por los cinturones que lo sujetaban al asiento, una oleada de náuseas, que a duras penas consiguió contener, le asaltó.

Allí sentada, atada e inmóvil no pudo evitar pensar que le hubiese gustado tener una mirilla para observar la tierra desde allí arriba y así eludir la sensación de claustrofobia que generaba en ella aquella estrecha lata de sardinas.

Fen realizó los test posteriores al despegue y después de ello cerró los ojos y se concentró haciendo unos ejercicios respiratorios para tranquilizarse y acabar con las náuseas.

Poco a poco éstas desaparecieron y al fin Fen pudo sonreír satisfecha. ¡Estaba en el espacio!

John Carpenter tomó impulso y se deslizó con suavidad por el interior de la estación espacial, camino del cuarto de baño. John se sentó y se ató los tobillos mientras conectaba la bomba que absorbería todas sus inmundicias. Allí sentado se preguntó cómo sería la compañera de viaje que estaba al llegar. Iban a formar un tripulación bastante curiosa. Fen Yue, John Carpenter y Jacques Verne. ¿Sería una casualidad o los encargados de la selección habían mostrado por una vez que tenían sentido del humor?

Cuando faltaban veinte minutos se dirigió hacia la cúpula, ya que de los atraques se ocupaba la tripulación de la estación. La cápsula de la nave Soyuz modificada ya se distinguía con claridad encima o debajo de ellos, eso era lo más desconcertante del espacio.

Apoyado en el marco, John observó como la cápsula se hacía cada vez más grande y rápidos chorros emergían provenientes de los cohetes para rectificar la trayectoria.

—Espero que los chinos tengan razón y sean capaces de atracar con suavidad esa mole. —dijo Verne entrando en la cúpula.

—No seas chovinista no solo los franceses sabéis hacer un cohete espacial. —le reprendió John con una sonrisa.

Desde la primera vez que se vieron, los dos hombres se habían caído bien. A pesar de ese ramalazo de yo soy francés y los americanos sois unos ricachones maleducados, era un tipo inteligente, hábil en la improvisación y un gran conversador.

Verne le dio un ligero puñetazo en el codo y se río mientras fijaba sus ojos en la cápsula que se veía cada vez más grande.

—¿Cómo será nuestra compañera? —preguntó Verne limpiando el vaho del cristal con la mano.

—Por lo que me ha dicho es una gran matemática y una comunista convencida.

—Me refiero a lo otro —dijo el francés haciendo una silueta femenina con sus manos. Va a ser la única mujer disponible en cien millones de kilómetros.

—Yo que tú no me emocionaría, será tan sensual como una hormiga obrera —replicó Carpenter escéptico.

Treinta segundos después, el acoplamiento se realizó con éxito y todos se acercaron al módulo de atraque para recibir a su nueva compañera.

La puerta se abrió; el traje impedía a los astronautas adivinar nada respecto al físico de su ocupante, la cosmonauta se escurrió y entró en el módulo de soporte vital. Cuando se quitó el casco Carpenter se quedó incomprensiblemente paralizado.

La joven tenía unos rasgos finos una nariz y una boca pequeña acompañada de unos labios gruesos y rojos. Tenía la piel pálida y el pelo negro, espeso y lacio, cortado en redondo. Carpenter no pudo disimular su interés y los ojos grandes y oscuros y rasgados de la joven se cruzaron un instante con los suyos antes de apartarlos.

—Bienvenida a la Estación Espacial Internacional Capitana. —dijo el comandante Stiwell— Estos son Enrique y Mark y tus compañeros de expedición, John Carpenter de la NASA y Jacques Verne de la ESA.

—Gracias. —respondió la joven sin un ápice de acento oriental—estoy emocionada por esta empresa y espero que formemos un gran equipo.

—A pesar de que su gobierno no ha querido que el equipo se reuniese hasta ahora. —dijo Jacques con un resoplido.

La joven se giró pero no dijo nada y sonriendo se quitó el resto del traje mostrando una figura menuda y atlética que se movía en ausencia de gravedad con sorprendente fluidez para ser una novata.

—Bueno, ¿Qué opinas? —preguntó Jacques mientras dejaban a la cosmonauta china tomar posesión de su litera.

—Que si lo que quieres es follártela no deberías haberte presentado poniendo a parir a sus jefes.

—Alguien tenía que hacer algo ya que tú estabas parado babeando. —replicó el francés.

—Deja ya eso de este-oeste, sabes de sobra que ahora lo que domina es el dinero y la avaricia no los ideales. Es una de las razones por las que me presente voluntario para este viaje sin retorno, no tendré que aguantar a todos esos gilipollas. —dijo John.

—Solo les estás abriendo el camino.

—Sí, pero espero haber muerto a causa de la radiación antes de que ellos lleguen…

Fen Yue apenas deshizo su equipaje ya que estaría en la ISS menos de tres días. Solo de pensar que iba a ir a Marte con esos dos gorilas le entraron escalofríos. No sabía quién le crispaba más los nervios si el americano pelirrojo y larguirucho que le miraba como si no hubiese salido en toda su vida de Omaha, o aquel cochino francés que no se había cortado y había insultado a su país directamente como si fuese una de sus antiguas colonias.

Creía que iba a ser duro compartir el resto de su vida con dos hombres y así se lo había hecho saber a sus superiores pero los dirigentes del politburó estaban empeñados en que fuese una ciudadana china la primera en pisar suelo marciano y sus socios occidentales no habían querido enviar mujeres por “razones técnicas”. En fin suponía que era el precio a pagar por formar parte de la historia. Había superado peores situaciones en su vida y no pensaba rendirse ahora.

Le costó dormir aquella noche con su sentido del equilibrio intentando decidir donde era arriba y donde era abajo, así que cuando John llegó a las seis de la mañana para hacerle una visita guiada a la nave que sería su hogar durante mucho tiempo, hasta lo agradeció.

El vehículo que los llevaría hasta allí le recordó a los minisubmarinos que había visto en las viejas películas de Jacques Cousteau. Se desacoplaron de la ISS y con un suave movimiento John se dirigió a la zona superior de la estación espacial.

—¿Puedo? —le preguntó Fen señalando los controles al americano.

—Por supuesto, adelante —dijo John cediéndole el control de la pequeña nave.

El pequeño aparato cabeceó ligeramente hasta que la joven astronauta se hizo con los mandos. El VTP o vehículo de transferencia de personal era bastante sencillo de manejar y John solo tuvo que indicarle a Fen qué dirección tomar. Tras un par de minutos de navegación una oscura estructura se fue haciendo cada vez más grande ante sus ojos.

—En realidad ni es pequeña, ni parece rápida, ni mucho menos maniobrable, no entiendo por qué ese empeño en llamarla Halcón Milenario.—comentó la mujer al ver la enorme estructura alargada rodeada de una especie de enormes contenedores en uno de sus extremos.

—Así que también en China veis los decadentes filmes occidentales. —replicó John socarrón.

Aunque Fen conocía todos los datos técnicos de aquella nave, cuando se acercaron, no pudo evitar sobrecogerse ante el tamaño del ingenio. Sin prisa, recorrió una buena parte de la popa admirando los relativamente pequeños motores de antimateria que les permitirían escapar de la atracción de la tierra, para luego observar los aun más pequeños de los contenedores que les permitirían un aterrizaje controlado en Marte.

Trece años de trabajo incansable en el CERN les había permitido a los europeos producir el combustible justo para llegar y amartizar de manera controlada. Con eso los europeos se habían ganado una plaza en el viaje.

Sin necesidad de que su copiloto le indicase, encontró uno de los puertos de anclaje y realizó el contacto con suavidad.

—Como puedes ver, todos los sistemas de apoyo vital ya están iniciados. Ahora entremos.—dijo John después de haber igualado las presiones a ambos lados de las escotillas.

Los dos astronautas entraron en la nave por el gran pasillo de más de quinientos metros de largo que formaba el eje central.

—Cómo sabrás esta será la zona que contiene el combustible para llegar Marte. Todos los suministros que ves son los que usaremos hasta que lleguemos allí. Los almacenados en los contenedores, salvo lo que hay en la zona de vivienda y el puente de mando, están sellados y sin atmósfera.

—Cuando lleguemos, los contenedores se desprenderán y aterrizarán en la falda norte de Aeolis Mons en una zona previamente cartografiada por la sonda Curiosity. La parte central se quedará orbitando sobre el planeta y servirá de satélite de comunicaciones, lo que nos permitirá un enlace de 500 gigabytes con la tierra. —recitó la joven como una buena alumna.

—Llevamos aproximadamente tres mil toneladas de cargamento. Comida, agua, una factoría para construir materiales basados en silicatos y mineral de hierro, y lo suficiente para montar varias factorías de terraformación.

Empezaron a avanzar a saltos por el pasillo hasta que llegaron a la zona de los contenedores. En ese lugar había siete puertas que llevaban a los siete contenedores. John señaló la número tres.

—Esta es la cabina de mando, aquí viviremos los tres. En cuanto este armatoste se ponga en movimiento los pasillos se desacoplarán permitiendo que los contendores se muevan en torno al eje con la velocidad suficiente para que en su interior haya una gravedad de aproximadamente 0.4 g un poco más de la que hay en Marte.

John le enseñó su nuevo hábitat y le sorprendió por lo espacioso y completo que era. Al contrarió del resto de las naves que había pilotado, allí estaba claro dónde estaba el arriba y el abajo. Volaron lentamente por todas la estancia mientras la mujer reconocía todas las instalaciones que hasta ese momento solo había visto en planos y fotografías.

Terminaron el tour en la cabina de mandos. Al igual que todas las naves espaciales tenían un montón de botones de colores aunque casi todos ellos se activaban automáticamente sin la intervención de sus pilotos.

—Hay un segundo contenedor que a última hora hemos acoplado. —dijo John tirando de su sorprendida compañera.

—Esto es muy irregular, ¿De dónde ha salido la financiación?—protestó Fen— Mi gobierno debió ser informado de…

—Un par de dólares de aquí, unos cuantos euros de allí…—respondió John acercándose a una puerta lateral que unía al hábitat con el contenedor de al lado.

—¿Qué vas a hacer? ¿Y la despresurización? —preguntó Fen al ver como John se acercaba a la puerta.

—Tranquila —dijo el americano sonriendo y apartando el precinto que solo estaba colocado para que pareciese intacto.

—¿Y el precinto? Se supone que este contenedor no debería abrirse antes del amartizaje.

—No hay problema, ni siquiera los funcionarios de tu gobierno están tan locos como para mandar un inspector al espacio exterior a revisar un contenedor que no existe.

—¡Los occidentales y vuestro desdén por las normas…!

Las palabras de la joven murieron en la boca al ver lo que había al otro lado de la compuerta. Una pradera de hierba verde y fragante cuajada de pequeñas flores amarillas crecía en un compartimento circular con el techo en forma de cúpula. En uno de los cuadrantes un pequeño bosquecillo de Bambú llamó la atención de la joven y le hizo sonreír con nostalgia.

—Y esto no es todo. —dijo el americano presionando un interruptor.

En ese momento el techo se deslizó dejando paso a un gigantesco mirador en el que se veía todo el firmamento.

La joven abrió la boca turbada y John no pudo resistir más sus impulsos y la besó. Fen intentó resistirse pero el aroma, la suavidad del beso del desconocido y la belleza del entorno la subyugaron dejándola sin capacidad de respuesta.

John la abrazó de nuevo y la volvió a besar. No dejó de hacerlo hasta que estuvo seguro de que no escaparía.

—Esta es la ecosfera. Fue la última en terminarse, por eso no tenías imágenes de ella. —dijo él—¿Es magnífica verdad? El exterior tiene una capa de grafeno que protege la cúpula de la radiación y los micrometeoritos.

—¡Vamos! —exclamó Carpenter cogiendo a la joven del brazo y dándose impulso.

John abrazó a la joven y ambos volaron por el interior del compartimento suavemente mientras se abrazaban y besaban de nuevo.

—¿Sabes que es la única oportunidad que tendremos de follar en un lugar así, en ausencia de gravedad? —susurró el hombre conspirativo al oído de la joven aprovechando para mordisquearle el lóbulo de la oreja.

Fen sintió una descarga eléctrica al sentir el contacto de la lengua de aquel hombre en su oreja y su cuello y jadeó excitada.

John sonrió y volvió a besar esos ojos oscuros y esos labios gruesos y rojos. El vuelo terminó bruscamente aunque John tuvo reflejos suficientes para amortiguar el golpe con su hombro mientras protegía el menudo cuerpo de la joven.

Agarrados a la estructura con una mano se quitaron la ropa apresuradamente hasta que quedaron totalmente desnudos. Fen sintió como el frío mordía su cuerpo haciendo que se erizasen sus pezones y se le pusiese la piel de gallina, pero casi inmediatamente sintió las cálidas manos del hombre aportándole calor con sus caricias.

Fen repasó el cuerpo desnudo y musculoso del hombre. Era pálido y estaba punteado de innumerables pecas. De entre sus piernas emergía la polla más grande que jamás había visto orlada con una mata vello rojo y rizado. La joven alargó la mano y rozó el miembro del hombre con la punta de sus dedos.

John se estremeció ante el contacto, abrazó el cuerpo menudo y enjuto de la joven y se lanzó de nuevo hacia el centro de la estancia.

Con maestría John se giró ciento ochenta grados y quedó abrazado a las piernas de ella. Antes de que Fen pudiese reaccionar, el americano estaba besando y mordisqueando el interior de sus piernas.

La joven se estremeció y abrió las piernas atrayendo a John hacía su sexo inflamado. John no se hizo de rogar y le acarició la vulva con sus labios arrancando a la joven un sordo y prolongado gemido de placer.

Fen se dobló de placer ante los besos y los lametones de su amante. Intentó agarrarse a algo y lo único que encontró en medio del contenedor fue la polla de John.

Esta vez fue John el que gimió cuando la joven metió la polla en su boca. Las manos del astronauta se agarraron a la cintura de la joven y siguió lamiendo y recibiendo lametones mientras ambos daban lentas volteretas, ingrávidos, en la atmósfera del contenedor.

Poco a poco llegaron a la pared del contenedor y John se agarró a un asidero y se dio la vuelta quedando cara a cara con la joven mientras sus sexos se rozaban hambrientos.

No espero más y acorralando a la joven contra la pared la penetró sin dejar de ahogarse en aquellos grandes ojos negros. Fen se apretó contra él y le rodeó la cintura con sus piernas mientras John la embestía con fuerza haciendo temblar todo su cuerpo.

Fen tuvo que morderse el labio para ahogar un grito al sentir como el miembro del yanqui se abría paso en su sexo estirándolo hasta el límite y colmándola con un intenso placer.

Jonathan siguió empujando y disfrutando del cálido y estrecho sexo de la joven hasta que tuvo que apartarse a punto de correrse. Fen Yue aprovechó para escurrirse y con un poderoso empujón voló directamente hacia el bosquecillo de bambú. Carpenter la siguió un par de segundos después con una sonrisa.

Al llegar a los bambúes Fen extendió los brazos y se agarró a uno de los troncos que se dobló y se bamboleo pero resistió sin problema el impacto.

La planta que eligió John, a pesar de ser una de las más gruesas tuvo mayor dificultad en aguantar la masa del astronauta, pero tras soltar un sonoro crujido se enderezó volviendo a su posición original.

Mientras ella trepaba en dirección al suelo por el bambú, John saltó hasta la planta agarrando a la joven por la espalda y volviendo a penetrarla.

Fen jadeó al notar al hombre de nuevo dentro de ella y se agarró fuerte a la planta mientras era follada boca abajo.

John envolvió a la joven por su envergadura abrazando su torso y acariciando sus pechos mientras seguía follándosela.

Tras unos instantes Fen continuó bajando con su amante encima hasta tocar con sus extremidades la fragante pradera.

Al llegar al suelo John dio la vuelta a la joven y separándola unos centímetros del suelo la volvió a penetrar a la vez que daba un suave empujón.

Fen jadeó y se agarró al hombre que empujaba en sus entrañas a la vez que la hierba acariciaba su espalda. Justo cuando la imagen de la tierra apareció por encima del hombro de John este eyaculó colmando su coño con un líquido espeso y arrasador.

A pesar de ello el hombre no se rindió y agarrándose al suelo se dio la vuelta dejando que fuese ella la que tomase la iniciativa. En ese momento Fen comenzó a ensartarse con la polla aun dura de John sin fuerzas ya para contener sus gemidos.

Tras unos minutos de salvaje cabalgada con una Fen al borde del orgasmo John echó a la joven hacía atrás de un empujón y sin dejar que se separara comenzó a impulsarse hacia un lado consiguiendo que ambos giraran sobre sí mismos como uno solo. Un último impulso los separó del suelo y poco a poco el yanqui fue tirando de ella hacia él, sin dejar de moverse en su interior, acelerando la velocidad de sus giros y consiguiendo que la joven se corriese mientras giraban a una velocidad increíble suspendidos en el espacio.

El cuerpo entero de la joven se crispó en un monumental orgasmo prolongado por la sensación de mareo y una nueva eyaculación del americano en su interior. Fen gritó descontroladamente y tras comerse a besos a su amante soltó sus brazos de los hombros del joven dejando su cuerpo flotar inerte y sintiendo como la velocidad de sus giros decrecía poco a poco sin llegar a pararse.

—¡Uff! —dijo John apartando minúsculas esferas flotantes de sudor y jugos orgásmicos—Después de trece años de proyecto, dos de entrenamiento, un viaje lleno de peligros y una vida de película, probablemente este va a ser el acontecimiento más memorable de mi vida.

Fen se separó y no dijo nada reflexionando mientras miraba la tierra girar lentamente cuatrocientos kilómetros más abajo. Era la primera vez que se saltaba las reglas dejándose llevar por sus impulsos y también era la primera vez que se sentía realmente viva.

—¿No crees que mañana deberíamos hacer una nueva inspección de los contenedores tres y cuatro para verificar que está todo preparado? —dijo John cogiendo un par de las pequeñas flores amarillas y enredándolas en el negro cabello de Fen Yue.

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Relato erótico: “Mi primer tatuaje” (POR ROCIO)

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Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando entré en la tienda de tatuados “Ribbon”, del barrio de Unión de Montevideo. Para esa ocasión salí de casa con ropa muy cortita: una remera ajustada de color rojo, una faldita blanca y sandalias. Por orden del jefe de mi papá, tuve que salir sin braguitas ni sujetadores. La faldita era tan corta que tenía que acomodármela todo el rato para que no revelara tanta carne durante mi caminar, la gente en la calle no disimulaba la mirada y para colmo la remera era tan ceñida que hacía que mis pezones se percibieran ligeramente. Y mis tetas, que son grandes, saltaban notoriamente a cada paso que daba. Básicamente me sentía la más puta de todo Uruguay con tanto cabrón mirándome y piropeándome.  
Las tiendas de tatuajes que había visitado durante toda la tarde eran terribles, parecían lugares clandestinos, con música rock a tope y muchachos punkers apestosos como encargados de los locales. Pero esa tienda en especial no era como las otras. Era un lugar muy bonito, muy aséptico, olía a rosas e incluso me gustaba la música reggae que ponía el dueño (no me refiero al reggaetón, se llama reggae).  Me sentí muy cómoda nada más ingresar.
En los estantes de vidrio a la izquierda, cerca de la entrada, había varios modelos de dibujos: Rosas, mariposas e incluso dragones. A la derecha, en cambio, había un montón de aros, bolillas y demás piercings con piedras preciosas o simples. El solo imaginar que debía elegir alguno de ellos me hizo poner muy nerviosa, pues nunca en mi vida he llevado tatuajes y ni mucho menos me he planteado injertarme piercings. Es que era algo que sobrepasaba mi límite.
Y mientras ojeaba el álbum de diseños encadenado al mostrador, se me acercó un atractivo hombre de tez negra, alto, bastante fuerte de complexión, la cabeza rapada y con barbita en el mentón, parecía una estrella de cine. Tenía tatuajes que le cubrían ambos brazos, también el cuello y además poseía un arito diminuto injertado en el labio inferior. Me pasé toda la tarde viendo a esa clase de gente por lo que ya no me sorprendía ni me asustaba. Muy amablemente me saludó. Por la forma de expresarse se notaba que era brasilero:
-“Olá”, menina. ¿Cómo te puedo ayudar?
-Buenos días, señor. He venido para hacerme un tatuaje temporal, nada permanente.
-No hay problema, eso no tardará mucho. ¿Ya sabes lo que quieres ponerte?
-Sí, sé lo que quiero ponerme… Señor, sobre eso, esta es la cuarta tienda de tatuajes que visito esta tarde, prométame que no me echará de aquí como los otros.
-¡Ja ja! ¿Por qué habría de echar a una menina tan bonita como tú?
Me puse coloradísima y me reí forzadamente. Cerré el álbum de tatuajes y, clavando mis ojos en los suyos con determinación, le solté la bomba:
-Señor, voy a ser directa. Necesito que pongas “Perra en celo” en el cóccix. Y que ponga “Putita tragasemen” en mi vientre.
Deus Santo
-No me juzgues con esa mirada. ¿Ves por qué me han echado de las otras tiendas? En una, un muchacho me dijo: “Puta, si me das una mamada te lo hago gratis”, así que salí de ahí muy indignada. ¡Yo no soy ninguna puta, que quede claro!
Menina, menina, es que esas son dos frases muy feas. ¿Tu novio te pidió que te tatuaras eso?
-Sí, claro… mi novio me lo ha pedido –mentí. La verdad es que fue el señor López, el jefe de mi papá, quien me ordenó que me pusiera piercings y tatuajes. Iba a llevarme a su casa de playa dentro de una semana para “pasarla bien” con él y sus amigos, y me pidió… me ordenó que “adornara” mi cuerpo con un par de cosas.
Realmente no tenía opción. Si cumplía con él, le darían un puesto a mi hermano Sebastián a tiempo parcial en la empresa. Y la paga para él sería buena. Simplemente tenía que aguantar otra sesión de orgía con viejos depravados. Solo una sesión más de trancas y alcohol, y podría encauzar la seguridad económica de mi familia. Y para qué mentir, tampoco es que me asqueaba la idea: cuando el jefe de mi papá me pidió que me hiciera un tatuaje guarro y que me pusiera piercings en la lengua y el pezón, me calenté un poquito.
-Bellísima, yo jamás te pediría ponerte algo tan fuerte en tu cuerpo, pese a que sea un tatuaje no permanente.
-Gracias señor, pero lo tengo decidido. Así que saque sus herramientas y hágalo rápido.
-No pierdes tiempo.
-Cuanto antes terminemos mejor. Así que por favor, dígame dónde debo ir. 
Minha mae… Ve al fondo, al cuarto tras las cortinas. Espérame allí porque voy a prepararme.
-No sabe cuánto le agradezco, señor. Pensé que no iba a conseguir a alguien que me ayudara.
-Lo haré porque me pareces una menina muito bela. Ahora ve, te llevaré un álbum para que elijas el tipo de letra.
Avancé hasta donde me indicó, descorrí la cortina y entré en un pequeño cuarto con paredes rojas y espejos adosados a ellas. Una preciosa angelita pelirroja estaba dibujada en la pared frente a mí, mientras que en un costado había un dibujo de una chica skater que ojeaba su patineta, y al otro lado había un dibujo de una valkiria que parecía sonreírme.  
Me sujeté de una mesita pegada a la entrada. Estaba repleta de papeles, servilletas, un notebook, recipientes con alcohol, vaselina. Todo aquello me dio un miedo atroz.
-Acuéstate en la camilla del centro, menina –dijo poniéndose unos guantes blancos de látex.
Me subí, era un poco alta y parecía el sillón de un dentista. Era de cuero y el tacto se sentía agradable, pero hice un gesto de dolor al sentarme porque mi culo aún me dolía tras la sesión de noches atrás, en donde me metieron hasta cuatro dedos y lo filmaron en HD.
El hombre se acercó con un álbum y lo abrió para mostrarme los distintos tipos de tipografía que tenía disponible. Como se trataba de un tatuaje que no duraría mucho, quise elegir un tipo de letra al azar, preferentemente uno horrible para encabronar a mis maduros amantes. Pero me llamó mucho la atención una llamada “Ruach Let Plain”, así que puse mi dedo índice sobre dicha tipografía y le dije al hombre:
-Quiero este. Es linda la letra.
-Claro, menina. Ya te lo imprimo.
Se acercó a su notebook y, mirándome con una sonrisa, puso los dedos en el teclado:
-¿Qué palabras querías ponerte, senhorita?
-Serás cabrón…
-Lo pregunto en serio.
-Pufff… “Putita Tragasemen”.
-P-u-t-i-t…
-Dios santo, ¡escríbelo en voz baja!
-Ya está. Lo estoy imprimiendo. Baja un poquito la faldita, pintaré cerca de tu monte de venus.
-¿Va a doler?
-¿Estás bromeado, menina? Claro que no. Si quieres un tatuaje de verdad, ahí la historia será diferente. Pero para presumir tattoo de verdad, hay que sufrir, así es la historia. ¿Tú quieres un tatuaje de verdad? 
-No me gusta la idea de tener algo permanente, tal vez lo haga en otra vida, señor.
Bajé mi faldita, el negro se sorprendió al ver que, mientras más plegaba la tela hacia abajo, no había nada que me pudiera cubrir mi coño. Vamos, que se dio cuenta que me paseé casi en pelotas por todo Montevideo. Por su mirada mientras posaba su mano en mi cinturita, deduje que me estaba llamando de todo menos “santa” en sus pensamientos.
Menina, a ti te quedaría muy bien un tatuaje de una rosa de color rojo, hacia un lado de tu cadera.
Con su mano retiró mi faldita por unos centímetros más para mostrarme dónde quedaría lindo un tatuaje de verdad. Para ser sincera, me calentó un poquito la manera tan sutil y amable de tocarme. Pero era evidente que quería quitarme la faldita y contemplar mi conejito, sus dedos poco a poco retiraban la pequeña tela que me cubría pero hice fuerzas para atajarla y que no viera más de lo que debía.
-Te dije que no quiero un tatuaje de verdad. Vamos, a pintar de una vez, señor.
-Pues es una pena. Allá vamos, menina… -Se sentó en una butaca y se acercó hasta colocarse entre mis muslos. Instintivamente quise cerrarle para que no viera más de lo necesario, pero él las tomó con sus enormes manos y me las separó, mirando de reojo mi expuesto chumino, y se hizo lugar para pintarme.
Sin saber yo dónde meter mi cara roja, él limpió mi vientre con un trapito frío y húmedo, y plegó en mi piel aquel papel que había imprimido. Al retirarlo, empezó a utilizar su aerógrafo. Sentía cosquillas, y de vez en cuando daba pequeños sobresaltos, pero él con su mano libre me sujetaba fuerte y me pedía que me quedara mansa.
Cuando terminó de pintar una palabra, creo que “Putita”, sopló ahí donde pintó y me hizo dar un brinco de sorpresa. El negro se rió de mí, y acariciándome la zona recién pintada, me dijo:
-No puedo creer que me haya olvidado preguntar el nombre de una chica tan bonita como tú.
-Ro… Rocío, me llamo Rocío  –le dije suspirando, la verdad es que yo estaba algo sugestionada. El cabronazo me seguía acariciando, soplando, tratando de plegar mi faldita de manera disimulada, creo que ya se podía apreciar mi mata de vello púbico. Mi cara estaba rojísima y mis pezones querían reventar bajo la remera. Mis manos temblaban pero hacían lo posible para que el negro no viera más de lo necesario.
-Ah, no me digas “señor”, yo me llamo Ricardo. Ahora ponte de nuevo quieta que voy a pintar la última palabra.
Tras cinco minutos más, Ricardo terminó su trabajo. Me mostró cómo quedó, pasándome un espejo. Pero lo que me alarmó fue ver cómo un poco de humedad se impregnaba en mis muslos y en su silla. Seguro que él lo había notado también, es que tanto toqueteo sutil me puso muy caliente y el charco que dejé fue muy evidente.  
Lejos de decirme que era una puta o una chica indecente, siguió profesionalmente su trabajo:
-Menina bonita, vamos a ponerte los piercings antes de dibujarte el tatuaje en el cóccix.
-Ay Dios, los piercings. ¿Eso sí que va a doler, no?
-Trataré de que no te duela tanto, Rocío. ¿Dónde te los vas a poner?
– Quiero una… quiero una bolilla en la lengua.
-OoooK. ¿Es todo?
-No, hay más. Madre mía, quiero que me injertes un arito en un pezón.
-Lo primero será fácil. Pero lo otro… Quítate la camiseta, Rocío, tengo que ver.
-No quiero…
-¿Eh? No tengas vergüenza, menina, yo he trabajado con muchas chicas.
-Sí, no me cabe duda, Ricardo…
Me ayudó a retirar la camiseta, la plegó y la dejó en su escritorio. Ya he dicho que tengo tetas bastante grandes, pero debo decir que mis pezones son muy pequeños. Con la cara coloradísima, me tapé los senos con las manos. El negro reventó a carcajadas, y sutilmente, me retiró las manos para que pudiera mostrarle mis tetas en todo su esplendor.
Palpó mi pezón rosadito con total naturalidad, gemí como cerdita y cerré los ojos mientras él jugaba. Me estaba volviendo loquísima, no sé si lo hacía adrede o era parte de su trabajo. Sea como fuere, yo empezaba a tener ganas de carne. A los pocos segundos, soltó mi pezón y carraspeó para sacarme de mis pensamientos lascivos:
-Tienes un pezón muy pequeño, va a ser difícil anillarte, Rocío. Pero con un cubito de hielo puedo hacer magia. Tengo un álbum lleno de fotos para que elijas cuál arito te pega más.
-Ufff… Simplemente ponme uno que te guste y ya.
Salió del cuarto por un par de minutos, y volvió con un cofrecito con aros, así como un vasito con un par de cubitos de hielo. Seleccionó un aro de titanio con una bolita y me lo mostró. Le dije que tenía pinta de ser caro, pero él me respondió que no me preocupara porque me lo iba a regalar. Retiró un cubito de hielo del vaso y se acercó peligrosamente hacia mis tetas.
-Quita tus manos, Rocío, ya te dije que no tengas vergüenza. Esto lo hago casi todos los días.
Me mordí los labios y saqué mi mano de mi teta izquierda, indicándole con la mirada que era esa la que debía trabajar. Cerré mis ojos y me dije para mis adentros que tenía que aguantar, que no debía gemir como una maldita niña inmadura. Yo estaba caliente, estaba muy susceptible, ese hombre para colmo era muy guapo y su voz con acento brasilero me derretía.
-¡Hummm! Diosss… Frío, frío, frío…
-Calma, menina preciosa, estoy pasando el cubito, hay que estimular ese pezón tan pequeño.
-Ricardo… en serio está muy frío… Deja de restregarlo asíii…
-Es un cubo de hielo, menina, ¿qué esperabas? Enseguida te acostumbrarás.
Y así fue que, tras dibujar círculos varias veces me logré acostumbrar. Se detenía en la punta del pezón, soplando y tocándolo de manera muy sensual. Me decía cosas muy bonitas, no sé qué quería decir porque no sé mucho portugués, pero por el tono de su voz imagino que quería tranquilizarme o halagarme por estar aguantando. Vi de reojo que efectivamente mi pezón estaba paradito; miré a Ricardo, me sonreía, era tan guapo; quería decirle que chupara la teta y me hiciera suya, pero realmente estaba cansada de parecer una chica fácil, últimamente, y como podrán comprobar en mis otros relatos, parecía que hombre que veía, hombre que me follaba hasta hacerme llorar. Me armé de fuerzas y traté de actuar lo más normal posible.
-Ufff… Funcionó, Ricardo…
-¿Qué te dije, eh? Ahora estate quieta, vamos a injertar este lindo aro.
Trajo una pinza de doble aro y aprisionó mi erecto pezón con ella. Agarró una aguja de su mesita y reposó la punta filosa en el aro de la pinza, lista para perforarme. Tengo que admitirlo, me dio un miedo atroz, parecía que estaba en una maldita carnicería clandestina. Cerré mis ojos con fuerza, mordí los labios y empuñé mis manos esperando el doloroso momento, pero Ricardo no atravesó la aguja, seguro vio mi carita de chica espantada y trató de tranquilizarme:
-Rocío, eres la chica más bonita que ha entrado aquí en mucho tiempo. Y mira que he tenido muchas clientas.
-¿En serio, Ricardo? Gracias. Desde que entré no has parado de decirme cosas bonitAAAAASSSSS… CABRÓN, LO HAS HECHO ADREDE.
-¡Quieta, menina! Voy a injertar el aro por el agujerito que acabo de hacer, ¡quieta!
-¡HIJOPUTA! ¿Eso es sangre? ¿¡Es que quieres matarme!?
-No, no, no, es normal, es solo una gotita, ¡espera que ya lo estoy injertando!
-¡Dios mío voy a morir desangrada!
-Estás exagerando Rocío, solo aguanta un poco más, ya casi está.
-¡En serio no quiero moriiiir!
Me deus… ya está, menina, eres una exagerada… Oye, ¿¡estás llorando!?
-No, no estoy llorando, imbécil –dije secándome las lágrimas que corrían como ríos por mis mejillas. La verdad es que fue una experiencia muy rápida pero de lo más infernal. 
Ricardo me tomó del mentón con sus enguantadas manos, sonriéndome como si no hubiera pasado nada. Yo no quería mirarlo a los ojos, los míos estaban vidriosos, mi carita estaba toda colorada y para colmo estaba temblando muy notablemente.
-Rocío, no he mentido cuando te dije que eres la menina más hermosa.
-Perdón Ricardo, no quise decirte “hijoputa” ni “imbécil”, en serio, a veces suelo ser muy grosera.
-Bueno, no pasa nada. Deberías oír  a los machitos a quienes tatúo. Si es que lloran como chiquillas de diez años.
Estábamos tan cerca, tenía ganas de besarlo. Cuando me acerqué para unir mi boca con la suya porque ya no aguantaba más, él se levantó y me acarició el cabello como si yo fuera una hija, sobrina o algo así. Me cabreó, es como si quisiera evitarme. Yo estaba casi desnuda, solo una maldita falda arrugada era el único trapito que me impedía estar a su merced, y aún así él se comportaba como un caballero.
Me limpió la teta con gasas y desinfectantes, tan profesional como era de esperar mientras yo me mordía los labios otra vez, gimiendo por el dolor punzante que a veces me venía.
-¿Segura que quieres continuar? Podemos hacerlo mañana.
-No, Ricardo, cuanto antes mejor.
-Pues bien menina, date media vuelta, voy a poner el tatuaje  en el cóccix. “Perra en celo”, ¿no?
-Diossss, qué vergüenza. Sí, hazlo rápido por favor…
Me di media vuelta, mis tetas se aplastaron contra el asiento de cuero. Me acomodé para que mi pezón recién perforado no me causara molestia, sujeté mis manos en sendos lados de la camilla y cerré los ojos. Escuché cómo tecleaba la palabra en su notebook para posteriormente imprimirla. Se acercó y tomó el pliegue de mi faldita para bajarla. A esa altura ya me daba igual, iba a dejar que me viera todo el culo si fuera por mí, estaba caliente por él e iba a hacer lo posible por encenderle los motores.
Tocó con su mano allí donde moría mi espalda y empezaban a nacer mis nalgas. “¿Quieres que dibuje aquí?” me preguntó. Le dije que quería un poquito más abajo. Llevé mis manos a mi faldita y la bajé más, dejándole ver el nacimiento de la raja de mi culito. Ricardo se mantuvo callado por unos segundos, yo no podía verle pero imagino que estaba contemplando mi cola como un perro faldero.
-OoooK… Voy a empezar.
Se sentó en su butaca y se puso a mi lado, una mano la reposó en mi nalga mientras que con la otra empezó a pintar las palabras. Realmente no dolía nada, pero aún así gemí como una putita para conseguir excitarlo. O al menos tratar de ponerle.
Mientras más pintaba, más movía mis piernas y más cedía la faldita. Creo que llegó un punto en donde la mitad de mis nalgas ya estaban expuestas. Si eso no lo ponía, madre del amor hermoso, no sé qué más podría funcionar. Cuando terminó de pintar, me dio un sonoro guantazo a la cola que me hizo chillar de sorpresa.
-¡Auch! ¡Ricardo!
-Listo, Rocío. Ya hemos terminado con los dos tatuajes temporales. Ya tienes un piercing en el pezón, solo falta el de la lengua. Si quieres continuamos mañana… ¿Qué me dices?
-Ya te dije que no, quiero hacerlo todo hoy. ¿Va a doler como con el pezón?
-Por suerte no tanto. Descansa un momento, ponte tu camiseta si lo deseas mientras voy a por el equipo.
-No quiero ponérmela todavía, me duele un poco el pezón –mentí. Me levanté para desperezarme un poco y reacomodarme la faldita lo más decentemente posible. Contemplé con mucha vergüenza lo encharcado que estaba su asiento de cuero, era evidente que se trataba de mis fluidos y me daba muchísimo corte. Si es que el jefe de mi papá tenía razón al elegir “Perra en celo” como tatuaje, menudo cabrón.
-Siéntate de nuevo, Rocío.
-Perdón por estar casi desnuda, vaya, seguro pensarás que soy alguna clase de zorra barata.
-Bueno… quitando el hecho de las groserías que acabo de tatuarte, creo que eres una chica muy decente. Casi. Vamos, siéntate y muéstrame tu lengua.
-¿Así?
-Perfecto. Quédate quieta.
Sujetó la puntita de mi lengua con una pinza similar a la anterior. Rápidamente, como si quisiera prevenir que me zarandeara como loca, me lo atravesó con una aguja, y con una velocidad tremenda, logró injertarme la bolilla. Pero para su sorpresa, aguanté como una campeona, no puse mucha resistencia y para orgullo mío, apenas lagrimeé. Enroscó la base del piercing para asegurarla, y tras sonreírme, me mostró cómo me quedó, facilitándome un espejito.
-¿Te gusta, Rocío?
-Ezz prezziozzo…
Menina, es verdad, vas a hablar raro un rato, tienes que acostumbrarte.
-Mmm… ziento que la boliyyya me golpea los dientezzz…
-¿Eso era todo, Rocío?
-Zzzí, ezz todo. Trabajo terminado.
Ricardo volvió a tomarme del mentón, y sin preámbulos, me besó. Sentí mariposas en el estómago y mucho fuego en el resto de mi cuerpo, por fin se decidió a mover ficha. Pese a que el piercing me molestaba, disfruté de su enorme lengua recorriendo toda mi boquita. Puso mucho en chupar mis labios y evitar la lengua recién perforada, seguramente sabía que estaría muy sensible aún.
-Rocío, soy un profesional, estuve aguantándome toda la tarde pues quería terminar mi trabajo… Pero me deus, qué cosa mais bonita eres…
-Yicadyo…
-No hables, Rocío. Quiero arrancarte la faldita y follarte aquí en la camilla, me pones como una moto, menina, es la puta verdad. Pero no haré nada si tú no quieres. Si lo deseas, me levantaré y te acompañaré hasta la salida como un caballero. No te cobraré el servicio decidas lo que decidas.
-No, no… no, Yicadyo…
La verdad es que era un parto tratar de hablar. Quería decirle un montón de cosas, pero como me dolía la boca a cada sílaba que soltaba, decidí ahorrar palabras e ir directo al grano. Le tomé de la mano, trayéndolo más y más contra la camilla en donde yo estaba ardiendo. Toda la tarde tocándome, piropeándome, tratándome como a una reina. ¿Qué chica en este mundo se podría aguantar? Era tan hermoso, su sonrisa, sus ojos, su olor a macho me cautivaba, su confianza y su acento lo hacían el ser humano más encantador de todo Uruguay. Con mi cara coloradísima y los ojos muy humedecidos, le confesé:
-Pod favod, deja de podtadte como un cabayedo…
-¿Qué? No entendí… ¿Estás diciéndome que quieres que te folle?
-Bueno… Tampoco zzoy una putita fácil, eh…
-Ah, pues no quieres que te folle, ¿no?
-Diozzzz… Serás cabrón… Está bieeeen… zoy una putita… lo pone claro en el tatuaje, imbécil…
-Mierda, apenas te entiendo menina… Dilo fuerte y claro. ¿Eres una puta o no?
-Zoy una putitaaaa… fóllame ya por favor, eres un cabronazo, me has calentado toda la tarde adredeeee…
-¿Te calenté adrede? ¡Ja! Te has calentado tú solita. La verdad es que encharcaste mi sillón, guarra.  
Se aljó para subir el volumen de su equipo de sonido. El reggae infestaba todo el lugar, seguramente lo hizo para que nadie de afuera escuchara la sinfonía de gritos y chillidos que yo haría al ser montada por ese semental. Se retiró el jean y, al bajar su ropa interior, abrí los ojos como platos y me sujeté del sillón para no caerme del susto. No solo por el pollón que tenía el cabronazo; resulta que tenía depilado el pubis y lo tenía tatuado con dibujos de llamas. Ese infeliz estaba loco, pero yo más.
-Ezzz… enodmeee…
Se apoyó a los lados de mi sillón, su tranca gigantesca y negra se acercaba peligrosamente a mi coñito. Cuando se pegó a mí, empezó a restregarlo deliciosamente contra mi rajita. Mis carnes estaban hirviendo, mi chumino estaba hinchado, rojo, caliente. Casi me desmayé de lo rico que se sentía en mis pliegues, pero por lo visto el cabrón no tenía ganas de penetrarme.
-¿Lo quieres, menina? Es todo tuyo, pero solo si me lo pides.
-Ufff… Fóyameee… pod favoood….
-No sé, Rocío, no sé. ¿Y me puedo correr dentro de ti?
-Uffff… Noooo… Estás loco… Nada de eso, solo fóllameee…
Remangué mi faldita por mi cintura, separé mis piernas y con ellas rodeé su espalda, trayéndolo junto a mí. Puse mis manos en sus hombros para tener algo de qué sujetarme en caso de que hiciera revolverme del placer. Yo estaba a tope, no sé qué más quería él, empujé mi pelvis contra él para que su polla entrara de una puta vez, pero él no quería metérmela aún.
-No te follaré hasta que me pidas que me corra dentro de ti, menina.
-Vaaaa… Serás infeliz… No, no, no te corras adentroooo… Fóllame de una vez por el amor de todos los santos…
Llevó una mano a mi coñito y empezó a buscar mi clítoris. Al encontrarlo, no tardó en estimularlo. Yo parecía una maldita poseída, quise volver a decirle que me hiciera su puta pero la verdad es que entre el piercing de la lengua y mis gemidos, solo salieron balbuceos que no entendía ni dios. Casi perdí la visión debido a la rica estimulación, mis piernas cedieron al igual que mis brazos, quedando colgados como si yo no pudiera controlarlos.
-Madre míaaaa….
-Rocío, meu deus, eres una puta en serio. ¡Mira cómo mojaste mi mano!
-Y tú eres un cabronazo de campeonatoooo…
-¡Ja ja! A pollazos te voy a tranquilizar, nena. ¿Vas a dejarme correr en tu cocha o qué?
-Cabróoon… valeeee, ¡ya deja de hablar que me vas a volver loca!
-Vaya flor de puta encontré. Chupa mis dedos, putón, vamos.
Lamí sus dedos que estaban, efectivamente, encharcados de mis propios jugos. No voy a mentir, no fue delicioso, pero estaba tan caliente que no me importaba probar el sabor de mi coñito. Mientras lamía su dedo corazón, aproveché y tomé su mano con las mías. Le miré con una carita de perrita degollada:
-Tienes una tranca enorme, Ricardo, trata de no partirme en dos. Sé cuidadoso, ¿sí?
El negro posó la punta del glande en mi entrada. Un ligero cosquilleo nació en mi vientre, mezcla de miedo y expectación. Realmente era un pedazo de carne de proporciones épicas, no sabía cómo algo así iba a caberme, por más lubricada y ansiosa que estuviera. Él se apoyó de los lados del sillón, y de un impulso metió la cabeza de su carne. Arañé sus hombros y me mordí los labios al sentirlo por fin adentro.
-Ughhh… No, no, hazlo más lento, te lo pido en serio, negro.
-¿Te gusta, Rocío? ¿Quieres más?
-Diossss… por favor, Ricardo, ¿me quieres desgarrar o quéee?
Empezó a empujar, más y más, contemplando mi cara roja de vicio. Cuando media tranca se encontraba enterrada, hizo movimientos circulares con su pollón dentro de mí que me volvieron loca. Se sentía tan rico que sentí que me iba a desmayar, pero tenía que aguantar para poder gozar de tan tremendo macho. Empezó a decirme palabras obscenas en su idioma, pero a mí no me importaba, yo también le insultaba en el mío. Cuando notó que las paredes de mi gruta se estaban acostumbrando a su tamaño, dio un envión que me hizo chillar como una auténtica loca. Si no fuera por la música tan fuerte, mi grito se hubiera escuchado hasta el otro lado de la calle.
Ricardo retiró un poco su pollón, viéndome vencida, babeando, con los ojos lagrimosos. Me acarició la mejilla y se acercó para meterme su lengua en mi boca y jugar con mi piercing nuevo. Cuando me vio más tranquilita, continuó embistiendo otra vez, lenta y caballerosamente, no como esos viejos cabrones con quienes solía estar.
Empezó a aumentar el ritmo, empezó a aumentar un poquito la incomodidad, realmente me estaba forzando mi agujerito y mis gemidos cada vez más fuertes así lo decían. El cabrón puso una cara feísima, muy rara, como si estuviera cabreado por alguna razón extraña, y me la clavó hasta el fondo. Grité, mi vista se nubló y perdí el control de mi cuerpo, era como si una maldita descarga eléctrica me dejara K.O.
Me tomó de la cinturita como para evitar que yo me escapara, aunque realmente yo no podría hacer nada pues mi cuerpo ya no me respondía. Sus enormes huevos golpearon secamente mis nalgas, y sentí cómo su miembro caliente palpitaba adentro de mí, para posteriormente correrse. Estuvo así casi un minuto, maldiciendo, gritando, parecía que la leche no paraba de salir de su verga, me dolía lo fuerte que me sujetaba y lo mucho que me forzaba acobijarlo en mi gruta.
Con un bufido animalesco, me soltó. Su polla hizo un sonido seco al salir de mí; me dolía un montón, por el reflejo de uno de los espejos contemplé el tremendo agujero ensanchado que el cabrón me dejó, mi coñito estaba hinchadísimo, enrojecido, con leche chorreando para afuera, recorriendo mis muslos y el cuero de la silla. Intenté reponerme pero era difícil, yo temblaba como una poseída.
-Ricardo… Ricardo estuvo fantástico…
-Menina, Rocío, la verdad es que tu cuerpito es un vicio.
-Necesito irme a tu baño, tengo que limpiarme.
Me ayudó a reponerme, recogí mis ropitas y salimos del cuartito. Cuando entré en el baño me vi en el espejo, realmente yo parecía y actuaba como la más puta de mi país. Y para qué mentir, me gustaba. Dejé que su semen se secara en mis muslos por puro morbo, recogí un poco con mi dedo y lo saboreé, ya me estaba acostumbrando a ese sabor rancio poco a poco.
Me puse mi remera roja y mi faldita blanca. Estaban arrugadas, desgastadas, cualquiera sabría qué es lo que estuve haciendo realmente.
Cuando salí del baño, me dirigí al mostrador donde Ricardo me esperaba sentado, ya vestido. Al acercarme a él para despedirme, me tomó de la manito de improviso y me hizo girar para él.
-Rocío, ¿en serio no quieres un tatuaje de verdad?
-Anda, sigues con eso, Ricardo.
-Piénsalo menina. Te pegaría. Una rosa roja.
-¿Y cuánto tardarías en hacérmelo?
-Dos, puede que tres días. ¿Qué me dices? La casa paga.
Arqueé los ojos y le sonreí. Acepté, le dije que me encantaría que fuera él quien me hiciera mi primer tatuaje permanente. Además, sería la excusa perfecta para volver a su local y poder estar juntos, sin que el jefe de mi papá se enterara de que me acostaba con un negro que triplicaba el tamaño de su polla.
Antes de irme, como aún notaba su bulto, le dije que le iba a hacer pasar su calentón. Cerró su tienda y me dediqué a comer su pollón a ritmo de la música reggae. Mis manos apenas podían agarrar la tranca, mi boca me dolía nada más tratar de tragar el glande, por lo que me limité a chupar la punta mientras lo pajeaba. Fue una odisea, y de hecho terminé de mamársela con un ligero dolor en la boca producto del sobre esfuerzo. Cuando se corrió, tragué lo que pude y dejé que el resto se secara dentro de mi boca y garganta.
Quiso agradecerme la cortesía, así que con sus poderosas manos me cargó y me sentó en su mostrador. Remangó de nuevo mi faldita hasta mi cintura, y me comió el chumino como ningún otro hombre. Su lengua sacó lo mejor de mí, y vaya que me mojé como una marrana mientras metía dedos y mordisqueaba mis labios vaginales.
Tras arreglarme nuevamente en su baño, y como se hacía tarde, llamé por el móvil al señor López para que me viniera a recoger. Fue él quien me dejó en medio del barrio de Unión esa tarde para que yo buscara por mi cuenta una tienda de tatuados, pues él tenía que almorzar con su esposa y no podría acompañarme. De mala gana, mi maduro amante aceptó venir a buscarme. Le esperé sentada en un banquillo de una plaza cerca de la tienda, con Ricardo haciéndome compañía.
-Adiós Ricardo, nos vemos mañana. Estoy ansiosa por hacerme un tatuaje de verdad.
-Adiós menina hermosa, te estaré esperando… ¿Ese hombre en el coche es tu padre?
-Ehmm… sí, es mi papá –mentí.
Me despedí besándolo en la mejilla, y corrí rumbo al coche para que Ricardo pudiera ver el bambolear de mi culito, húmedo y con su semen seco en mis muslos. Cuando subí al vehículo, el señor López arrancó el coche y me llevó a una zona descampada sin decirme nada.
Estacionó y encendió un cigarrillo. Le pregunté qué hacíamos ahí pero no me hizo caso. Cuando expelió el humo, me ordenó con su tono de macho alfa que me saliera del coche porque quería verme los tatuajes que me hice. Cuando salimos, hizo apoyarme de su capó para que pudiera inclinarme y poner la colita en pompa. Remangó mi faldita hasta mi cintura y, metiendo un dedo en mi culo mientras que con la otra mano palpaba mi tatuaje, me dijo:
-No creas que no sé lo que has estado haciendo con ese negro, ramera, se te nota en las piernas y el coño chorreando. Pero no estoy enojado pues eres libre de hacer lo que te guste y con quien te guste, con tal de que cumplas conmigo y mis colegas.
-Ughhh, odio cuando metes tu dedo ahí… Me parece perfecto que no te pongas celoso, don López, la verdad es que ese negro sí que es un hombre de verdad y sabe tratar a una dama, a diferencia de otros…
-Respondona como siempre, ¡ja! Mira, me gusta tu tatuaje, lo has hecho muy bien putita.
-Mmm… Deje de llamarme putita, imbécil.
-Date la vuelta y quítate la remera, quiero ver el arito… -Sacó su dedo y me dio un pellizco en la cola.
-Señor López, no sé… Me da corte seguir con esto, volvamos al coche y se lo mostraré… ¿Y si alguien nos ve aquí?
-Me importa una mierda si alguien nos ve. Rápido que no tengo tiempo, mi esposa me espera para cenar con mis hijos.
-Serás cabrón…
Me quité la remera y, con sus ojos muy iluminados, sonrió y palpó mi arito injertado en mi pequeño pezón. Tocando el titanio, la bolita, luego jugando con mi aureola, deteniéndose a veces en mi carnecita rosada para moverlo con la punta de su dedo, haciéndome gemir.
-Muy bien –dijo expeliendo el humo de su cigarrillo en mi cara, haciéndome toser-. Vístete rápido, Rocío, y sube al coche. Te llevaré a tu casa. Tu braguita y tu sujetador están en la guantera del coche.
-Gracias, las estaba extrañando…
-Vas a disculparme, pero mi colega, el señor Mereles, se masturbó con tus braguitas hoy en la oficina. Ahora está un poquito sucia, ¡ja ja!
-¡Será marrano!
-¡Ja! ¿Vas a volver a esa tienda de tatuajes?
-Pues claro que sí, señor López. Quiero hacerme un tatuaje de verdad, en mi cadera… aquí, ¿ve?
-Como quieras marranita, te lo pagaré yo. Ahora sube.
En los tres posteriores días, el señor López se encargó tanto de llevarme a la tienda como de recogerme, varias horas después. Debía ir siempre ligerita de ropas, y para colmo debía entregarle tanto mi sujetador como mis braguitas cada vez que me bajaba del coche. Al regresar, debía mostrarle en el descampado las pruebas de que, efectivamente, me follaba al negro, mostrándole el semen reseco en mis muslos y boquita. A veces le ponía caliente verme en esas condiciones, tanto que no aguantaba la situación y se dedicaba a montarme un rato a la intemperie antes de devolverme a mi casa.
Pero lejos de quedarme con esos recuerdos, prefiero quedarme con los de Ricardo, un auténtico macho negro y caballeroso. Vi las estrellas cada vez que me hacía suya en su camilla y en su baño al ritmo de su música reggae, entre las pinzas, agujas y aerógrafos de su local. En esos días llegué a memorizar todos y cada uno de los tatuajes de su esbelto cuerpo, y muy sobre todo recordaré el fuego dibujado en su pubis depilado.
Y en cuanto a mi primer tatuaje, aquella rosa roja dolió muchísimo; pero Ricardo, su boca, sus manos y su voz tan hermosa me consolaban cada vez que lagrimeaba o chillaba. Y a veces, entre los minutos de descanso, me sentaba en su regazo y dejaba que él me estimulara vaginalmente. El cabrón era muy bueno en esas lides y le gustaba verme balbucear de placer, retorciéndome y temblando en sus piernas. Y para compensar su amabilidad, antes de irme solía hacerle un oral, aunque sacarle leche era un auténtico martirio porque tenía mucho aguante, exigiéndome a usar todos los trucos que había aprendido.
Cuando terminó de colorear el tatuaje de la rosa, en el tercer día, se dedicó a fotografiarme. Supuestamente debía fotografiar el tatuaje para archivarlo en su álbum de muestra, pero realmente se empeñó en sacar fotos a otras zonas de mi cuerpo, aunque a mí no me importó mucho y con gusto hice varias poses lascivas. Me dio una copia de las imágenes y hasta hoy las guardo con mucho cariño.  
Pero el fin de semana había llegado y tenía que prepararme para irme a la casa de playa del señor López. Le mentí a mi papá, le dije que iría a dormir en la casa de una amiga por cuestiones de estudios, durante todo el fin de semana. De todos modos dudo que me hubiera creído si le dijera la verdad: que sería la putita de su jefe y de sus compañeros de trabajo por dos días completos.
En el baño de mi casa, mientras me preparaba para salir, me estimulé tocando mi coñito y mi teta anillada, recordando al negro de la tienda de tattoos, a su enorme pollón y sus tatuajes. Mi papá nunca entendió muy bien por qué yo, desde ese día en adelante, siempre que me iba al baño me ponía a escuchar música reggae.
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Gracias por haber llegado hasta aquí, queridos lectores de TodoRelatos, espero que les haya gustado como a mí. Un saludito muy especial a los que me han comentado hasta ahora 🙂 Estoy tratando de convencer a mi pareja para que me permita poner de nuevo mi mail en mi perfil. Christian, sé que vas a leer esto así que aprovecho para decirte que te quiero pero sos un gran mamarracho desconfiado.
Un besito,
Rocío.
Si quieres hacerme un comentario, envíame un mail a:
 rociohot19@yahoo.es

Relato erótico: “El ídolo 1: Mi compañera no es puta, es ninfomana”. (POR GOLFO)

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Os quiero aclarar antes de que empecéis a leer mis vivencias que sé que ninguno me va a creer. Me consta que os resultara difícil admitir que fue real y que en verdad me ocurrió. Para la gran mayoría podrá parecerle un relato más o menos aceptable pero nadie aceptará que un ídolo prehispánico haya cambiado mi vida. Reconozco de antemano que de ser yo quien leyera esta historia, tampoco me la creería. Es más si no fuera porque cada mañana al despertar mi antigua profesora de arqueología me trae desnuda el desayuno a mi cama, yo mismo dudaría que me hubiese pasado….
Para empezar, quiero presentarme. Me llamo José y soy un historiador especializado en cultura Maya. La historia que os voy a narrar ocurrió hace cinco años en lo más profundo de la selva Lacandona (para quien no lo sepa, esta selva está en Chiapas, un estado del sureste mexicano famoso por conservar sus raíces indígenas).
Por el aquel entonces yo era solo un mero estudiante de postgrado bajo el mando estricto de Ixcel Ramírez, la jefa del departamento. Esa mujer era una autoridad en todo lo que tuviese que ver con el México anterior a Cortés y por eso cuando me invitó a unirme a una expedición a lo más profundo de esa zona, no dudé un instante en aceptar. Me dio igual tanto su proverbial mala leche como las dificultades intrínsecas que íbamos a sufrir, vi en ello una oportunidad para investigar el extraño pueblo que habita sus laderas.
Desde niño me había interesado la historia de los “lacandones”, una de las últimas tribus en ser sometidas por los españoles  y que debido a lo escarpado de su hábitat nunca ha sido realmente asimilada. A los hombres de esa etnia se les puede distinguir por sus melenas lacias y sus vestimentas blancas a modo de túnicas, en cambio sus mujeres  suelen llevar una blusa blanca complementada por faldas multicolor. Se llaman a ellos mismos “los verdaderos hombres” y se consideran descendientes del imperio maya.
Me comprometí con Ixcell en agosto y como la expedición iba a tener lugar en diciembre para aprovechar la temporada seca,  mis siguientes tres meses los ocupé en estudiar la zona y prepararme físicamente para el esfuerzo que iba a tener que soportar en ese lugar. Pensad que no solo nos enfrentaríamos a jornadas maratonianas sino que tendríamos que sufrir más de treinta y cinco grados con una humedad realmente insana.  Previendo eso diariamente acudí al gimnasio de un amigo que comprendiendo mi problema me permitió, durante ese tiempo, ejercitarme en el interior de la sauna. Gracias a ello, cuando llegó el momento fui el único de sus cinco integrantes que toleró el clima que nos encontramos, el resto que no tuvo esa previsión lo pasó realmente mal.
Ahora me toca detallaros quienes éramos los miembros de ese estudio:
En primer lugar como ya os he contado estaba la jefa que con treinta y cinco años ya era una figura en la arqueología mexicana. Su juventud y su belleza habían hecho correr bulos acerca que había obtenido su puesto a través de sus encantos pero la realidad es que esa mujer era, además de una zorra insoportable, un cerebrito. Su indudable atractivo podía hacerte creer esa mentira pero en cuanto buceabas en sus libros, solo podías quitarte el sombrero ante esa esplendida rubia.
Como segundo, la profesora había nombrado a Luis Escobar, un simpático gordito cuyo único mérito había sido el nunca llevarle la contraria hasta entonces.
Para terminar, estábamos los lacayos. Alberto, Olvido y y yo, tres estudiantes noveles para los cuales esa iba a ser nuestra primera expedición. De ellos contaros que Alberto era un puñetero nerd, primero de mi promoción pero en el terreno, un verdadero inútil. Su carácter pero sobre todo su débil anatomía hizo que desde el principio resultara un estorbo.
En cambio, Olvido era otra cosa. Además de ser brillante en los estudios, al compaginar estos con la práctica del atletismo resultó ser quizás una de las mejor preparadas para lo que nos encontramos. Morena, cuyos rasgos denotaban unos antepasados indígenas, os reconozco que desde el primer día que la conocí  me apabulló tanto por su tremendo culo como por la fama de putón que gozaba en la universidad.
El viaje hasta el yacimiento.
Todavía hoy recuerdo, nuestro viaje hasta esas tierras. La primera etapa de nuestro viaje fue llegar a San Cristóbal de las Casas, pueblo mundialmente conocido tanto por su arquitectura colonial como por ser considerada la capital indígena del sureste. Esa mañana agarramos un avión desde el D.F. hasta Tuxtla Gutiérrez y una vez allí, un autobús hasta  San Cristóbal.
Haciendo noche en ese pueblo, nos levantamos y pasando por los lagos de Montebello nos trasladamos en todoterreno hasta el rio Ixtac donde tomamos contacto por vez primera con los kayaks que iban a ser  nuestro modo de transporte en esas tierras.
Todos nosotros sabíamos de antemano que esas canoas eran el modo más rápido de llegar a nuestro destino pero aun así Alberto no llevaba ni diez minutos en una de ellas cuando se empezó a marear y tuvimos que dar la vuelta para evitar que al vomitar volcara la barca.
El muy cretino había ocultado que era incapaz de montar en barco sin ponerse a morir. Como os imaginareis le cayó una tremenda bronca por parte de Ixcell ya que su enfermedad le hacía inútil para la expedición. Por mucho que protestó e intentó quedarse con el resto, la jefa fui implacable:
-Te quedas aquí. No vienes.
Sabiendo que entre los cuatro restantes tendríamos que llenar su hueco y que no había forma para reclutar otro miembro, le dejamos en tierra y tomamos los kayacks. Nuestro destino era una escarpada montaña llamada Kisin Muúl  . La traducción al español de ese nombre nos debía haber avisado de lo que nos íbamos a encontrar, no en vano en maya significa “montaña maligna”. Los habitantes de esa zona evitan siquiera acercarse. Para ellos, es un lugar poblado por malos espíritus del que hay que huir.
Tras seis horas remando por esas turbias aguas, nos estábamos aproximando a ese lugar cuando de improviso la canoa en la que iba Luis se vio inmersa en un extraño remolino del que se veía incapaz de salir. Esa fue una de las múltiples ocasiones en las que durante esa expedición Olvido demostró su fortaleza física ya que dejando su kayack varado en una de las orillas, se lanzó nadando hasta el del gordito y subiéndose a ella, remando  consiguió liberarla de la corriente.
Su valiente gesto tuvo una consecuencia no prevista, al mojarse su ropa, la camisa se pegó a su piel dejándome descubrir que mi compañera, además de un culo cojonudo, tenía unos pechos de infarto.
“¡Menudo par de tetas!”, pensé al admirar los gruesos pezones que se adivinaban bajo la tela.
Si ya de por sí eso había alborotado mis hormonas, esa morenaza elevó mi temperatura aún mas al llegar a la orilla y sin importarle que estuviéramos presentes, se despojara de la camisa empapada para ponerse otra.
“¡Joder! ¡Qué buena está!”, exclamé mentalmente al observar los dos enormes senos con los que la naturaleza le había dotado.
Como me puso verraco el mirarla, tratando que no se me notara desvíe mi mirada hacia mi jefa. Eso fue quizás lo peor porque al hacerlo descubrí que Ixcell estaba también totalmente embobada mirando a la muchacha. En ese momento creí descubrir en sus ojos el fulgor de un genuino deseo y por eso no pude menos que preguntarme si esa profesora era lesbiana mientras la objeto de nuestras miradas permanecía ajena a lo que su exhibicionismo había provocado.
Una vez solucionado el incidente, recorrimos el escaso kilometro que nos separaba de nuestro destino y con la ayuda del personal indígena, establecimos nuestra base a escasos metros de la pirámide que íbamos a estudiar. Para los que lo desconozcan, os tengo que decir que en el sureste mexicano existen cientos de pirámides mayas, toltecas u olmecas, muchas de ellas no gozan más que de una protección teórica por parte de las autoridades. Por eso la importancia de la de Kisin Muúl, su remota ubicación nos hacía suponer que nunca había sido objeto de expolio pero también era extraño que nuestros antepasados se hubiesen ocupado de esconderla ya que no aparecía en ningún códice ni maya ni español.
La ausencia de Alberto se hizo notar ese mismo día porque al no tener mas que cuatro kayacks para portar todo el equipo, tuvimos que dejar atrás tres de las cinco tiendas individuales previstas y por eso mientras las montábamos asumí que por lógica me iba a tocar compartirla con Luis. Nunca esperé que la jefa tuviese otros planes y que una vez anochecido y mientras cenábamos nos informase que como necesitaba repasar con su segundo las tareas del día siguiente, yo dormiría con Olvido en la más pequeña.
Ni que decir tiene que no me quejé y acepté con agrado esa orden ya que eso me permitiría disfrutar de la compañía de ese bellezón. Me extrañó que mi compañera tampoco se quejara, no en vano lo normal hubiese sido que nos hubiese dividido por sexos. Esa misma noche descubrí la razón de su actitud porque nada mas entrar en la tienda, la morena me soltó:
-No sabes cómo me alegro de dormir contigo- mi pene saltó dentro del pantalón al oírla al pensar que se estaba insinuando pero entonces al ver mi cara, prosiguió diciendo: -¿Te fijaste en cómo Ixcell me miró las chichis?
Haciéndome el despistado le dije que no y entonces ella murmurando dijo:
-Me miró con deseo.
Muerto de risa porque hubiese pensado lo mismo que yo, respondí tanteando  el terreno:
-Yo también te miré así.
-Sí, pero tú eres hombre- contestó y recalcando sus palabras, me confesó:  – No soy lesbiana y no me gusta que una vieja me observe con lujuria.
Sus palabras despertaron mi lado oscuro y acomodando mi cabeza sobre la almohada le solté:
-Entonces, ¿no te importará que mire mientras te desnudas?
Soltando una carcajada se quitó la camisa y tirándomela a la cara  respondió:
-Te vas a hartar porque duermo en tanga- tras lo cual, se despojó de su pantalón y medio en pelotas se metió dentro del mosquitero y sonriendo, me dijo: -Te doy permiso de ver pero no de tocar.
Su descaro me hizo gracia y cambiando de posición, me la quedé mirando fijamente mientras le decía:
-Eres mala- siguiendo la guasa, señalé mi verga ya erecta y le dije: -¿Cómo quieres que se duerma teniendo a una diosa exhibicionista a su lado?
Fue entonces cuando llevando una de sus manos hasta su pecho, descojonada, comentó mientras uno de sus pezones:
-¿Me sabes algo o me hablas al tanteo?
Como os podréis imaginar, me quedé pasmado ante tamaña burrada y más cuando con voz cargada de lujuria, preguntó:
-¿No te vas a desnudar?
De inmediato me quedé en pelotas sin importarme el revelarle que entre mis piernas mi miembro estaba pidiendo guerra. Olvido al fijarse, hizo honor a su nombre y olvidando cualquier recato, se empezó a acariciar mientras me ordenaba:
-¡Mastúrbate para mí!
Su orden me destanteó pero al observar que la mujer había introducido su mano dentro del tanga y que se estaba pajeando sin esperar a que yo lo hiciera. Aceptando que tal y como se decía en la universidad, esa cría era una ninfómana insaciable y que tendría muchas oportunidades de beneficiármela durante la expedición, cogí mi verga entre mis dedos y comencé a masturbarme.
-¡Me encanta cabrón!- gimió sin dejar de mirarme- ¡Lo que voy a disfrutar durante estos dos meses contigo!
La expresión de putón desorejado que lucía su cara me terminó de excitar y acelerando mis maniobras, le espeté:
-Hoy me conformaré mirando pero mañana quiero tu coño.
Mis palabras lejos de cortarla, exacerbaron su calentura y zorreando contestó:
-Tómalo ahora.
Como comprenderéis dejando la seguridad de mi mosquitero, me fui al suyo. Olvido al verme entrar, se arrodilló y sin esperar mi permiso, abrió su boca y se embutió mi verga hasta lo más profundo de su garganta mientras con su mano torturando su pubis. La experiencia de la cría me obligó a dejarla el ritmo. Su lengua era una maga recorriendo los pliegues de mi glande, de manera que rápidamente todo mi pene quedó embadurnado con su saliva. Entonces, se la sacó y me dijo:
-Te voy a dejar seco esta noche- tras lo cual se lo introdujo lentamente.
Me encantó la forma tan sensual con la que lo hizo: ladeando su cara hizo que rebotase en sus mofletes por dentro, antes de incrustárselo. Su calentura era tanta que no tardé en notar que se corría con sus piernas temblaban al hacerlo. Por mucho placer que sintiera, en ningún momento dejó de mamarla. Era como si le fuera su vida en ello. Si bien no soy un semental de veinticinco centímetros, mi sexo tiene un más que decente tamaño y aun así, la muchacha fue capaz de metérselo con facilidad. Por increíble que parezca, sentí sus labios rozando la base de mi pene mientras mi glande disfrutaba de la presión de su garganta.
La manera en la que se comió mi miembro fue demasiado placentera y sin poder aguantar, me corrí sujetando su cabeza al hacerlo. Sé que mi semen se fue directamente a su estómago pero eso no amilanó a Olvido, la cual no solo no trató de zafarse sino que profundizando su mamada, estimuló mis testículos con las manos para prolongar mi orgasmo.
-Dios, ¡Qué gusto!- exclamé desbordado por las sensaciones.
Sonriendo, la puñetera cría cumplió su promesa y solo cuando ya no quedaba nada en mis huevos, se la sacó y abriéndose de piernas, me dijo:
-Date prisa. ¡Quiero correrme todavía unas cuantas veces antes de dormir!
Hundiendo mi cabeza entre sus muslos, me puse a satisfacer su antojo…
El rutinario trabajo de campo tiene sus satisfacciones.
Esa mañana nos despertamos al alba y tras vestirnos, salimos a desayunar. Ixcell y Luis se nos habían adelantado y ya habiendo desayunado, nos azuzaron a que nos diéramos prisa porque había mucho trabajo que hacer. Los malos modos en los que nuestra jefa se dirigió tanto a Olvido como a mí me extrañaron porque no le habíamos dado motivo alguno o eso creí.
Alucinando por sus gritos, esperé que saliera para directamente preguntar al gordito que mosca le había picado.
-Joder, ¿Qué te esperas después de la noche que nos habéis dado?- contestó con sorna -¡No nos fue posible dormir con vuestros gritos!
“¡Con que era eso! Debe ser cierto que es lesbiana y me la he adelantado”, pensé temiendo sus represalias, no en vano era famosa por su mala leche.
Al terminar el café y dirigirme hacia la excavación, se confirmaron mis peores augurios porque obviando que había personal de la zona y que en teoría estaban ahí para esas tareas, esa zorra me mandó desbrozar la zona aledaña al área de trabajo. Queriendo evitar el conflicto, machete en mano, empecé a abrir un claro mientras dos “lacandones”, sentados sobre un tronco, me miraban y haciendo señas, se reían de mí:
-Menudos cabrones- murmuré en voz baja cada vez mas encabronado.
Uno de los indígenas al advertir mi cabreo, se acercó hasta mí y con un primitivo español, me dijo:
-Hacerlo mal. Mucho trabajo y poco resultado- tras lo cual me quitó el machete y me enseñó que para cortar las lianas primero debía de dar un corte en lo alto y luego irme a ras de tierra.
-Gracias- respondí agradecido al ver que esa era la forma idónea de atacar esa maleza.
El tipo sonrió y sin dirigirse a mí, se volvió a sentar junto a su amigo. Durante toda la jornada y eso que estaban a escasos metros de mí, ninguno de los dos me volvió a hablar. A la hora de comer, le conté lo sucedido a mi compañera, la cual me contestó:
-Pues has tenido suerte porque a mí esos pitufos directamente me han ignorado.
-Mira que eres bestia, no les llames así- recriminé a Olvido porque ese apelativo que hacía referencia a su baja estatura podía ofenderles.
Descojonada, murmuró a mi oído:
-El más alto de ellos, no me llega al hombro- y entornando los ojos, me soltó: -De ser proporcional, tendrán penes de niños.
La nueva burrada me hizo reír y pegando un azote en su trasero, le pregunté porque le pedía a uno que se lo enseñara y así lo averiguaba. Sabedora que iba de broma, puso gesto serio y pasando la mano por mi paquete, respondió:
-A lo mejor lo hago, si dejas de cumplir.
Solo la aparición de nuestra jefa, evitó que le contestara como se merecía y en vez de darle un buen pellizco en las tetas, tuve que tapar mi entrepierna con un libro para que Ixcell no se diera cuenta del bulto que crecía bajo mi pantalón. La arqueóloga tras saludarnos se sentó y desplegando un mapa aéreo de la zona, nos señaló una serie de montículos que le hacían suponer que había otras ruinas.
Al estudiar las fotografías, me percaté que de ser ciertas las sospechas de mi jefa, las estructuras estaban orientadas hacía un punto exacto de una de las montañas cercana.
-Tienes razón- contestó y dando la importancia debida a mi hallazgo, nos dijo: -Mañana iremos a revisar.
Una vez levantada la reunión, nos pasamos las siguientes horas haciendo catas en los terrenos con la idea de buscar la mejor ubicación donde empezar a escavar.  El calor y la humedad que tuvimos que soportar esa tarde nos dejaron agotados y fue la propia Ixcell la que al llegar las cinco, nos dijo que lo dejáramos por ese día y que nos fuéramos a descansar.
“Menos mal”, me dije dejándome caer sobre la cama.
Llevaba menos de un minuto cuando desde afuera de la tienda, me llamó Olvido diciendo:
-Voy a darme un baño a la laguna. ¿Te vienes?
Su idea me pareció estupenda y cogiendo un par de toallas salimos del campamento. Al tener que cruzar una zona tupida de vegetación, nos tuvimos que poner en fila india, lo que me permitió admirar las nalgas de esa morena.
-Tienes un culo precioso- dije sin perder de vista esa maravilla.
Mi compañera escuchó mi piropo sin inmutarse y siguió su camino rumbo a la charca. Cuando llegamos y antes de que me diera cuenta, Se desnudó por completo y se tiró al agua por lo que tuve que ser yo quien recogiera su ropa.
-¿Qué esperas?- gritó muerta de risa.
Su tono me hizo saber que nuestro baño iba a tener una clara connotación sexual y por eso con rapidez me desprendí de mis prendas y fui a reunirme con ella. En cuanto me tuvo a su alcance, me agarró por la cintura pegó su pecho a mi espalda. No contenta con ello empezó a frotar sus duros pitones contra mi cuerpo mientras con sus manos agarraba mi pene diciendo:
-Llevo con ganas de esto desde que me desperté.
No me costó ver reflejado en sus ojos el morbo que le daba tenerla asida entre sus dedos y sin esperar mi permiso, comenzó a pajearme. Mi calentura hizo que me diera la vuelta y la cogiera entre mis brazos mientras la besaba. Hasta entonces Olvido había mantenido prudente pero en cuanto sintió la dureza de mi miembro contra su pubis, se puso como loca y abrazándome con sus piernas, me pidió que la tomara.
Al notar como mi pene se deslizaba dentro de ella, cogí sus pechos con las manos y agachando la cabeza empecé a mar de ellos a lo bestia:
-Muérdelos, ¡Hijo de la chingada!
Sus palabras solo hicieron acelerar lo inevitable y presionando mis caderas, se la metí hasta el fondo mientras mis dientes se apoderaban de uno de sus pezones.
-Así me gusta ¡Cabronazo!
Reaccionando a sus insultos, agarré su culo y forcé mi penetración hasta que sentí los vellos de su coño contra mi estómago. Fue entonces cuando comencé a moverme sacando y metiendo mi verga de su interior.
-¡Me tienes ensartada!- gimió descompuesta por el placer.
Su expresión me recordó que todavía no había hecho uso de su culo y muy a su pesar, extraje mi polla y la puse de espaldas a mí.
-¿Qué vas a hacer?- preguntó al sentir mi capullo tanteando el oscuro objeto de deseo que tenía entre sus nalgas.
Sin darle tiempo a reaccionar y con un movimiento de caderas, lo introduje unos centímetros dentro de su ojete. Entonces y solo entonces, murmuré en su oído:
-¿No lo adivinas?
Su esfínter debía de estar acostumbrado a esa clase de uso por que cedió con facilidad y tras breves embestidas, logré embutir su totalidad dentro de sus intestinos.
-¡Maldito!- gimió sin intentar repeler la agresión.
Su aceptación me permitió esperar a que se relajara. Fue la propia Olvido la que después de unos segundos empezara a moverse lentamente. Comprendiendo que al principio ella debía llevar el ritmo, me mantuve tranquilo sintiendo cada uno de los pliegues de su ano abrazando como una anilla mi extensión.
Poco a poco, la zorra aceleró el compás con el que su cuerpo era acuchillado por mi estoque y cuando creí llegado el momento de intervenir, le di un duro azote en sus nalgas mientras le exigía que se moviera más rápido. Mi montura al oír y sentir mi orden, aulló como en celo y cumpliendo a raja tabla mis designios, hizo que su cuerpo se meneara con mayor rapidez.
-¡Mas rápido! ¡Puta!- chillé cogiéndole del pelo y dando otra nalgada.
Mi renovado castigo la hizo reaccionar y convirtiendo su trote en un galope salvaje, buscó nuestro mutuo placer aún con más ahínco.  Aullando a voz en grito, me rogó que  siguiera por lo que alternando entre un cachete y otro le solté una tanda de azotes.
-¡Dale duro a tu zorra!- me rogó totalmente descompuesta por la mezcla de dolor y placer que estaba asolando su cuerpo.
Desgraciadamente para ambos, el cúmulo de sensaciones hizo que explotando dentro de su  culo, regara de semen sus intestinos. Olvido al experimentar la calidez de mi semilla, se corrió con gritos renovados y solo cuando agotado se la saqué, dejó de chillar barbaridades.
Con mi necesidad saciada por el momento, la cogí de la mano y junto con ella salimos de la laguna.  Fue en ese instante cuando al mirar hacía la orilla, mi compañera se percató de una sombra en medio de la espesura y cabreada preguntó quién estaba allí.
-¿Qué pasa?- le dije viendo que se había puesto de mala leche.
Hecha una furia, me contestó:
-¡Alguien nos ha estado espiando!. Seguro que ha sido alguno de los lacandones- tras lo cual y sin secarnos, nos pusimos algo de ropa y fuimos a ver si lográbamos pillar al voyeur.
Pero al llegar al lugar donde había visto al sujeto, descubrimos que no eran huellas de pies descalzos las que hallamos en el suelo sino las de unas zapatillas de deporte.
-Ha sido Luis- dije nada más verlas.
-Te equivocas- me alertó y señalando su pequeño tamaño, contestó: -¡Ha sido Ixcell!
Las pruebas eran claras y evidentes. Como en cincuenta kilómetros a la redonda no había nadie calzado más que nosotros, tuve que aceptar que ¡Nuestra jefa nos espiaba!.
-Será zorra- indignada se quejó y clamando venganza, dijo: -Si esta mañana se ha quejado de mis gritos, ¡Qué no espere que hoy la deje dormir!
Su amenaza me alegró porque significaría que  esa noche me dejaría seco y por eso con una sonrisa en los labios, la seguí de vuelta a la base.
 
Para comentarios, también tenéis mi email:
golfoenmadrid@hotmail.es
 
 
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 

Relato erótico: “Adiestrando a las hijas de mi jefe 6 ” (POR GOLFO)

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Un par de semanas después, tras una dura jornada en el trabajo,  Isabel saludó en la puerta al llegar a casa y tras mostrarme satisfecha que las hijas del jefe la habían dejado impoluta, me comentó que había llegado la hora de normalizar nuestras vidas.

        ―¿A qué te refieres?― pregunté.

        Midiendo sus palabras no fuera a enfadarme, mi dulce amante contestó:

        ―Dado que tus niñas están demostrando que saben cuál es su papel y que lo aceptan, creo que tienes que dejar que vayan a clase para que no pierdan el curso.

        ―Entiendo― murmuré un tanto molesto porque al fin y al cabo me había habituado a ese estatus quo.

―Además, yo también quiero volver a la oficina― añadió bajando su mirada: ―No quiero ni pensar en el desastre que me voy a encontrar.

Por su tono, comprendí que me escondía algo y que no me estaba diciendo toda la verdad:

―¿Qué más te pasa?

Totalmente colorada, la gordita reconoció que tenía miedo de perder su puesto y que alguna aprovechada se valiera de su ausencia para convertirse en mi secretaria. No tuve que ser ningún genio para entrever que alguien le había contado que una de sus compañeras llevaba algunos días sentándose en su mesa y trayéndome el café como hacía siempre ella.

«Está celosa», sonreí y con muy mala leche, contesté que no hacía falta que se diera prisa en reincorporarse porque Paula me cuidaba muy bien.

―Esa zorra nunca podrá sustituirme― bufó completamente fuera de sí.

Gozando de su cabreo, dejé caer que esa mulata además de tetona era muy eficiente y dispuesta. Mi respuesta la terminó de sacar de sus casillas:

―¡Solo falta que me digas que te hace una cubana todas las mañanas!― chilló con su cara colorada y con lágrimas en los ojos, salió corriendo por el pasillo.

Que Isabel mostrara tan claramente sus inseguridades, así como su rápida huida, lo sorprendieron:

«Joder, realmente teme que la cambie por otro», me dije mientras iba tras la gordita con un sentimiento ambiguo.

Aunque en lo más íntimo me alagaba que Isabel sufriera por mi cariño, decidí que no abusar de sus recelos, no fueran a darse la vuelta y me explotaran en la cara. Tras unos minutos buscándola por la casa, la encontré llorando en su habitación.

―No tienes nada que temer― murmuré con ternura: ―Nada ni nadie podría jamás hacer que te alejara de mi lado.

Mis palabras consiguieron abrir una espita de esperanza, pero cuando ya creía que se tranquilizaría, se echó a llorar nuevamente mostrando una angustia creciente.

―¿Por qué tienes tanto miedo? ¿Acaso no te he demostrado suficientemente que me gustas y que eres mi favorita?― la interpelé en un intento de consolarla.

―Fernando, te conozco … Paula es una mujer preciosa y si mueve bien sus cartas, tarde o temprano, te acostarás con ella.

La imagen de ese bombón entre mis piernas me resultó excitante y dándole la razón de cierta forma, me defendí diciendo a mi querida y dulce amante que no me interesaba acostarme con nadie si ella no participaba. Reconozco que lo dije en modo automático, sin meditar o vislumbrar sus efectos y por ello Isabel me cogió con el pie cambiado cuando limpiándose las lágrimas de las mejillas preguntó si era cierto.

Creyendo que la pregunta era acerca de mi interés, preferí contestar recordándole el papel que desempeñaba en mi hogar y acercándome a mi rolliza secretaría, tomé uno de sus pechos en la mano mientras le decía:

―Sabes que me vuelve loco ver el modo en que enseñas a las niñas cómo deben comportarse y más cuando las obligas a complacerte frente a mí.

Mis caricias provocaron un terremoto en Isabel y con la respiración entrecortada, me reconoció que la idea de acostarse con Paula y que una subsahariana se convirtiera en otra de nuestras putas era algo que la atraía.

―Creo que mi querida zorrita está un poco celosa. Paula ni es africana ni es negra, ¡es colombiana y mulata!― repliqué pellizcando suavemente uno de sus pezones.

Olvidando toda clase de celos y demostrando descaradamente su interés en acostarse con esa compañera, Isabel llevó sus manos hasta mi bragueta y sin dejar de mirarme a los ojos, comenzó a pajearme mientras me decía:

―Me da lo mismo si es negra o mulata… yo no puedo olvidar que esa puta ha querido robarme el puesto y por ello, no me da vergüenza confesarte que me encantaría ver cómo le rompes el culo.

Dado el brutal deseo que destilaba su voz, no me extrañó que mi amante aprovechara el momento para liberar mi sexo de su encierro y menos que una vez hecho, se arrodillara y abriendo sus labios, se lo incrustara hasta el fondo de su garganta.

―Mira que eres bestia― alcancé a decir muerto de risa: ―Si te dejo un día me lo arrancas.

La gordita se la sacó de la boca y riendo a carcajadas, me contestó que no era descabellado pero que lo prefería unido al resto del cuerpo.  

―¡Serás puta!― exclamé y girándola sobre la alfombra, descargué un sonoro azote en su trasero.

Con mi mano impresa sobre una de sus nalgas, Isabel me miró y corroborando su lujuria, me imploró que la tomara. Ni siquiera lo pensé y regalando otra nalgada sobre sus posaderas, acerqué mi pene a su sexo. 

―Mi señor― sollozó al sentir que jugando me ponía restregar mi glande contra su vulva…

Unos días más tarde en un gimnasio de barrio, Paula llevaba veinte minutos sudando la gota gorda en su clase de spinning. A pesar del esfuerzo, la joven hispana estaba cabreada porque cuando ya veía cada vez más cercano que su jefe no solo la hiciera fija sino que la nombrara su asistente, le acababa de informar que su secretaría iba a volver a su puesto.

        «Con Isabel en la oficina nadie puede acercarse a D. Fernando. Ejerce de perro de presa defendiendo sus dominios», se dijo mientras pedaleaba al ritmo de un reguetón pensando en lo mucho que le gustaba ese cuarentón.

Desde que trabajaba allí, siempre había soñado con que algún día ese hombre le hiciera caso. Por eso cuando esa acaparadora pidió una excedencia, vio su oportunidad de aproximarse a él.

«Me atrae hasta su olor, me pone bruta el aroma a macho que destila el maldito»», reconoció mientras regulaba la resistencia del pedaleo de la bicicleta.

De pronto, se puso roja al tener que reconocer que ese mismo día tras la charla en la que le informaba de la vuelta de su asistente había tenido que aliviar su calentura en el baño.

«No consigo controlarlo», se dijo al hacer memoria de cómo se encharcó su coño cuando D. Fernando le tocó el brazo al cederle el paso en el pasillo.

El destino quiso que en ese momento se fijara en el espejo y horrorizada comprobó que sus pezones se le marcaban traicioneramente bajo su top.

«No comprendo lo arrecha que me pone ese tipo», murmuró para sí mientras en su mente crecía la necesidad de sentirse querida y más cuando ya hacía casi un año que lo había dejado con su último novio y que ni siquiera recordaba cuando había sido la última vez en que había echado un buen polvo.

«Lo malo es que, si espero a que él me lo eche, me van a salir telarañas», meditó desesperada al asumir que para su jefe ella era un mueble y que cuando pasaba por delante de su mesa, ni la miraba.

«¡No entiendo el por qué!», se dijo: «Soy joven, soy guapa y estoy buena. Tengo unas buenas tetas y un mejor culo».

Seguía martirizándose con el nulo interés que provocaba en D. Fernando cuando al terminar la calase y de reojo descubrió que Isabel, su rival y compañera la miraba desde un banco.

«¿Qué coño hace ésta aquí?», se dijo mientras la observaba.

Contra toda lógica, su disgusto inicial pasó rápido y pudo más la curiosidad de conocer el motivo por el que estaba ahí, sabiendo ese no era su barrio.

«¿Con quién qué habrá venido?», se preguntó mientras trataba de descubrir si tenía acompañante.

Tras comprobar que no parecía venir acompañada, se concentró en ella. Nunca había creído que físicamente esa gordita pudiese ser competencia, pero esa noche al observarla enfundada en mallas, lejos de resultarle repulsiva, sus curvas le resultaron atractivas.

Espiándola detenidamente, le sorprendió comprobar que Isabel era dueña de un trasero impresionante y eso además de cabrearle, la excitó.

«¿Tan necesitada estoy que me pone caliente una cuca?», se preguntó mientras involuntariamente sonreía a la rival.

Su compañera le devolvió la sonrisa y acercándose, la saludó de un beso. Ese gesto cordial y carente de segundas intenciones, la alteró profundamente y sin poderlo evitar su panocha se puso en ebullición.

«¿Qué me ocurre?», masculló acojonada por el modo en el que su cuerpo estaba reaccionando y disimulando se subió en una elíptica. Mientras intentaba evitar que su mente siguiera pensando en ello,  trató de concentrarse en el ejercicio, pero para su desgracia no pudo dejar de espiar a su rival mientras se ejercitaba.

«Es fascinante», reconoció entre dientes al descubrir que Isabel llevaba unas mallas tan ceñidas que le marcaban por completo los gruesos labios de su vulva y muy a su pesar, se vio saboreando tanto ese suculento coñito como los gruesos pezones que decoraban sus ubres.

Preocupada por la humedad que para entonces le anegaba el coño, pedaleó más deprisa mientras observaba que su competidora cambiaba de maquina y se ponía en la que tenía enfrente.

«Lo está haciendo a propósito», maldijo en su interior al admirar la belleza de los gruesos muslos de su adversaria cuando al trabajar los abductores separaba sus rodillas lentamente para acto seguido sin dejar de mirarla las juntaba.

 «Sabe que la estoy espiando y eso le gusta», concluyó emocionada al fijarse en la mancha de humedad que a la altura de la entrepierna traspasaba el leggins de Isabel.

Sintiendo su clítoris a punto de estallar, Paula no supo que decir cuando tras unos minutos de sufrimiento,  la gordita se le acercó y sin mediar ni siquiera un saludo, le preguntó si se iban.

«¿Qué estoy haciendo?», murmuró al comprobar que como una autómata recogía sus cosas y la acompañaba.

Para entonces una mezcla de miedo y de emoción la dominaba y más cuando al llegar al vestuario comprobó que estaban solas.

 ―Desnúdate― escuchó que la secretaria de su jefe le decía.

Alucinada por la orden, se giró a ver a su acompañante y ésta riéndose, le acarició un pecho mientras le decía que esperaba no tener que repetirlo. Para Paula, a quien todas sus parejas la habían tratado y visto como si fuera una diosa, ese trato la cogió desprevenida y por ello no pudo hacer nada más que obedecer.

«Estoy loca», pensó dubitativa.

Sus recelos terminaros al sentir que le ponía cachonda el tema y sin dejar de mirar a los ojos a su rival, empezó a desnudarse.

«No entiendo qué me pasa», temblando murmuró para sí ya que, aunque ya había tenido varios escarceos con miembros de su mismo sexo, Paula no se consideraba bisexual.

Conociendo el efecto que sus pechos provocaban en los hombres, se quitó el top y coquetamente los tapó para intentar estimular el interés de Isabel.

―Estás muy buena― comentó la gordita cuando la mulata, y a modo de ofrenda, puso sus duras y bellas tetas a escasos centímetros de su cara.

―Lo sé― respondió la joven al experimentar una novedosa sensación de poderío al saber que esa mujer la consideraba atractiva y eso la animó a seguir.

Bajándose lentamente las mallas, se permitió el lujo de ir luciendo poco a poco su perfecto trasero ante ella y con sus mejillas coloradas, le preguntó si le gustaba su culo.

―Nunca he visto algo tan bello― susurró con los pezones totalmente erectos la gordita mientras se aventuraba a alargar una mano para comprobar que ese manjar tan apetitoso era real.

―Dios― sollozó la mulata al sentir los dedos de Isabel recorriendo temerosos una de sus nalgas.

Con tono firme, la gordita la forzó a darse la vuelta. Al cumplir dicha orden, Paula se percató que Isabel se había quedado petrificada al comprobar que llevaba el coño totalmente rasurado.

―¿Te apetece un baño?― preguntó tanteando la mulata al sentir que la secretaria de su jefe no era inmune a sus atractivos mientras con una sonrisa de oreja a oreja entraba en una de las duchas.

La gordita no se lo pensó y quitándose la ropa, fue tras ella, pero justo antes de pasar a la ducha se quedó mirando incapaz de reaccionar al contemplar la belleza de la morena y el erotismo de la pequeña cascada que formaba el agua al deslizarse por sus pechos.

Asumiendo que era su turno de llevar la iniciativa, Paula se echó champú y empezó a lavarse la melena mientras exhibía con descaro sus negros cantaros a escasos centímetros de la boca de Isabel.

 ―¿Me puedes enjabonar la espalda? Yo no llego― exigió con tono dulce y lleno de sensualidad.

Recordando que Fernando le había encargado la función de reclutar esa hembra para su harén, llenó de gel sus manos y delicadeza, comenzó a lavar los hombros de su presa.

―Me gusta― gimió la morena y con un sensual meneo de su estupendo trasero, pidió a la gordita que siguiera enjabonándola, dando por sentado el que, si era capaz de seducir a un varón, podía hacer lo mismo con una mujer.

Confiada y viendo más cerca el éxito de su misión, , las manos de Isabel llegaron hasta ese monumento con forma de corazón que era el culo de Paula.

―Sigue― replicó la mulata ya casi totalmente entregada.

Casi tan excitada como ella, la gordita comenzó a extender el gel por esos oscuros, pero sensuales cachetes y contra su voluntad se vio adorándola como si fuera su más fiel devota.

«Esta zorra está divina», se dijo la acariciaba con plena dedicación.

Paula advirtió de inmediato el cambio de actitud en su rival y queriendo averiguar a qué se debía, se dio la vuelta. Ese movimiento pilló desprevenida a Isabel, la cual no pudo evitar que un gemido de deseo surgiera de su garganta al sentir los pezones de ese portento clavándose en sus pechos.

―Puedes jugar con ellos― la colombiana murmuró en el oído de su dulce atacante.

Tragando saliva, Isabel comenzó a acariciar los senos de la mulata mientras intentaba observar algún signo de rechazo. Al no ver ninguno, recorrió los bordes de las negras areolas que los decoraban y sin pedir permiso, les regaló un mordisco.

―Perra― murmuró descompuesta al sentir los dientes de la gordita atacando sus pezones.

El tono tierno del insulto alentó más si cabe el carácter dominante de la gordita y con una sonrisa en la boca, siguió torturándolos a base de pellizcos.

―Cabrona― escuchó que gemía su presa.

Deseando capturar ese bello trofeo para su dueño, dejó caer sus manos por la cintura de la mulata hasta llegar a su culo y con determinación le acarició brevemente su vulva. Para acto seguido y con los dedos llenos de jabón, concentrarse en el rosado esfínter que apareció a su paso.

―Maldita― aulló Paula con los ojos cerrados al sentir los dedos de su rival comenzaba a explorar su rasurado coño y que no contento con ello, Isabel se apoderaba de su clítoris.

La gordita sonrió al observar que en un movimiento involuntario la colombiana separaba sus muslos, dando permiso implícito a que ella hiciera lo que le viniera en gana. Sabiéndolo, se agachó y mientras con dos de sus yemas invadía el interior de esa negra pero apetitosa vulva, usando la lengua, atacó el botón erecto que se escondía entre los carnosos pliegues de la morena.

―Hija de perra― alcanzó a balbucear Paula antes de que su cuerpo colapsara y derramándose sobre la boca de su rival, se rindiera al placer lésbico.

El sabor agridulce de la mulata se reveló como un manjar y mientras con los dedos seguía explorando su trasero, usando tanto sus labios como su lengua, Isabel buscó secar el manantial del que manaba ese delicioso, dulce y caliente jugo de mujer.

Un largo y penetrante aullido de desesperación y entrega acabó con cualquier resistencia de la hispana. Tras el cual, levantándose de la ducha, Isabel sonrió y con la seguridad que da el trabajo bien hecho, comentó:

―Vamos a secarnos porque quiero estrenar tu cama, antes de que Fernando me pida que te entregue a él.

Paula tardó unos segundos en asimilar esas palabras. Cuando lo consiguió, se abalanzó sobre la mujer que lo había hecho posible y besándola le dio las gracias.

―Por muchas que me lo agradezcas― contestó la gordita muerta de risa: ―¡no creas que he olvidado tus insultos!

  Al sentir que a modo de anticipo Isabel descargaba un azote sobre una de sus nalgas, Paula se sintió la mujer más feliz de la tierra y supo que nunca más competiría con ella por el puesto de secretaria del jefe…

Relato erótico: “Adiestrando a las hijas de mi jefe 7 ” (POR GOLFO)

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Capítulo 11

Con Paula derrengada sobre un sofá, pregunté a Isabel qué había pensado hacer con ella y mi gordita, muerta de risa, comentó que llevárnosla a casa. La idea me resultó atrayente y a pesar de que no sabía cómo iban a reaccionar las dos hijas de mi jefe al saber que tenían competencia, accedí a que nos acompañara. Mis sospechas no tardaron en verse confirmadas cuando al llegar a la mansión esa noche, nos abrió la puerta Eva y en su cara descubrí el disgusto que la presencia de Paula le provocaba.

No queriendo entrar al saco, obvié su gesto y le pregunté por su hermana.

-Natalia está preparando la cena- contestó mientras me saludaba de un beso en la mejilla.

-Llámala, quiero presentaros a Paula- repliqué señalando a la mulata.

Su respuesta fue una muestra más del modo tan arcaico en el que habían sido educadas esas dos y es que demostrando un racismo beligerante, la morena se atrevió a comentar que no le parecía bien que hubiese invitado a cenar a una negra. El tono despectivo que usó mientras señalaba a mi más reciente adquisición me cabreó, pero asumiendo que a buen seguro la otra también sería poco menos que miembro del Ku Klux Klan esperé a que llegara. Tal y como había anticipado, la menor resultó tan supremacista como Eva y señalando a la recién llegada, preguntó en qué jaula la íbamos instalar porque un mono no se merecía compartir cama con ellas.

-Retira eso- rugió Paula en cuanto escuchó ese insulto.

-No obedezco a un orangután- añadiendo más leña al fuego, replicó la joven.

No me costó notar que la mulata estaba que se subía por las paredes y por eso cuando me miró pidiendo ayuda, creí que lo más conveniente era que ese tema se resolviera entre ellas y así se lo dije. La sonrisa de Paula al obtener mi permiso me hizo recapacitar sobre lo acertado de mi decisión, pero antes de poder rectificar vi que se lanzaba sobre ella. Natalia no supo reaccionar ante ese ataque y en cuestión de segundos, yacía en el suelo llorando.  

Comprendí por la violencia con la que la joven había defendido sus derechos que no era la primera vez que lo hacía y que era algo a lo que se había tenido que enfrentar desde niña.

Al ver a su oponente en el suelo, Paula se giró hacía su hermana. La hija mayor de mi jefe, totalmente aterrorizada, se fue a esconder tras de Isabel y esta, reponiéndose de la sorpresa, intentó calmar a la mulata pidiendo paz entre ellas. Paula no parecía dispuesta a hacerlas y eso, me obligó a ejercer de árbitro.

Acercándome a ellas, les ordené que dejaran de hacer tonterías y que se dieran la mano. Reconozco que no supe prever la determinación de la morena. Por ello me pilló desprevenido que aprovechara que Eva le extendía la mano para tirar de ella y tomarla entre sus brazos. Tan sorprendida como yo, la niña pija no pudo hacer nada más que separar sus labios al notar la lengua de la mulata forzando su boca.

«¡Joder con la chavala!», exclamé en mi mente al observar que no contenta con besarla, Paula le magreaba con descaro el trasero.

Supe que mi novísima amante deseaba dar una lección a la hija de mi jefe y divertido, impedí a Isabel acudir en su ayuda.  Llamándola a mi lado, observé junto a ella como Eva intentaba infructuosamente zafarse de Paula.

 -¿No deberíamos intervenir?- me preguntó al ver que la mulata riendo le desgarraba la blusa a nuestra sumisa.

Mas interesado en la escena que en contestar, senté a Isabel en mis rodillas y mientras admiraba el violento escarmiento al que estaba siendo sometida Eva, me permití el lujo de pellizcar los pezones de mi gordita. Ésta dio un largo gemido al sentir mis dedos castigando sus pechos y vio una orden en esa caricia.

-Mi señor es muy malo- comentó mientras me bajaba la bragueta.

Confieso que me alegró darme cuenta de lo bien que nos compenetrábamos y por eso no dije nada cuando levantando su trasero, se dejó caer sobre mi miembro.

-Me encanta sentir que me empalas- susurró en mi oído mientras los labios de su sexo se abrían para acoger en su seno mi pene.

Soltando una carcajada, la azucé a seguir espiando cómo la mulata daba cuenta de los pechos de su adversaría y que, sin perder el tiempo, usaba su manos para terminarla de desnudar.

-¿Crees que hacemos bien?- me respondió un tanto preocupada por no impedir que Paula violara a la hija de nuestro jefe.

-Mírale la cara- señalé mientras incrementaba el ritmo con el que me la follaba.

Isabel se unió a mí riendo al observar en el rostro de nuestra sumisa una expresión inequívoca de lujuria y que, donde debía haber asco o temor, solo se veía deseo.

-Será puta. ¡Está cachonda!- rectificando gritó mi gordita.

Su exabrupto llamó la atención de Natalia. Alucinada dejó de llorar al ser testigo de la claudicación de Eva.

-No me lo puedo creer- masculló al observar que ya en pelotas su hermana no se negaba a arrodillarse ante Paula y que tampoco se rebelaba cuando levantándose la falda, le ponía el chumino en su cara: -¡Eva! ¡Esa zorra es negra!

Sonriendo mientras la lengua de la mayor de las hermanas se sumergía entre los pliegues de su sexo, la mulata le respondió:

-Yo que tú iba a por un cepillo de dientes porque cuando acabe,  serás tú la que me lo coma.

Esa amenaza la dejó paralizada al ser proferida por la misma mujer que la acababa de tumbar de un solo golpe y con lágrimas en los ojos pidió mi auxilio.

-Será mejor que te vayas haciendo a la idea porque Paula ha venido para quedarse- contesté descojonado mientras montaba a Isabel.

La gordita que hasta entonces no había dado su opinión sobre el tema, apoyó mis palabras diciendo:

-Tanto tu dueño como yo hemos estado con ella ¿Te crees acaso mejor que nosotros dos?

Temblando como un flan, miró hacía donde la mulata disfrutaba de las caricias de su hermana y sintiendo que esa unión era contra natura, insistió pidiendo mi ayuda. Cabreado hasta decir basta, me levanté dejando a Isabel insatisfecha y tomando del pelo a la hija mayor de mi jefe, la llevé hasta Paula y retirando a Natalia, le exigí que no parara de comerle el conejo hasta que la que llamaba “orangután” se corriera un par de veces.

El temor por fallarme fue mayor que el “repelús” que le daba el complacer sexualmente a un miembro de otra raza. Por ello, llorando a moco tendido, sumergió la cara entre los muslos de esa mujer y sacando la lengua, cató brevemente el sabor agridulce del coño de la morena. El aroma que desprendía era más intenso que el de Isabel o el de Eva, pero muy a su pesar tuvo que reconocer que lo le repelía.

Al verla agachada y con su culo en pompa, decidí darle un nuevo motivo para seguir obedeciendo que a la vez fuera gratificante para mí.

-Demuestra a tu nueva amiga que te he educado bien y que sabes comerte un chumino- le ordené mientras le bajaba el short y dejaba su pandero totalmente expuesto.

-Si mi señor- gritó al sentir que mi verga se abría paso en su interior rellenando por completo su propio sexo.

Ya no tuve que insistir. Aleccionada por mis enseñanzas, Natalia comprendió que no podía llevarme la contraria y cambiando de chip, comenzó a explorar con un genuino interés la biología y naturaleza de esa espectacular mulata. Al cabo de un par de minutos, durante los cuales mi joven sumisa se afanó en satisfacer mi orden mientras ella era objeto de mi lujuria,  escuché un gemido de placer Paula.

-Sigue, oblígala a correrse- exigí a mi montura premiándola con un azote.

Mi insistencia no tardó en dar sus frutos y producto de tantos y tan continuados lametazos, la morena intensificó su gozo y dando un grito que resonó por la casa, se corrió.

-Mi señor, yo también lo necesito- pidiendo mi autorización para llegar al orgasmo, sollozó Natalia.

-Y yo- escuché decir también a Isabel.

Reconozco que había estado tan concentrado en disfrutar y hacer gozar a Natalia y a Paula que no me fijé en lo que ocurría con las otras dos. Fue entonces cuando descubrí que Eva al quedar liberada se había lanzado en picado entre las piernas de Isabel y mientras su hermana se comía el coño de la mulata, ella hizo lo mismo con el de mi gordita.

-Sois unas putas- alcancé a decir antes que mi cuerpo dijera basta y mis huevos descargaran su blanca esencia en el interior de la hija de mi jefe.

Al sentir las andanadas en su vagina, Natalia experimentó un renovado éxtasis y cayendo desplomada sobre el suelo, volvió a correrse. Confieso que fui un tanto hijo de puta, pero viendo que estaba totalmente exhausta no solo no me compadecí de ella, sino que abusando del poder que ellas mismas me habían otorgado exigí a Paula que se ocupara de ella.

-¿Qué quiere que haga?- me preguntó.

Despelotado de risa y mientras abría un cajón y sacaba un arnés con pene adosado, repliqué:

-Te podría decir que la amaras, pero como sería mentira y encima sonaría cursi, ¡quiero que le des por culo!

-Si lo deseas, nosotras podemos servir de ayuda- interviniendo,  Isabel comentó.

Aunque la gordita se había dirigido a mí, Paula creyó que se lo decía a ella y mientras se ajustaba el instrumento alrededor de la cintura, riendo contestó:

-Me encantaría. No sería bueno ni conveniente estropear el culito de este putón y que luego Fernando se cabree al no poder usarlo.

Todos excepto Natalia reímos la ocurrencia y aunque una de las que más se rio fue Eva, he de decir que también fue la primera en acudir donde la aludida se mantenía a cuatro patas.

-Mi señor, ¿puedo preparar a la putilla?- con tono lascivo me preguntó al tiempo que con los dedos le separaba los cachetes del trasero.

Sin esperar mi respuesta, escupió en el rosado ojete de su hermana…


Relato erótico: “Rosas de color sangre” (POR VIERI32)

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 ¿Me quito el anillo?, frené el coche, si seguía avanzando chocaría contra un maldito poste por lo desconcentrada que estaba, ¿y quién me socorrería en medio de la noche citadina?, como mucho una prostituta me vería desgraciada en el suelo y aprovecharía para robarme como las carroñeras que son.
Volví a fijarme en mi anillo, mirándolo mientras reposaba ambas manos en el volante, quitármelo sería librarme de una carga enorme, sería el primer paso para terminar con todo aquello que representaba mi patética vida. Amagué retirarlo pero lo pensé mejor, tal vez dentro de mí había algo de esperanzas de que todo pudiera arreglarse, esperanzas para encontrar alguna señal que me dijera que aún había motivos para vivir pese a que de momentos prefería mil veces la muerte que vivir una vida aburrida y sin sorpresas… no, no era vida la mía, sería capaz de arrancarme mi piel sólo para comprobar que dentro de mí ya no había vida, sino una mísera existencia sin más.
Busqué mi cartera en busca de un cigarrillo… ¡mi cartera!, se había quedado dentro del restaurante que estaba abandonando, más precisamente, en la mesa donde mis amigas estaban. Volví para recuperarla con una sonrisa tímida, entré al lugar nuevamente y fue cuando las vi; lo que no soportaba de ellas eran sus pequeñas y casi silenciosas conversaciones cuando yo me retiraba, desde la distancia podía verlas riendo divertidas… Nunca supe si hablaban de mí, pero siempre que me acercaba, su conversación quedaba cortada y nunca más la retomaban. Sexto sentido mío, y podrían decirme egocéntrica, pero estaba segura que hablaban de mí… supongo que les causaba risa que yo haya tenido que dedicarme exclusivamente a las tareas del hogar, mi marido y a mi hijo, lo que me hacía la única del grupo que no trabajaba.
– ¡Violeta, volviste! – exclamó una cuando me vio acercármelas.
– Sí, es que me olvidé de… esto… – dije tomando mi cartera, sacando a relucir la llave de mi hogar.
– Una ama de llaves olvidánse de la… ¿llave? – rió, las demás la acompasaron como hienas.

Y de las peores, con esas miradas que no tenéis idea de cuánto odiaba, esas miradas que escondían algún insulto silencioso tras los ojos.

– Por cierto, que las vi muy divertidas cuando venía, ¿de qué hablaban?
– Este… mira, no se lo digas a nadie, Violeta, pero..
– Es que ese camarero es muy lindo – interrumpió otra -… ¿lo ves? El que está atendiendo hacia la ventana, el rubio…
– Sí, ya veo – dije mirándolo. Patrañas, ni ellas se lo creían, ¿acaso me creían tonta?, ni siquiera yo entendía por qué las seguía considerando amigas, creo que había algo masoquista en mí que me exigía verlas cada semana, algo en mí decía que ellas eran los últimos trazos de vida social que me quedaban y que por más desgraciadas que fueran, debía soportarlas – En fin, ahora sí me debo retirar, estuvo agradable la cena.
– Adiós Vio, quedaremos para la semana que viene, ¿no?
– Ocho de la noche, como siempre – Carroñeras.

Salí para tomar el coche y me dirigí a mi hogar, atravesando rápidamente aquella ciudad tan enorme que me hacía sentir como una mísera hormiguita. Nunca en mi vida me había sentido tan sola pese a estar rodeada de tanta gente, como en casa, donde mi marido no tenía ojos para lo que no fuera la fusión de empresas que él estaba enfrentando desde hacía meses o mi hijo Andrés que ni siquiera se despidió de mí cuando viajó a Portugal para seguir sus estudios, o en mi vida social, donde sólo obtenía risas de parte de hienas. Muchos pensarían que yo era una mujer con la suficiente fortaleza para superar esos escollos, pero nadie, nadie jamás supo cuánto me desmoronaba por dentro.
Una vez llegado, estacioné el coche en el garaje. Me percaté inmediatamente que mi esposo Genaro no estaba; no había señales de su portentoso Opel, supuse que se habría quedado en su oficina hasta tarde. Pero esa noche yo no estaba para más, ni siquiera lo llamaría para saber de él – ya que él nunca me llamaba desde su trabajo –lo que quedaba de esa noche sería para mí, llenaría la tina con agua tibia y me tomaría un baño con sal efervescente a la luz de las velas y con música suave de fondo. Nunca hubo mejor terapia para mis pesares; desaparecían las risas hipócritas, desaparecían mis problemas y por breves instantes se moría mi soledad… durante esos momentos, mi existencia olía al champú de rosas.
 
– – – – –
“… lluvias precipitadas para mediados de la semana y probablemente haya tormenta eléctrica. Con el servicio público de electricidad que tenemos, probablemente nos quedaremos sin energía la tarde del miércoles, así que iros preparando las velas para afrontar la noche, ¿genial, no? En otras noti…”
De un fuerte golpe logré acertar el botón para apagar la radio. Tenía por costumbre programarla a las seis en punto de la mañana, se encendía sintonizando una emisora que me encantaba por la música que pasaban más el divertido hablar del relator. Miré al lado de mi cama, robóticamente dije “Buenos días, querido” pero quedé como tonta al notar que Genaro no estaba en la cama. Me levanté a duras penas, ni siquiera fui al baño o a la cocina, sino que directamente me dirigí hacia las calles para ver si el jodido Opel estaba estacionado.
Y quedé con el ceño fruncido al no ver el coche, una vez más Genaro se había pasado la noche en algún hotel o en casa de sus compañeros. Decía que su empresa siempre costeaba el bar cuando trabajaban horas extras, supongo que él y sus amiguitos gozaron a lo lindo y fueron a dormir en quién sabe dónde. Hasta hoy día sigo pensando que parece un maldito niñato con vergüenza de que lo vea pasado de roscas, prefiriendo dormir en lo de sus amigos que en nuestro hogar, como temiendo algún regaño.
Antes de volver a entrar a mi hogar, una extraña voz me había quitado de mis adentros;
– ¿Disculpe? ¿Es ésta la casa de los Sosa?
Se trataba de un joven de tez oscurísima que intentaba pronunciar cada palabra con gran esfuerzo. Pero ese acento tan bonito, portugués, no se lo escondía ni Dios, venía con una mochila y una gran sonrisa tan bonita que no pude evitar devolvérsela.
– Así es, ¿en qué te puedo ayudar?
– Soy Mauricio Espinosa.
– Ajá… entonces…
– Ya le dije que soy Mauricio.
– Se supone que me digas a qué vienes.
– ¡Ah, sí! Soy el estudiante de intercambio… su hijo está ahora en Portugal en la secundaria donde yo estudio… estudiaba… intercambio… Mauricio E-s-p-i-n-o-z-a…
– ¿Eres tú?, ¡¿viniste hasta aquí solo?! ¿No debías esperar a que te pasáramos a buscar?
– Su esposo me dijo que usted me buscaría a las ocho en el aeropuerto.
– Sí, ¡a las ocho!
– Ya son las nueve menos cuarto– dijo mostrándome su reloj de pulsera.
– ¿Ya?, creo que mi despertador se desprogramó… ¿será?
– Cómo voy a saberlo yo, Señora.
– Señorita – interrumpí con una mirada atigrada que creo hizo asustar el joven. Sé perfectamente que el título de señorita lo había perdido hacía años, pero me daba cierto goce oírlo aún – ¿Cómo hiciste para venir aquí, querido?
– Tomé un taxi y le di la dirección de su hogar – inteligente -¿Entonces ya puedo pasar, señora- – -ita?
– Aprendes lento. Y sí, adelante.
Lo hice pasar y lo llevé hasta su habitación, que en realidad era la de mi hijo. Al entrar, Mauricio dejó su mochila en el suelo y se dispuso a recorrer la habitación con su mirada. Me apoyé en el marco de la puerta mientras jugaba con mi anillo, lo miré y me di cuenta que era el momento adecuado para hacerle saber algunas reglas sobre mi hogar, unos pequeños tips que me había memorizado para decírselo.
– Ahora escucha, no tenemos sirvientas por expresa orden de mi marido – nunca confiaba en ellas – por lo tanto la ropa sucia la debes lavar tú mismo en el sótano, donde encontrarás el lavarropas.

– Por mí no hay problemas.
– ¿En serio? Mira que mi hijo arma un infierno cada vez que debe lavar sus ropas… bien, no se permiten compañeritos o amiguitos en la casa salvo expresa notificación, así tampoco debes pasarte con el volumen de la música que escuches.
– Bien por mí, seño… rita – respondió sentándose en la cama, mirándome con una sonrisa de punta a punta.
– ¿De veras? ¿No parece una imposición sádica? – eso es lo que decía mi hijo.
– Es lo lógico, no tengo por qué andar llevándole la contraria a la dueña de la casa.
– No me lo puedo creer, eres más maduro que mi hijo… y mi esposo… juntos… oye, Mauricio, ¿qué… qué haces?
Sin previo aviso se retiró la remera que llevaba, en un acto reflejo me fijé en sus abdominales bastantes marcados para un chico como él, mi marido quedaba a años luz de tenerlos, y Andrés sólo los tendría en sueños, realmente me impresionó la belleza de su torso, apenas pude ver un tatuaje en su hombro pero volví en mí a tiempo;
– Mauricio, ¿no avisas?
– Sólo me estoy cambiando la camisa.
– Pues la próxima avisa – dije saliendo de la habitación, cerrando su puerta.
En menos de cinco minutos había cruzado más palabras con él que en el último mes con mi hijo. Aún distaba de conocerlo, y yo más que nadie sabía que no debía apresurarme a la hora de formular juicios, pero él me caía bien, su sonrisa sobretodo me hizo cosquillas, algo que había visto pocas veces en los seres que me rodeaban, no parecía esconder insultos silenciosos tras los ojos y su risa no sonaba como las de las hienas carroñeras– ¡Por cierto! – grité para que pudiera oír tras la puerta.
– ¿Qué sucede, señorita? – sonreí al oír esa palabra que le había impuesto, “señorita” con ese acento tan tierno.
– Te espero en la sala para charlar, quiero conocer más de ti antes de dejarte la casa… no te me enojes, soy así, es todo.
– ¡No hay problema, señorita!
– – – – –
– Parece que va a llover.
– No mires la ventana, mírame a mí cuando te hablo – dije con la copa de vino en mi mano.
– ¡Lo siento!
– No te había dicho cómo me llamo.
– Pensé que quería que le dijera “señorita”, señorita.
– Bueno, eso está bien – sonreí jugando con la copa cerca de mi boca – pero si esa palabra la oye mi marido, lo dejas patas arriba. Me llamo Violeta.
– Violeta… me gusta.
– A mí me gusta tu sonrisa. Me pareces tierno y no te veo con malas intenciones.
– ¿Tierno? – preguntó buscando un librillo de su bolsillo.
– Significa que eres adorable, muy bueno, es todo… oye, ya deja de buscarla en tu diccionario.
– Gracias, señorita Violeta.
– No tienes por qué mezclarlos, con decir Violeta estaremos bien. Y sigamos la conversación, ¿qué has dejado atrás?
– Además de mi familia… pues como que extraño mucho a Luz, mi novia, de momentos sólo intercambiaremos mails pero no es lo mismo.
– Ah vaya, Andrés aún no tiene novia, es muy tímido, ¿sabes?
– Me parece raro, habiendo crecido con una dama tan hermosa – y otra vez vino esa sonrisita a la que me estaba haciendo adicta.
– ¿Hermosa? No te lo crees ni tú… Bien, un día de estos saldremos rumbo la ciudad, ¿está claro? Daremos un paseo y continuaremos nuestra charla, me gusta hablar contigo.
– Aún… aún no vi a su esposo.
– Probablemente no venga hoy – bebí todo lo que quedaba en la copa, que no era poco – pero no quiero hablar de él. Así que yo iré a bañarme porque no lo hice desde que desperté, si deseas puedes ver la televisión aquí.
– ¿El ordenador de su hijo tiene conexión?
– Sí, ¿deseas revisar tu correo o algo así? No hay problema, entonces cuando esté lista la comida te la llevaré en tu nueva habitación – le guiñé, dejando la copa en una mesita cercana. Mauricio se levantó, sonriente como no podía ser de otra forma, y subió las escaleras. Fue entonces cuando mis demonios internos me jugaron una mala pasada, contemplé su culito tras el jean que llevaba, parecía tan duro, probablemente el vino ayudaba a imaginarme apretándolo, me mordí los labios y seguí deleitándome del firme panorama hasta que él desapareció de mi vista… “Mauricio” susurré con una sonrisa y el dulce sabor del vino degustándose en mi boca.

Buen tiempo después subí al baño, lo llené con las mismas sales de siempre, encendí la pequeña radio y un par de velas, lentamente mis ropas fueron cayendo al suelo y por fin logré introducirme en la tina. Por más de que no quisiera, mi mente no podía apartarse de Mauricio, apenas lo conocía hacía horas pero yo estaba tan necesitada de compañía, de calor corporal y de sinceridad, que veía en él más de lo que hubiera deseado… mi mano fue bajando hacia mi entrepierna, mis demonios reían y jugaban con mi imaginación mientras mis dedos fueron recorriendo los pliegues de mis labios, ingresando y saliendo raudamente mientras que con la otra mano me masajeaba un seno… ¿qué me sucedía? ¿Acaso mi desesperación era tan grande que me hacía ilusiones con el primer hombre que vi? Pero mis demonios no querían que pensara, sólo querían que mis dedos apresuraran el ritmo, y tras morderme fuerte el labio inferior, volví a susurrar el nombre de mi perversión… “Mauricio”, ni siquiera necesité imaginar mucho con su cuerpo, ya había visto más de lo que debería, y lo peor de todo, estaba tan adicta de él que quería ver más y más.
En mis fantasías Mauricio me hacía suya en mi cama matrimonial, tomándome de la cadera y reventándome mi sexo con el suyo, tan grande, feroz, haciéndome llorar una serenata de lamentos y berridos. Me volví a morder el labio tan fuerte que sentí un frío hilo de sangre, lo recogí con mi lengua y tuvo un gusto especial, raro.. extraño… sangre sabor a rosas.
Justo cuando dos dedos entraban en mí, tuve un plácido estallido que terminó llenándome de un deseo tan enfermizo, deseo por Mauricio, jamás me había sentido así, como una chiquilla adolescente embobada por un chico tierno, atento y gracioso. Jamás, jamás, jamás había pensado en destruir la promesa de mi matrimonio… supongo que para todo hay una primera vez.
Pasaron los días y el pobre Genaro no se contentaba con dormir en la sala. Si esperaba un regaño de mi parte, se quedaba corto. Nuestra discusión duró días, tardes y noches, y como no podíamos estar juntos sin desatar una debacle, decidió dormir en el sofá de la sala durante los días en que estábamos peleados.
Durante esas mañanas, Genaro y Mauricio charlaban amenamente en la cocina o en la sala, es increíble cómo el deporte hermanda a hombres tan diferentes, al parecer una charla sobre el Benfica y su campaña en la Champions los hizo mejores amigos en menos de una hora. De vez en cuando yo pasaba para tomar algo de la heladera o simplemente pasaba por la sala, y cortés como siempre soy, saludaba con mucho cariño a Mauricio sin siquiera dedicarle una mirada a mi marido.
Pasados más días, Genaro y yo conversamos un poco más apaciguadamente y quedamos medianamente reconciliados. Follamos en la habitación para cerrar la jornada, él pensando que se había librado de mi enojo, yo… yo simplemente pensaba que follaba con Mauricio.
– – – – –
– Parece que va a llover – dijo Genaro, mirando la ventana de la habitación mientras yo reposaba sobre su pecho.
– El clima está así desde el sábado pasado… dudo que llueva hoy.
– Menos mal que hoy no, Vio.
– ¿Y eso por qué?
– Mauricio me contó que lo llevarás a la ciudad para que se vaya aclimatando.
– ¡Es cierto!
– ¿Te olvidaste?

– Mejor me preparo, mira que aún es temprano.
– ¿Temprano? Son las seis de la tarde, pensará que se trata de una primera cita – rió él. Reí forzadamente yo, y nuevamente los demonios de adentro dibujaron perversiones, yo poniéndole los cuernos a Genaro con el negrito estudiante de intercambio… acaso… ¿acaso estaba loca por excitarme con esa idea?
Mi marido no dijo nada cuando me vio partir de la habitación con una falda que apenas llegaba a la rodilla, era la perfecta para dejar ver mis piernas cuando conducía mi coche, ni mucho menos se molestó cuando vio que me acomodé los senos frente al espejo.
– Nos veremos más tarde, Genaro – le sonreí, dándole un beso de despedida.
– Bueno, ¿pero justo debes salir hoy? – preguntó sonriendo, viendo mis pechos con esa conocida mirada, aquella que decía que quería follarme de nuevo – además no le has dicho en qué día saldrían, sólo le has dicho “la semana que viene”, vamos que puedes postergarlo.
– ¿Tanto me necesias? ¡Ja, no señor! Además ya me conoces, si no es hoy… no será nunca.
– Pues bien, que se diviertan.
Fui hasta la habitación de Mauricio y pegué mi oído en la puerta; no oía nada, apenas un dulce murmullo que no logré definir. Silenciosamente logré abrir la puerta, fijándome hacia donde estaba instalado el ordenador de mi hijo… quedé boquiabierta, Mauricio estaba mirando lo que parecía ser alguna página pornográfica. Lo peor de todo… o más bien lo mejor de todo, es que pude contemplar con tremendo asombro el tamaño inusitado de su sexo. ¡Se estaba masturbando lentamente!, no pude evitarlo, mi boca quedó abierta y babeando, jamás en mi existencia había visto algo de un tamaño como el de él. Envidia, eso fue lo que sentí luego, envidia por la novia de Mauricio. Yo, pervertida, me quedé contemplando hasta el final cómo el muchacho se daba goce, y cuando lo vi largando todo sobre un pañuelo que tenía preparado en su otra mano, cerré nuevamente la puerta.
Tuve ganas de ir baño para volver a masturbarme, sólo que esta vez, en mis fantasías, el sexo de Mauricio sería corregido en tamaño, el maldito la tenía mucho más grande de lo que fue en mi fantasía perversa con sangre sabor rosas. Pero debía ser fuerte, más allá de que en realidad yo era una mujer cayéndose a mil pedazos por día.
– ¡Mauricio! – grité tras la puerta.
– ¡Vio-Violeta!

– ¿Estás listo? Saldremos en media hora, te espero abajo – Demonios, demonios, demonios…
Cuando al fin salió de su habitación, me buscó en la sala para salir juntos. Él sonreía, yo moría pensando que me degeneraba más y más en mis fantasías. Y ya en el coche noté que de vez en cuando, Mauricio ojeaba mis piernas, muy descubiertas debido al corte diagonal de la falda que dejaba casi medio muslo a la vista, aquello me incomodaría… ¡años atrás me incomodaría, con un marido atento, un hijo leal, amigos verdaderos y una vida satisfactoria! Pero no me quedaba nada de eso, no me importaba arriesgarme, no me importaba pervertirme, pervertir al chico, que mis demonios me dominaran e hicieran de mí la mujer más maldita de todas, él me miraba, yo moría a pedazos pidiendo a gritos ser rescatada por un hombre que me hiciera volver a sentir viva. Por eso elegí la falda corta, por eso no me incomodó su constante mirada.
Separé las piernas más de lo que ya estaban nada más al frenar en un semáforo rojo, con la visión periférica pude notar que Mauricio poco disimulaba en mirarlas, macizas, blancas como la leche pero hirviendo a un vivo rojo sangre. Y mis demonios festejaron porque mi juego estaba comenzando y todo salía de manera prometedora, y así, con las piernas obscenamente abiertas, pregunté;
– ¿Y cómo se llamaba tu novia? – lo miré, pillándolo in fraganti.
Mauricio miró automáticamente hacia delante, como si nada hubiera pasado, el pobre quedó avergonzado durante el resto del viaje, tanto así que nunca hubo conversación en la heladería donde fuimos. Era una visión patética la nuestra, sentados en la mesita más apartada del lugar, yo intentando conversar, él sin saber dónde reposar la mirada.
Le preguntaba más sobre su vida y gustos pero en cambio obtenía monosílabos vacíos, no sonreía, ¡estaba tan adicta a su sonrisa, que en nuestro incómodo silencio, casi le rogué que riera para hacerme sentir viva!
Él se excusó para ir al baño del local mientras yo estaba muriéndome más y más, mi última carta de esperanza se estaba esfumando, Mauricio pronto se enfriaría conmigo por mi estúpido juego. Estaba tan desesperada por no perderlo, por no perderme en la soledad, y así, con el corazón partiéndose dentro de mí, tracé un plan desesperado para recuperarlo, para volver a sentirme viva…
– – – – –
Cuatro días, pasaron cuatro días y ya no aguantaba. En cuatro días follé con mi marido pensando en Mauricio y me masturbé como posesa en el baño, ya no podía quitarlo de mi mente, cada poro de mi cuerpo me exigía a él, por ello mi plan estaba en marcha, por ello mi Pontiac estaba estacionado frente a la secundaria Montpellier donde estudiaba él.
Llegó la hora de la salida, no fue tarea difícil verlo, venía tomado de los brazos con una nueva amiga, sonriente, picarón, pero toda su aura desapareció al verme, sonrisa incluída. Se despidió de su amiga y se acercó al coche con una cara de no creer;
– Violeta… vi-viniste a buscarme… vaya, ¿a qué se debe?
– Fui al mercado y como el colegio estaba de paso… ¿y quién es ella? La que se está yendo hacia la esquina.
– ¡Ah! Es una nueva amiga, me está ayudando con algunas materias… Isabella.
– Me alegra que hayas encontrado una niñata-cara-de-pendeja que te ayude en tus deberes…
– ¿He? ¿Cara-que-qué? ¿Y eso qué significa?
– Nada. Vayamos a caminar – dije saliendo del coche. Tomé de su mano y lo llevé hasta detrás del estacionamiento, sin hacer caso a sus insistentes preguntas sobre a dónde íbamos. Y por fin ocultos de las miradas de los desconocidos, lo empujé contra la pared, con esa mirada atigrada tan mía, tan poderosa, la de una predadora lista para comerse a su tierna presa. El pobrecillo se asustó cuando me acerqué para besarlo, por fin agarré ese delicioso trasero mientras mi lengua se enterraba en su boca. Mis demonios festejaban, mi corazón latía apresuradamente porque la dulce boca de Mauricio sabía a rosas, las mismas rosas que olí durante mi masturbación en el baño, tuve ganas vampíricas de morderlo tan fuertemente para probar su sangre, para comprobar si ésta era tan deliciosa como la mía, pero él interrumpió bruscamente.
– ¡Señorita! – volvió a sonreír, tímidamente, casi una sonrisa sosa, mezcla de sorpresa y agrado, pero sonrisa al fin y al cabo – ¿Pero qué su-sucede?
– ¿No habíamos acordado que me llamarías por el nombre?
– ¡Violeta!, ¿por qué… por qué sonríes así?
– Sonrío porque sonríes – respondí sin soltar mi mano de su culo, a centímetros de un nuevo beso que fue correspondido. Juraría que mi existencia cesó su caída en ese instante, nunca había probado algo tan delicioso, tan morboso, ¿quién hubiera dicho que pecar contra el voto matrimonial sería la cura perfecta para mi desgracia? Mauricio, el pobre muchacho jamás entendió por qué lagrimeé un poco durante nuestro beso. Un beso bastante torpe, yo sabía perfectamente qué hacer y dónde poner las cosas… él… él aún tenía mucho por aprender.

– Ahora responde bien… ¿quién era esa chica con quien estabas recién?
– No era nadie, Vio. Nadie.
– Me equivoqué cuando dije que aprendías lento – le guiñé, justo antes de volver a comerme su boquita de rosas, y al par de minutos, él se apartó del tonto morreo que hacíamos;
– Aún así no entendí eso de cara-no-sé-qué… ¿eso está en un diccionario?
– Hummm, no perdamos el tiempo con tonterías… ¿por qué no volvemos al coche? – No se necesitaron más palabras, nos dirigimos inocentemente al coche sin que nadie en las inmediaciones del colegio se percatara la morbosa realidad.
Quise maniobrar hasta el primer motel que se nos cruzara, pero yo estaba tan lubricada, tan fogosa, era tan grande mi necesidad de sentir a Mauricio dentro de mí que estacioné en una plaza, miré a mi acompañante con mis ojos atigrados, con una fina sonrisa, pícara, esperando que él entendiera todo sin necesidad de palabras ni de diccionarios.
Se inclinó hacia mí, sus manos directamente fueron hacia mis pechos, pero antes de alcanzarlos, me alejé para empujarlo de nuevo hacia su asiento;
– ¿Y ahora qué? – preguntó.
– Sé cómo son ustedes, les encanta ir fanfarroneando sobre sus conquistas…
– ¿¡Yo!? No, no, no, le juro..
– ¡Calla! Ahora escúchame– dije tomando el cuello de su camisa con un puño, acercándolo a mi boca – nadie creerá que un negrito como tú se acuesta con una casada como yo, así que ni te molestes en fanfarronearlo a algún nuevo amiguito – e inmediatamente lo besé con lengua, fuerte, animalesca, tomando terreno – y no creas que andaré complaciéndote en todo y en cualquier momento sólo porque te necesito para ciertos… menesteres.
– ¿Son nuevas reglas? Porque con gusto las cumplo todas – preguntó con esa sonrisa preciosa, me derretiría del encanto que emanaba, pero yo debía demostrar fiereza. Y nuevamente se acercó para besarme.
– Aprendes rápido – susurré dificultosamente, pues mi labio inferior era atrapado por los de él, y dicho esto me incliné para retirarle su cinturón, llevé mi mano dentro de su jean y tras sortear su ropa interior, pude sacar a relucir un miembro que, si bien no estaba del todo erecto, tenía un tamaño prometedor.
Mauricio resoplaba, recostado sobre el asiento trasero mientras yo introducía en mi boca su sexo… sabor a rosas, parecía que el destino preparó todo con sumo cuidado, aquel tremendo mástil que crecía y crecía en mi boca, tenía sabor a rosas. Repasé la lengua por todo el tronco con una cara de vicio que no había tenido desde hacía años, él masajeaba mi pelo dulcemente, mascullando quién sabe qué, y yo… yo simplemente lamía rosas.
Pero todo tenía que terminar rápidamente, él tomó un puñado de mi pelo y me apartó del miembro que yo comía como niña golosa, un hilo de baba se me escapó de entre mis labios y mis ojos atigrados se amansaron, mirando a Mauricio, como rogándole que me dejara chupársela, nunca en mi existencia me había sentido tan deseosa, excitada, con cada centímetro de mi ser exigiendo a Mauricio, pero éste me apartó de su sexo, por eso mi mirada se apaciguó amargamente;
– ¿Qué haces? Suéltame el pelo.
– Tranquila, sé lo que hago.
– ¿Ah, sí? ¿Qué va a saber alguien como tú?
– Te sorprenderías, pero no lo averiguarás ahora.
– ¿Y eso por qué?
– Ahora no porque… la policía, a diez metros de aquí… ¡y acercándose!
Giré la mirada, era cierto, un policía se acercaba hacia nuestro coche, y pese a que probablemente no veía del todo bien qué sucedía dentro, hizo que me asustara, mil pensamientos me nublaron la cabeza, ¿y si me descubrían?, ¿y si mi marido se enteraba?, ¿podría soportar mi existencia?, pero no tenía tiempo para hundirme en ello, no podía permitirme vencer tan fácilmente por el susto, velozmente ocupé el asiento del chofer y arranqué el auto;
– ¿Volvemos a casa? – preguntó Mauricio.
– ¿Quieres volver?
– Dependiendo, su marido está en casa o…
– Está en su trabajo.
– Entiendo, pues entonces sí, quiero volver a casa.
– ¿Acaso le tienes miedo o qué? – reí.
– No le tengo miedo pero sería mejor que él no estuviera, ¿no?
– No quise decir que… Esto… mira, está… está empezando a llover… Es lo último que necesitaba…
– ¿Y eso por qué?

– – – – –
Era un espectáculo de otro mundo, el montón de velas dispersas en toda la sala debido al corte de luz que vino con la tormenta eléctrica que sucedía afuera, adentro parecía estar tan apaciguado, naranjezco, como un atardecer melancólico, treinta y dos velas esparcidas en el lugar, como treinta y dos soles ocultándose para darnos el espectáculo más maravilloso.
Mi anillo lo dejé en la mesita de luz mientras Mauricio bajaba por las escaleras con sólo una toalla en su cintura, pude volver a ver su tatuaje en el hombro izquierdo, cuando él se acercó, pegué mi cuerpo al suyo para deshacerle de su toalla, besando justo sobre el tatuaje… una rosa negra, por fin pude verla… una jodida rosa, como si todo estuviera preparado.
– Qué bonita rosa – susurré al tiempo en que su toalla volaba por la sala para detenerse en el suelo.
– Me la hice en una plaza en Lisboa… fue el primer regalo que me dio Luz, una rosa.
– ¿Una rosa negra?
– En realidad era roja, pero me salía más barato si elegía la negra – rió. Volví a besar su hombro junto con una mordida pequeña que se marcó en su piel.
– Ponte de cuatro en el suelo – dijo él bajando el cierre de mi falda. Un temblor recorrió mis piernas, de arriba para abajo, normalmente lo abofetearía y le diría que yo era quien mandaba, pero no podía, estaba tan excitada que me despojé de mis ropas y lo obedecí al instante.
Las únicas, las velas eran las únicas que veían cómo yo, de cuatro patas en el suelo, estaba siendo sobada por la mano de Mauricio. Ya nada podía detenerme, ya el plan había terminado victorioso, casi babeando rogué a mi amante que me penetrara, que me hiciera suya de una jodida vez, lo deseaba desde que lo conocí, ¡mi sexo rogaba por él, no por sus dedos, sino por su maldita tranca que me había penetrado sólo en imaginaciones!
Cómo me estremecí cuando se comió mi sexo, el maldito sabía muy bien trabajar con la lengua, me tenía al borde de la locura con unos potentes lengüetazos que de vez en cuando se pasaban por mi culo, si todo seguía así me vendría un desmayo… separó mis labios con sus dedos y hundió su lengua, succionando todo lo que encontraba, pieles, jugos, vellos, todo en uno, mi cuerpo se convulsionaba como si tratara de una desesperada, arañaba el suelo, me mordía los labios pero era simplemente imposible.
Me dijo algo, no entendí, pero el tono dulce me tranquilizó, apenas sentí una tibia carne reposando entre los pliegues de mis labios hinchados, lubricados con su saliva, deseosos… mi rostro se pegó al suelo, él habrá gozado con la imagen obscena que le regalé, postrada ante él, rindiéndome ante su maravilloso sexo. Tomó de mis caderas con sus manos, casi me sentí como un animal a quien debía sujetar por si el dolor se pasaba de los límites, y justo cuando susurró algo en portugués, sentí cómo su sexo se abría paso en el mío y cómo un dedo entraba raudamente en mi lubricado ano.
Lo enterraba profundo y me lo sacaba, me lo metía y me lo volvía a sacar casi por completo para volverlo a meter, dedos y sexo, era una jodida locura, daba unos círculos dentro de mí, sus penetradas empezaron a adquirir vigor y supo darme los mejores minutos de mi vida.
Soportó lo que más que pudo, noté que le vinieron unos espasmos potentísimos, apreté las paredes de mi sexo para que él me lo empalmara todo, para que cerrara la jornada de una buena vez mientras su dedo corazón entraba en lo profundo de mi esfínter.
A las luces de las velas, pequé al matrimonio para salvarme de una existencia desgraciada y vacía, Mauricio me salvó, el vacío se llenó… él habrá pensado que lagrimeé por el dolor que causaba sus salvajes arremetidas, pero en realidad lloraba porque por fin sentí que mi existencia… que mi vida dejó de caerse en un pozo sin fin.
Cuando terminamos, giré hacia él para besarlo, y bajando por el cuello, nuevamente besé el tatuaje de su hombro mientras sus manos magreaban mi culo… mordí el tatuaje con fuerza;
– Auchhh… Violeta, ¿y esa mordida?
– Espero dejarte una marca para que me recuerdes… ¿y qué mejor lugar que en la rosa que te regaló tu noviecita?
Él vio el tatuaje, un leve halo de sangre surgió y no tardé en lamer aquella rosa que poco a poco tenía un color rojo intenso, una rosa color sangre tatuada en mi memoria… juro que en ese instante mi vida tuvo sabor a rosas.
– Me salvaste – le susurré, abrazándolo bajo las luces crepusculares de las velas. Sólo yo y él, sin anillos, sin diccionarios ni demonios, nunca me había sentido tan feliz y tan maldita a la vez…
– – – – –
– ¿Está durmiendo ya?
– Sí, señor… como un ángel.
– Aquí está el dinero que te prometí.
– ¿Pudo… ver todo?
– Vi suficiente, aunque eso ya no es de tu incumbencia.
– Entonces no me dirá por qué me ha pedido que me acueste con su esposa.
– No era parte del trato, amigo, no te pago para preguntar. Pero mira – dijo alejándose de la sala con el halo del humo de su cigarro siguiéndolo – es que a veces pecando uno salva un matrimonio… Violeta estaba en un pozo depresivo del que ni yo podía salvarla, y cuando vi que se llevó la faldita corta y erótica sólo para llevarte a una heladería… ¿qué quieres que te diga, Mauricio? Vi en ti su salvación… – otra bocanada.
– ¿Le dirá todo esto? – preguntó Mauricio sin hacerle caso, viéndola de reojo.
– Lo dudo… mírala, durmiendo con una sonrisita que nunca antes había tenido, jamás me atrevería a confesarle que te pagué para que te acostaras con ella… sería quitarle esa hermosa sonrisa para siempre… me molesta que no sea yo el causante de su repentina felicidad, pero es un pequeño precio que hay que pagar, ¿no lo crees?
– Entiendo – respondió Mauricio, restregando el fajo de dinero por su nariz.
– ¿Hueles el dinero? – sonrió Genaro entre el humo y los treinta y dos atardeceres de la sala – ¿es delicioso, eh?
– Es extraño, señor… no sé por qué… pero huele a rosas…
– Rosas de Color Sangre –

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error” (POR GOLFO)

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Cuando por motivo de trabajo te desplazan a un lugar exótico, es importante antes de hacer nada conocer la cultura del país porque en caso contrario, es muy fácil meter la pata. Eso le ocurrió a mi mujer al poco tiempo de irnos a vivir a Birmania.
Dejando nuestro Madrid natal, nos habíamos desplazado hasta ese lejano país porque mi empresa me había nombrado delegado. Entre las prestaciones del puesto se incluía un magnifico chalet de casi quinientos metros para nuestro uso y disfrute.
Recuerdo que desde que María visitó las reformas de la casa donde íbamos vivir los siguientes cinco años, me avisó que no pensaba ocuparse ella de la limpieza.
-Si quieres que vivamos aquí, voy a necesitar ayuda.
Cómo me pagaban en euros y los salarios en esas tierras eran ridículos, no vi ningún inconveniente y le di vía libre para resolver ese problema como considerara conveniente, no en vano ella era la que iba a tener que lidiar con el servicio.
No siendo un tema inmediato por los retrasos en las obras, María aprovechó que durante los dos primeros meses vivíamos en un hotel para conocer un poco la ciudad. Fue durante uno de sus paseos por Yangon cuando conoció a una anciana que siendo natal de ese país, hablaba un poco de inglés.
María vio en ella a su salvación y la medio contrató como asesora para todo. De esa forma en compañía de Maung compró los muebles que le faltaban, conoció las mejores tiendas de la ciudad e incluso le presentó a un par de occidentales con las que ir a tomar café. Convencida que había hallado una mina al llegar el momento de la mudanza, también le planteó su problema con el servicio.
-Yo conseguir. Mujeres de mi pueblo, dulces, guapas, jóvenes y obedientes. ¿Le parece bien?
Mi mujer que es de la cofradía del puño agarrado, preguntó:
-¿Y cuánto me va a costar al mes?
-No mes, usted pagar 800 dólares americanos por cada una y luego solo comida y casa.
Creyendo que ese dinero era la comisión de la anciana por conseguirle unas criadas y que estas eran de un origen tan humilde que con la manutención se daban por satisfechas, hizo cálculos y comprendió que con que duraran cuatro meses habría cubierto de sobra el desembolso. Por eso y por la confianza que tenía en la mujer, aceptó sin medir claramente las consecuencias.
-Me mudo en dos semanas, ¿cree que podré tenerlas para entonces?
-Por supuesto, Maung mujer seria. Dos semanas, mujeres en su casa….
Aung y Mayi llegan a casa.
Tal y como habían quedado, a las dos semanas exactas la anciana llegó al chalet con las dos criadas. Debido a mi trabajo, ese día estaba de viaje en Tailandia y por eso tuvo que ser María quien las recibiera. Mi señora al verlas tan jovencitas lo primero que hizo fue preguntarle su edad.
La vieja creyendo que la queja de mi esposa era porque las consideraba mayores, contestó:
-Veintiuno y dieciocho. Pero ser vírgenes, ¿Usted querer comprobar?
Tamaño desatino incomodó a María y creyendo que en esa cultura una chica de servicio virgen era un signo de estatus, le contestó que no hacía falta. Tras lo cual, directamente las puso a limpiar los restos de la obra. Al cabo de tres horas de trabajo en las pobres crías no se tomaron ni un respiro,  mi señora miró su reloj y vio que ya era hora de comer. Como no había preparado nada por medio de señas, se llevó a las orientales a comer a un restaurante cercano.
Las chavalas que no comprendían nada se dejaron llevar sumisamente pero al ver que entraban a un restaurante se empezaron a mirar entre ellas completamente alucinadas. Mi mujer creyó que su confusión se debía a que aunque era un sitio popular, al ser de un pueblo en mitad de la sierra nunca habían en estado en un sitio de tanto lujo pero cuando intentó que se sentaran a su lado, sus caras de terror fueron tales que tuvo que llamar a la jefa que hablaba inglés para que le sirviera de traductora. Tras explicarle la situación, la birmana  comenzó a charlar con sus compatriotas. Como las dos crías eran de una zona tan remota, su dialecto fue entendido a duras penas por la mujer y luego de traducirlo, dijo:
-Señora, estas dos niñas se niegan a sentarse a comer con usted. Según ellas estarían menospreciando a la esposa de su dueño. Prefieren permanecer de pie y comer cuando usted acabe.
Desconociendo la cultura, no dio importancia a la forma en que se habían referido a ella y temiendo ofender alguna de sus costumbres, comenzó a comer. Las dos orientales se tranquilizaron pero asumiendo que ellas eran las sirvientas se negaron a que los empleados del local se ocuparan de su señora y por eso cada vez que le faltaba agua en su vaso, ellas se lo rellenaban y cuando trajeron los siguientes platos, se los quitaron de las manos y ellas fueron quien se lo colocaban en la mesa.
María que al principio estaba incomoda, al notar el mimo con el que ambas niñas la trataban, aceptó de buen grado ese esplendido trato y se auto convenció que había acertado contratándolas. Habiendo terminado, pidió que prepararan para unas bandejas con comida para ellas y pagando salió del local mientras Aung y Mayi la seguían cargando con las bolsas.
Ya en la casa y deseando tomarse un respiro, las dejó en la cocina comiendo mientras ella se iba a tomar un café con las dos británicas que había conocido. Como otras tardes se citó con esas amigas en un café cercano a la embajada americana famoso por sus gin-tonics.
El calor que ese día hacía en Yagon junto con la amena conversación hizo que sin darse cuenta, mi esposa bebiera demasiado y ya casi a la hora de cenar, tuviera que pedir un taxi para irse al chalet. Al bajar del vehículo, se encontró que Aung la mayor de las dos muchachas había salido a recibirla y viendo el estado en que se encontraba, la ayudó a llegar hasta la cama.
Borracha hasta decir basta, le hizo gracia que las dos crías compitieran por ver quién era quien la desnudaba pero aún más sus miradas cómplices al comprobar el tamaño de sus pechos. Como las asiáticas son más bien planas, se quedaron admiradas por el volumen exagerado de sus tetas y por eso les resultó imposible retirar sus ojos de mi esposa mientras involuntariamente los comparaban con los suyos.
-¡No son tan grandes!- protestó muerta de risa e iniciando un juego inocente cuyas consecuencias nunca previo, los cogió entre sus manos y les dijo: -Tocad, ¡Son naturales!
Cómo no entendieron sus palabras, fueron sus gestos los que malinterpretaron y creyendo que mi mujer les ordenaba que se los chuparan, un tanto cortadas la miraron tratando de confirmar que eso era lo que su jefa quería.
-Tocadlos, ¡No muerden!- insistió al ver la indecisión de las dos chicas.
Mayi, la menor y más morena de las dos, dando un paso hacia delante obedeció y cogiendo uno de los dos pechos que le ofrecían entre sus manos, lo llevó hasta su boca y empezó a mamar. Totalmente paralizada por la sorpresa, mi mujer se la quedó mirando mientras su compañera asiendo el otro, la imitó.
María tardó unos segundos en reaccionar porque en su fuero interno, sentir esas dos lenguas recorriendo sus pezones no le resultó desagradable pero al pensar que sus teóricas criadas lo único que estaban haciendo era obedecer, se sintió sucia y separándolas de sus pechos, las mandó a dormir.
Las birmanas tardaron en comprender que mi mujer las estaba echando del cuarto y creyendo que la habían fallado, con lágrimas en los ojos desaparecieron por la puerta mientras en la cama María trataba de asimilar lo ocurrido. El dolor que reflejaban sus caras era tal que supo que  de algún modo las había defraudado.
“En Birmania, la figura del jefe debe de ser parecida un señor feudal”, masculló entre dientes recordando que estos tenían derecho de pernada. “Han creído que les ordenaba satisfacer mis necesidades sexuales y en vez de indignarse lo han visto como algo natural”.
La  certeza que eran diferencias culturales no disminuyó la calentura que sintió al saber que podría hacer con ellas lo que le viniera en gana. Aunque nunca se había considerado bisexual y su único contacto con una mujer habían sido unos inocentes magreos con una compañera de colegio, María se excitó pensando en el poder que tendría sobre esas dos niñas y bajando su mano hasta su entrepierna, se empezó a masturbar soñando que cuando volviera del viaje, me sorprendería con una noche llena de placer…
María descubre una extraña sumisión en esas dos orientales.
A la mañana siguiente, mi mujer se despertó al oír que alguien estaba llenando el jacuzzi de su baño. Al abrir sus ojos, la claridad le hizo recordar las muchas copas que se había tomado y por eso le costó enfocar unos segundos. Cuando lo consiguió se encontró a las dos birmanas, arrodilladas junto a su cama sonriendo.
-Buenos días- alcanzó a decir antes de que Mayi la obligara a levantarse de la cama, diciéndole algo que no pudo comprender.
La alegría de la chavala disolvió sus reticencias y sin quejarse la acompañó hasta el baño. Una vez allí, la mayor Aung desabrochándole el camisón, se lo quitó dejándola completamente desnuda sobre las baldosas y llamando a la otra oriental entre las dos, la ayudaron a meterse en la bañera.
“¡Qué gozada!”, pensó al sentir la espuma templada sobre su piel y cerrando los ojos, creyó que estaba en el paraíso.
Estaba todavía asumiendo que a partir de ese día, sus criadas le tendrían el baño preparado para cuando se despertara cuando notó que una de las mujercitas había cogido una esponja y la empezaba a enjabonar.
“¡Me encanta que me mimen!”, exclamó mentalmente satisfecha al experimentar las manitas de Maya recorriendo con la pastilla de jabón sus pechos.
Aunque las dos crías no parecían tener otra intención que no fuera bañarla, María no pudo reprimir un gemido cuando sintió las caricias de cuatro manos sobre su anatomía.
“Me estoy poniendo cachonda”, meditó y ya con su coño encharcado, involuntariamente separó sus rodillas cuando notó que Aung acercaba la esponja a su entrepierna.
La birmana interpretó que su jefa le estaba dando entrada y sin pensárselo dos veces, usó sus pequeños dedos para acariciar el depilado coño de la occidental.  Con una dulzura que impidió que mi mujer se quejase, separó los pliegues de su sexo y se concentró en el erecto botón que escondían.
-¡Dios! ¡Cómo me gusta!- berreó cuando la otra cría se hizo notar llevando su boca hasta uno de los enormes pechos de su jefa.
El doble estímulo al que estaba siendo sometida venció toda resistencia y pegando un grito les exigió que siguieran con las caricias lésbicas. Aung quizás mas avezada que la menor, incrementó la velocidad con la que torturaba el clítoris de mi esposa mientras Mayi alternaba de un pecho a otro sin parar de mamar.
“¡Me voy a correr!”, meditó ya descompuesta y deseando que su cuerpo liberara la tensión acumulada, hizo algo que nunca pensó que se atrevería a hacer: olvidando cualquier resto de cordura introdujo su mano bajo el vestido de la mayor en busca de su sexo.
“¡No lleva ropa interior y está cachonda!”, entusiasmada descubrió al sentir que estaba empapada cuando sus dedos hurgaron directamente la cueva de la diminuta mujer. Aung lejos de intentar zafarse de esa caricia, buscó moviendo las caderas su contacto mientras introducía un par de yemas en el interior del chocho de mi señora.
Saberse al mando de una no le resultó suficiente y repitiendo la misma maniobra bajo la falda de la menor, confirmó que también la morenita tenía su coñito encharcado y con una sensación desconocida hasta entonces, se corrió pegando un gemido no se quejó al sentir la caricias. Aun habiendo conseguido el orgasmo, eso n fue óbice para que mi señora siguiera hirviendo y mientras masturbaba con cada mano a una de las orientales, quiso comprobar hasta donde llegaba su entrega y por medio de señas, les ordenó que se desnudaran.
La primera en comprender que era lo que María estaba diciendo fue la mayor de las dos que con un brillo especial en sus ojos se levantó y sin dejar de mirar a su jefa, se quitó la camiseta que llevaba.
Mi esposa, con posterioridad me reconoció, al admirar los diminutos pechos de la birmana no pudo aguantar más y sin esperar a que se quitara la falda, le exigió que se acercara a ella y al tenerla a su lado, por vez primera, abriendo su boca saboreó el sabor de un pezón de mujer.
La pequeña areola de la muchacha reaccionó al instante a esa húmeda caricia contrayéndose. María al comprobarlo buscó el otro y con un deseo insano, se puso a mamar de él mientras Aung se terminaba de desnudar. En cuanto la vio en pelotas, la hizo entrar con ella en la bañera y colocándola entre sus piernas, se recreó la vista contemplando el striptease de la segunda.
-¡Qué buena estás!- exclamó aun sabiendo que la cría era capaz de entenderla al admirar la sintonía de sus menudas y preciosas formas.
Dotada con unos pechos un poco más grandes que los de la otra oriental era maravillosa pero si a eso le sumaba la cinturita de avispa y su culo grande y prieto, Mayi le resultó sencillamente irresistible. Azuzada por la sensación de poderío que el saber que esas dos no le negarían ningún capricho, la llamó a su lado diciendo:
-¡Estás para comerte!.
La cría debió comprender el piropo porque al meterse en el jacuzzi en vez de tumbarse junto a María, se quedó de pie y acercando su sexo a la cara de mi mujer, se lo ofreció como homenaje. Durante unos instantes mi esposa dudó porque nunca se había comido un coño pero al observar esos labios tan apetitosos se le hizo la boca agua  y sacando su lengua se puso a degustar el manjar que esa niña tenía entre sus piernas.
-Joder, ¡Está riquísimo!- exclamó confundida al percatarse de la razón que tenía su marido al insistir en comerle el chumino cada dos por tres.
Aung que hasta entonces había permanecido entre las piernas de su dueña sin moverse, vio la oportunidad para comenzar a besar a mi mujer con una pasión desconocida.
María estaba tan concentrada en el sexo de Mayi que apenas se percató de los besos de esa otra mujer. Os preguntareis el porqué. La razón fue que al separar los pliegues de la chavala, se encontró de improviso con que tenía el himen intacto.
“¡No puede ser!” pensó y recordando las palabras de la anciana, por eso, dejando a la niña insatisfecha, exigió a la mayor que le mostrara su vulva. Levantándose y separando los labios, le enseñó el interior de su coño.
Tal y como le había asegurado, ¡Aung también era virgen!.
Fue entonces cuando como si una losa hubiese caído sobre ella, ese descubrimiento le confirmó que de alguna manera que no alcanzaba a comprender esas dos niñas creían que era su obligación el satisfacer aunque no lo desearan todos y cada uno de sus deseos. Su conciencia apagó de un soplo el fuego de su interior y en silencio salió de la bañera casi llorando.
“Soy una cerda. ¡Pobres crías!” continuamente machacó su cerebro mientras se ponía una bata.
A María no le cupo duda que una joven que siguiera teniendo su himen intacto, no se comportaría así sin una razón de peso. Por eso y aunque las birmanas seguían sus movimientos desde dentro de la bañera, salió del baño rumbo a su habitación.
La certeza que algo extraño motivaba dicho comportamiento se confirmó cuando al cabo de menos de un minuto esas dos princesitas llegaron y cayendo de rodillas, le empezaron a besar sus pies mientras le decían algo parecido a “PERDÓN”. El saber que no había ningún motivo por el que Anung y Mayi sintieran que le habían fallado y comprobar que eso las aterrorizaba, afianzó sus temores y decidió que iría a hablar con la anciana que se las había conseguido, pero antes debía de hacerlas saber que no estaba enfadada con ellas.
Dotando a su voz de un tono suave y a sus gestos de toda la ternura que pudo, las levantó del suelo y les secó sus lágrimas. La reacción de las muchachas abrazándola  mientras en su idioma le agradecían el haberlas perdonado ratificó su decisión de averiguar que pasaba y por eso, nada más vestirse, fue a entrevistarse con Maung.
María descubre que no ha contratado sino comprado a esas dos.
Como esa mujer vivía en uno de los peores suburbios de Yaon, mi esposa llamó a un taxista de confianza para que esperara mientras conseguía respuestas. Durante el trayecto, María trató de hallar la forma de preguntarle el porqué de esa actitud sin revelar que había utilizado a las birmanas para satisfacer sus “oscuras” necesidades.  No en vano era complicado confesar que la habían masturbado mientras la bañaban.
Por eso al llegar hasta el domicilio de esa señora, aceptó un té antes de plantearle sus dudas. Maung entendió que su visita estaba relacionada con las dos crías y antes de que ella le explicara qué pasaba, directamente le preguntó:
-¿Qué le han parecido mis paisanas? ¿Son tan obedientes como le dije?
-¡Demasiado!- contestó agradecida de que hubiese sacado el tema: -Nunca ponen una mala cara sin importarles lo que les pida.
Fue entonces cuando la anciana sonriendo contestó:
-Me alegro. Para ellas ha sido una suerte que una persona como usted las comprara ya que su destino normal hubiese sido terminar en un burdel.
María no asimiló el que las había comprado y solo se quedó con lo del “destino normal” por eso insistiendo preguntó:
-¿Por qué dices eso?
La señora dando otro sorbo al té, respondió:
-Desgraciadamente nacieron en una casa cuyos padres eran tan pobres que nunca hubieran podido pagarles una dote, por lo que desde niñas les han educado para que llegado el momento se convirtieran en las concubinas de algún ricachón aunque lo habitual es que dieran con sus huesos en algún tugurio de la capital- y recalcando su inevitable fin, confesó:- yo misma fui una de esas niñas y con quince años me vendieron a pederasta pero la suerte quiso que conociera a mi difunto marido y el me recomprara. ¡Desde entonces busco librar a mis paisanas de ese infierno! y por eso les busco acomodo en familias como la suya.
-¿Me está diciendo que soy su “dueña”?
-Así es. Aung y Mayi han tenido mucha fortuna. Sé que sirviendo a usted y a su marido, esas dos crías serán felices. Ellas mismas me dijeron al verla que nunca habían visto una mujer tan bella y se comprometieron conmigo en hacerle la vida lo más “placentera” que pudieran.
El tono con el que pronunció “placentera”, le confirmó que de algún modo se olía que su visita se debía a que  esas dos ya habían empezado a cumplir con esa promesa. María se quedó tan cortada que solo pudo bajar su mirada y con voz temblorosa, preguntar:
-¿Y mi marido? ¿Qué va  a pensar cuando se entere?
-¡Debe de saber qué son! Piense que mientras no hayan sido desfloradas por él: ¡Sus padres podrían revenderlas a otros amos!
Según mi señora cuando escuchó que las dos mujercitas todavía no estaban seguras si no me acostaba con ellas, la terminó de convencer que nunca se `perdonaría que terminaran en un putero y despidiéndose de la anciana, le prometió que en cuanto llegara a Birmania, las metería en mi cama.
Durante el trayecto de vuelta a casa, a mi mujer le dio tiempo de asimilar la conversación y fue entonces cuando cayó sobre ella la responsabilidad de hacer felices a esas dos crías. Como no teníamos hijos, decidió que de cierta forma las adoptaría y haría que yo, también las acogiera.
“Soy su dueña”, masculló entre dientes,” debo velar por su bienestar”.
Sin darse cuenta había aceptado su papel y por eso al entrar a la casa, le pareció normal que Mayi la recibiera de rodillas y que le quitara los zapatos siguiendo las costumbres de ese país. Ya descalza, llamó a Aung y llevándolas hasta su cuarto, abrió su armario y buscó algo de ropa que pudiera servirlas.
Las birmanas no sabían que era lo que quería su jefa pero aún así durante cinco minutos, permanecieron expectantes tratando de adivinar que se proponía. Asumiendo que las necesitaba para cambiarse cuando terminó de elegir las prendas que quería probarles, las dos la empezaron a desnudar.
La ternura con la que desabrocharon su camisa no impidió que se negara y más excitada de lo que le gustaría reconocer, por señas, pidió a la mayor que se quitara la camisola que llevaba puesta. Aung con una sonrisa se despojó de la misma y mirando a su dueña, se acercó y puso sus pechos a su disposición diciendo:
-Son suyos, mi ama.
La sorpresa de mi mujer fue total al escucharla hablar en español y por eso, no dudó en preguntarle si conocía su idioma. La oriental muerta de risa, cogió un diccionario de la librería y buscando una palabra en él contestó:
-Mayi y yo querer aprender.
Imitando a la cría, María buscó en ese libro la traducción  al birmano y dijo:
-Yo y mi marido os enseñaremos.
Sus rostros radiaron de felicidad y buscando los labios de mi mujer, las dos niñas comenzaron a besarla riendo mientras practicaban las primeras palabras de español.
-Ama, dejar amar.
Por medio de suaves empujones, tumbaron a mi mujer en la cama. María muerta de risa dejó que lo hicieran y desde las sabanas, observó cómo se desnudaban. Sus preciosos cuerpos al natural hicieron que el coño de mi mujer se encharcara y ya completamente dominada por la urgencia de poseerlas, las llamó a su lado diciendo:
-Venid zorritas.
Tanto Mayi como Aung respondieron a la orden de su dueña maullando como gatitas y ya sin ropa, acudieron a sus brazos. Nada más subirse al colchón, terminaron de desnudarla y con gran ternura se apoderaron de sus pechos con sus labios. Las caricias de las lenguas de esas crías provocó que de la garganta de María saliera un primer gemido.
-¡Me encanta!- sollozó mi esposa al sentir que dos lenguas recorrían los bordes de sus pezones.
Las orientales al comprobar el resultado de sus mimos incrementaron la presión acomodando sus sexos contra las piernas de su dueña. Según me confesó mi mujer, se volvió loca al sentir la humedad de esos coñitos rozando contra sus muslos y bajando sus manos por los diminutos cuerpos de las chavalas se apoderó de sus traseros.
Mayi al notar la palma de la mujer acariciando sus nalgas, buscó su boca y forzando sus labios, la besó mientras con sus deditos separaba los pliegues de su ama. Incapaz de reaccionar, María colaboró con la cría separando sus rodillas. Fue entonces cuando Aung vio su oportunidad y deslizándose sobre las sabanas, llevó su boca hasta la entrepierna de mi mujer.
Esta al sentir el doble estimulo de las yemas de la pequeña y la lengua de la mayor creyó que no tardaría en correrse y deseando devolver parte del placer que estaba recibiendo, llevó su propia boca hasta los pequeños pechos de Mayi y apoderándose de su pezón, comenzó a mamar con pasión. La cría gimió al sentir la dulce tortura de los dientes de su ama y dominada por la lujuria, fue reptando por el cuerpo de mi mujer hasta que logró poner su sexo a la altura de su boca. María al ver las intenciones de la muchacha, sonrió mientras le decía:
-¿Mi putita quiere que su ama le coma el coñito?- y sin importarle que no entendiera, directamente la levantó y la puso a horcajadas sobre su cara.
Mientras Aung tanteaba el terreno introduciendo un par de yemas dentro del estrecho conducto de su dueña, María se puso a lamer el sexo de la otra con una urgencia que a ella misma le sorprendió. El dulcísimo sabor de ese virginal chochito despertó su lado más lésbico y recreándose, buscó el placer de la cría mordisqueando su ya erecto clítoris.
El sollozo que surgió de la garganta de la oriental le reveló que estaba teniendo éxito pero reservando su himen para mí, se abstuvo de meter ningún dedo dentro de ese virginal sexo y usó para ello su lengua. La chavala al conocer por primera vez el amor de su ama pegó un grito y como si se hubiera abierto un grifo de su entrepierna brotó un riachuelo del que bebió sin parar María.
La satisfacción que sintió al notar que la niña se estaba corriendo, la calentó todavía más y usando su lengua como si fuera una cuchara, absorbió el templado flujo de Mayi mientras todo su pequeño cuerpo temblaba con una violencia inusitada.  Justo en ese momento, mi esposa sintió que los dedos de Aung iban más allá y estaban toqueteando su entrada trasera.
-¿Qué haces?- preguntó con la piel de gallina ya que nunca nadie había osado a hurgar en ese oscuro agujero.
La morenita creyendo que era de su agrado incrementó su acoso sobre su esfínter metiendo una de sus yemas en su interior. María aunque indignada, no creyó justo castigar la osadía de la cría pero aun así la llamó al orden dando una suave palmada sobre su trasero. Aung pensó que de algún modo su dueña quería jugar con ella y poniéndose a cuatro patas sobre el colchón, le dijo en español:
-Soy suya.
Ver a esa cría de tal guisa hizo que mi mujer sintiera nuevamente que era su dueña y deseando ejercer ese poder, se abalanzó sobre ella. La muchacha no se esperó que colocándose detrás de ella, María llevara las manos hasta sus pechos y mientras hacía como si la montaba, retorciera con suavidad sus pezones mientras susurraba en su oído:
-Estoy deseando ver cómo mi marido os folla.
Como si la hubiese entendido, la birmana empezó restregar su culo contra el sexo de mi mujer dando pequeños gemidos. Al oír el deseo que denotaba la cría, María comprendió que no podría esperar a mi llegada para hacer uso de su propiedad y deseando por primera vez poseer un pene entre sus piernas, usó sus manos para abrir sus dos nalgas. Ese sencillo gesto, además de permitirle observar un ano rosado y prieto, provocó que Mayi creyera erróneamente que su ama quería desflorarlo. Por eso se levantó de la cama y cogiendo de la mesilla un cepillo de madera, se lo pasó para que lo usara.
En un principio María no supo porqué se lo daba hasta que sacando la lengua, la morenita lo embadurnó con su saliva y por medio de gestos, le explicó que era para que lo usara con el culo de su compañera. Fue entonces cuando comprendió que esas dos habían mantenido su virginidad únicamente por su entrada delantera pero que habían dado rienda a su sexualidad por la trasera.
Ese descubrimiento, la excitó de sobremanera y venciendo su anterior reluctancia, pasó sus yemas por el ojete de Aung mientras esta gimiendo descaradamente, le informaba que deseaba que lo usara. Viendo la indecisión  de mi mujer, Mayi acudió en su ayuda y colocándose a su lado,  empapó uno de sus dedos en el coño de la cría y sin esperar su consentimiento, se lo metió por el ojete.
-Ummm- gimió Aung aprobando esa maniobra.
La naturalidad con la que recibió la yema de su amiga en su interior,  confirmó a María que esas chavalas lo habían hecho antes y por eso poniendo a Mayi en su lugar, le ordenó que continuara. La morenita no se hizo de rogar y embadurnando bien sus dedos en el sexo de su amiga, los usó para ir relajando ese objeto de deseo mientras mi esposa miraba.
“¡Qué erótico!”, Maria tuvo que admitir en cuanto oyó los continuos gemidos que salían de la garganta de Aung al experimentar esa caricia en su culito y con su sexo anegado, llevó una de sus manos hasta él y se empezó a masturbar sin dejar de mirar como Mayí  tenía dos dedos dentro de los intestinos de la otra.
Asumiendo que el ano de Aung estaba relajado, la oriental cogió el cepillo y se lo empezó a meter lentamente.  La cría berreó de gusto y eso le dio la oportunidad a su amiga de incrustárselo por completo ante la atenta mirada de su dueña. La pasión que esas dos niñas demostraron, vencieron todos sus reparos y mi esposa sustituyendo a Mayi, se apoderó de ese instrumento y comenzó a meterlo y sacarlo con rapidez.
-¿Te gusta verdad putita?- preguntó presa de una excitación desbordante y sin esperar respuesta, le dio un azote para que se moviera.
La muchacha gimió de placer mientras María seguía machacando su culo sin piedad. Mayi advirtiendo que su ama estaba excitada, se acercó a acariciarla. Fue tan grande el cúmulo de sensaciones que estaba conociendo mi mujer que cuando la otra chavala se puso a acariciar su clítoris, tirando de su melena le obligó a comerle el coño.
Nada más sentir la lengua de la cría recorriendo sus pliegues se corrió dando un grito que se prolongó durante largo rato porque su esclava sabiendo que era su función siguió lamiendo el sexo de su dueña mientras está daba buena cuenta del culo de su amiga. Uniendo un clímax con otro, María disfrutó del placer de tomar y ser tomada hasta que agotada, cayó sobre las sábanas y mientras se reponía de tanto placer, se preguntó cómo haría para que yo le permitiera quedarse con esas dos bellezas tan “atentas”.
Para comentarios, también tenéis mi email:
golfoenmadrid@hotmail.es
 

Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 2” (POR GOLFO)

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Como os comenté en el relato anterior, mi esposa buscando unas criadas que la ayudaran con la limpieza de nuestro chalet en Birmania, se deja aconsejar por una local y resulta que en vez de contratar, se compró dos mujercitas.
Las chavalas aleccionadas desde la infancia que debían de mimar y cuidar al que terminara siendo su dueño, la hacen descubrir la belleza del sexo lésbico así como la excitación de ser la propietaria del destino de ellas dos. María asumió que debía de procurar que yo aceptara que esas preciosidades nos sirvieran porque de no ser así, su futuro sería muy negro y con toda seguridad  irían a parar a un burdel. Para evitarlo, no solo necesitaba que viera con buenos ojos su presencia en casa sino también que para evitar que sus padres pudieran revenderlas, esas crías debían ser desvirgadas por mí.
Ajeno al papel que me tenía reservado yo seguía de viaje por la zona, lo que le permitió planear los pasos que tanto ella como Aung y Mayi darían para que, a  mi vuelta, no pudiera negarme a cumplir con mi función. Aunque llamaba a diario a mi mujer y sabía lo contenta que estaba con las dos birmanas que había contratado, nada me hizo sospechar que aunque no lo supiera, era ya dueño de sus vidas y de sus cuerpos, y que a mi retorno iba a tomar posesión   de ellas.
Mi vuelta a casa
Recuerdo que a mi llegada a Yagon, María me estaba esperando en el destartalado aeropuerto. Tras los rutinarios trámites en la aduana, salí a la sala de espera y me encontré que mi esposa venía acompañada de dos preciosas niñas, vestidas al modo tradicional birmano.
La juventud de las muchachas me sorprendió al igual que su atractivo pero como no quería que mi mujer se sintiera celosa, obvié su presencia y saludé a María con un beso en los labios. Ese gesto tan normal en un país como el nuestro, en Birmania se considera casi pornográfico y por eso todos los presentes se nos quedaron mirando con una expresión de desagrado con la excepción de ellas dos que lucieron una extraña sonrisa en su rostro.
Tras ese saludo mi mujer me presentó al servicio, diciendo:
-Alberto, te presento a Aung y a Mayi. Son las crías de las que te hablé.
No queriendo quedar como un bruto, las saludé con el típico saludo de esa zona, evitando el contacto físico mientras les daba un repaso con mi mirada. Las dos crías eran ambas estupendo especímenes de mujer de su etnia. Bajitas y guapas, sus caras tenían una dulzura no exenta de sensualidad, sensualidad que se vio confirmada cuando cogiendo mis maletas, las vi caminar rumbo a la salida. El movimiento estudiado de sus traseros, me hizo comprender que bajo las largas y coloreadas faldas que portaban se escondían dos duros culitos que serían un manjar en manos de cualquier hombre.
María descubrió en mi mirada que físicamente esas mujercitas me resultaban atractivas y tratando de forzar mi interés por ellas, me soltó:
-Aunque las veas pequeñitas, son fuertes. Siempre están dispuestas a trabajar y desde que llegaron a casa, no han parado de mimarme.
En ese momento no caí en el tipo de mimos a los que se refería mi esposa pero sus palabras me hicieron observarlas con mayor detenimiento y fue entonces cuando me percaté que aunque casi sin pechos, las dos birmanas tenían unos cuerpos muy apetecibles. Sin llegar a comprender los motivos por los que mi mujer había aceptado meter la tentación en casa, supe que a partir de ese día tendría que combatir las ganas de comprobar de primera mano, la famosa fogosidad de las habitantes de ese país.
Ya fuera del aeropuerto, nos esperaba el conductor que mi mujer había contratado para llevarnos a casa, el cual metió el equipaje mientras mi mujer y yo entrabamos en el vehículo. El coche en cuestión era un viejo taxi londinense donde los ocupantes se sentaban enfrentados, por lo que al entrar Mayi y Aung se colocaron mirando hacia nosotros. Curiosamente, nada más hacerlo, las crías se ocuparon de cerrar las cortinillas de las ventanas de forma que nada de lo que ocurriera en el interior pudiera ser visto por el taxista ni por los viandantes que poblaban las calles a esa hora.
Reconozco que me extrañó su comportamiento pero aun más que mi mujer me besara con pasión mientras me decía lo mucho que me había echado de menos. Como comprenderéis me quedé cortado al sentir las manos de María acariciando mi bragueta por el espectáculo que estábamos dando a esas niñas.
-Cariño, tenemos público- susurré en su oído mientras veía que las dos birmanas no perdían ojo de las maniobras de su jefa.
-Lo sé y eso me pone bruta- contestó totalmente lanzada.
Mi vergüenza se incrementó hasta límites inconcebibles cuando obviando mis protestas, mi mujer había sacado mi miembro de su encierro y con total falta de recato, me estaba empezando a pajear. Estuve a punto de rechazar sus caricias pero justo cuando iba a separarla de mí, observé la expresión de los ojos de las muchachas y comprendí que lejos de mostrar rechazo, estaban admirando el modo en que su patrona acariciaba con sus manos mi sexo.
Aunque María nunca había sido una mojigata en lo que respecta al sexo, aun así me sorprendió que sin cortarse un pelo y cuando todavía el taxista no había salido del parking, se arrodillara frente a mí y con una expresión de lujuria que me dejó alucinado, me miró y acercando su cabeza a mi miembro, se apoderó de él con sus labios.
-Relájate y disfruta- me dijo con voz de putón.
Sus palabras y las miradas de satisfacción de nuestras criadas despertaron mi lado perverso y ya convencido colaboré con ella, separando las rodillas de forma que mi pene quedó a la altura de su boca. Tras lo cual y sin mediar palabra abrió sus labios, se lo introdujo en la boca.
“¡Dios! ¡Que gozada!” pensé al sentir su lengua recorriendo mi extensión.
Pese a que nunca me había atraído el exhibicionismo, os tengo que reconocer que me excitó ser objeto de esa mamada mientras dos desconocidas disfrutaban de la escena a escasos centímetros de nosotros. A María debía pasarle algo parecido porque como posesa aceleró sus maniobras y usando la boca como si de su coño se tratase, metió y sacó mi miembro cada vez más rápido. Por su parte, Mayi y Aung como queriendo compartir parte de nuestro placer, se las veía cada vez más interesadas y con sus pezones marcándose bajo su blusa, siguieron las andanzas de mi mujer con una más que clara excitación.
-¿Te gusta que nos miren?- me preguntó María al comprobar que como las observaba.
-Sí- reconocí con la mosca detrás de la oreja.
Mi respuesta exacerbó su calentura y poniéndose a horcajadas sobre mis rodillas, se levantó la falda dejándome descubrir que no llevaba ropa interior. Antes de que me pudiera reponer de la sorpresa al ver su coño desnudo, María cogiendo mi sexo, se ensartó con él. Su inusual lujuria me pilló nuevamente descolocado y más cuando empezando a cabalgar lentamente usando mi pene como soporte, susurró en mi oído:
-¿Te gustaría follártelas?
La sola idea de disfrutar de esas  dos exóticas bellezas me pareció un sueño y llevando mis manos hasta su culo, colaboré con su galope, izando y bajando su cuerpo mientras se empalaba. Todavía no había asimilado su propuesta cuando con tono perverso, me preguntó:
-¿Y ver como ellas me follan?
Imaginarme a mi esposa en manos de esas dos, desbordó mis previsiones. Subyugado por el celo animal que denotaban sus palabras, me apoderé de sus pechos con la lengua  mientras María no dejaba de usar mi verga como instrumento con el que empalarse. Mi excitación ya de por sí enorme, se volvió insoportable cuando sentí su flujo recorriendo mis muslos mientras ella me decía:
-Esta noche te dejaré que las desvirgues, si tú me dejas mirar.
La seguridad con la que me lo dijo, me hizo comprender que era cierto y no pudiendo soportar más tiempo, descargué mi simiente en su interior mientras ella seguía cabalgando en busca de su propio placer. Al sentir mi semen bañando su vagina, mi esposa se unió a mí y pegando un sonoro grito, se corrió. La sonrisa con la que las dos birmanas respondieron a nuestro gozo confirmó en silencio todas y cada una de las palabras de María y por eso tras dejarla descansar, le pregunté cómo era posible y a que se debía el hecho que me hiciera tal propuesta.
-¿Recuerdas que te dije que había contratado dos criadas?- preguntó muerta de risa- Pues te mentí. Al quererlas contratar, me equivoqué y compré a estas dos mujercitas.
-No entiendo- respondí alucinado porque, sin ningún tipo de rubor,  me estuviera reconociendo algo así y por eso no pude más que preguntar: -¿Me estás diciendo que no son nuestras empleadas sino nuestras esclavas?
Soltando una carcajada, respondió:
-Así es – y poniendo cara de niña buena, prosiguió diciendo: – Mayi y Aung han resultado de lo mas “serviciales” y me han mimado de muchas formas mientras tú no estabas. Pero ahora que estás aquí, están deseando que su dueño las haga mujer.
Sin todavía llegármelo a creer, insistí:
-Perdona que te pregunte. ¿Las has usado sexualmente?
-Sí, cariño. Cómo estabas de viaje, me han cuidado muy bien en tu ausencia.
El descaro con el que me informó de su desliz lejos de cabrearme, me excitó y pasando mi mano por su pecho, pellizqué uno de sus pezones mientras le decía:
-Eres una puta infiel que se merece un castigo.
María sin inmutarse y con una sonrisa en su boca, contestó:
-Soy tu puta pero no puedo haberte sido infiel, si he usado para satisfacer mis necesidades a esas dos criaturas. Cómo eres su dueño a efectos prácticos, ha sido como si en vez de sus lenguas, hubiera sido tu pene el que me hubiera dado placer durante esta semana.
Descojonado acepté sus razones pero aun así la puse en mis rodillas y dándole una serie de sonoros azotes, castigué su infidelidad. Las risas de María al recibir su castigo y las caras de felicidad que esa dos crías pusieron al verlo incrementaron el morbo que sentía y por eso, con mi pito tieso, deseé llegar a casa mientras me saboreaba pensando en el placer que las tres mujeres me darían esa noche…
Llegamos los cuatro a casa.
La exquisita limpieza del chalet me ratificó que además de haberse ocupado de María, Mayi y Aung también habían cumplido con creces su función como criadas y por eso dejé que en manos de mi esposa lo que ocurriera a partir de ese momento. Con la tranquilidad que da el saber que nada me podía sorprender, dejé que mi mujer me enseñara como quedaban los muebles que había comprado mientras las dos birmanas desaparecían rumbo a la cocina.
Al llegar a el que iba a ser nuestro cuarto, me quedé de piedra al observar que María había cambiado la cama y en vez de la Queen que habíamos elegido, había una enorme King-Size de dos por dos. Ella al ver mi cara, riéndose, me aclaró:
 
-Era muy pequeña para los cuatro- y sin darme tiempo para asimilar esa frase, me llevó casi a rastras hasta el baño donde de pronto me encontré a las dos muchachas esperándonos.
Su actitud expectante me hizo reír y mirando a mi mujer, le pregunté qué era lo que me tenía preparado. Muerta de risa, me contestó:
-Pensé que te vendía bien un baño- tras lo cual hizo un gesto a la mayor de las dos.
Aung sabía que esperaba su dueña de ella y acercándose a mí, me empezó a desnudar mientras con cara de recochineo mi esposa se sentaba en una silla que había dejado exprofeso en una esquina del baño. Absortó, dejé que con sus diminutas manos desabrochara su camisa para que desde mi espalda, Mayi me la quitara.
-No te quejaras- dijo riéndose desde su asiento- ¡Dos vírgenes para ti solo!
Ni siquiera contesté porque justo entonces sentí que mientras la pequeña me besaba por detrás, Aung me estaba quitando el cinturón. El morbo de que dos niñas me estuvieran desnudando teniendo como testigo a la mujer con la que me había casado fue estímulo suficiente para que al caer mi pantalón, mi verga ya estuviera dura.
-Se nota que te gustan estas putitas- dijo María con satisfacción al ver mi estado.
Ni que decir tiene que estaba de acuerdo, ningún hombre en su sano juicio diría que no en mi situación y por eso sonreí mientras la oriental se agachaba a mis pies para terminarme de quitar la ropa. Ya totalmente desnudo, entre las dos, me ayudaron a entrar a la bañera y en silencio me empezaron a enjabonar.
Mi erección era brutal y aunque lo que realmente deseaba era desflorar a una de las dos, decidí que lo mejor dar su lugar a mi mujer y por eso mirándola, pregunté:
-¿No te bañas conmigo?
 María con tono triste, me respondió:
-Me gustaría pero hoy es el turno de nuestras zorritas.
Tras lo cual, mediante gestos, las azuzó a que se dieran prisa. Mayi la más morena y también la más joven fue la encargada de aclarar mi cuerpo y retirar los restos de jabón con sus manitas. El tierno modo en que lo hizo me terminó de calentar y viendo que tenía su cara a pocos centímetros de mi pene, no me pude contener y se lo puse en los labios. La morena miró a mi mujer pidiendo su permiso y al obtenerlo, sonriendo, sacó su lengua y empezó a recorrer con ella mi extensión.
-¿Estas segura de que puedo?- pregunté a mi mujer al sentir las caricias de la oriental.
En silencio, María se levantó la falda y separando sus rodillas, llamó a la otra cría  y ya con ella de rodillas, contestó:
-Por supuesto, siempre que dejes que Aung se coma mi chumino mientras tanto.
Como respuesta, presioné con mi verga los labios de Mayi, la cual abrió la boca y se fue introduciendo mi falo mientras con su lengua jugueteaba con mi extensión. Nunca en mi vida supuse que llegaría un día en el que una guapa jovencita me hiciera una mamada mientras otra no menos bella hacía lo propio con el coño de mi esposa y ya completamente dominado por la pasión, la cogí de la cabeza y se lo incrusté hasta el fondo de su garganta.  Sorprendido tanto por mi violencia como por la facilidad con la que la birmana lo había absorbido sin sufrir arcadas, lentamente fui metiendo y sacando mi pene de su boca, disfrutando de ese modo de la humedad y tersura de sus labios.
A menos de un metro de nosotros, su amiga lamía sin descanso el sexo de María mientras ella le azuzaba con prolongados gemidos de placer. Comprendí al oír su respiración fui acelerando el compás con el que me follaba la boca de la morenita sin que se quejara. Sintiendo  una extraña sensación de poderío y asumiendo ya que esa niña era de mi propiedad, no intenté retener mi eyaculación y al poco tiempo, exploté en el interior de su boca. Mi nueva y sumisa servidora disfrutó de cada explosión y de cada gota hasta que relamiéndose de gusto, dejó mi polla inmaculada sin resto de semen.
Al acabar de eyacular y mirar hacia donde mi esposa estaba sentada, la vi retorcerse de placer y lejos de sentir celos viéndola disfrutar con otra persona, me sentí feliz al saber que a partir de ese día íbamos a tener una vida sexual de lo más completa y ejerciendo de dueño absoluto de mis tres putas, obligué a las dos birmanas a llevar a mi señora hasta el cuarto.
Una vez allí, me tumbé en la cama e imprimiendo a mi voz de un tono dominante, la miré y le dije:
-Enséñame la mercancía que has comprado.
María sintió un escalofrío de gozo al escuchar esa orden y asumiendo que quizás nunca había sabido sacar de mí esa faceta, respondió:
-¿Cuál quieres que te muestre antes?
Nunca se había mostrado tan sumisa y disfrutando de ese papel, le exigí admirar a las dos a la vez. Obedeciendo con soltura juntó a las dos muchachas y con un gesto les ordenó que se fueran desnudando lentamente. Como si lo hubiesen practicado, Mayi y Aung desabotonaron su falda, dejándola caer al mismo tiempo. La sincronización de sus movimientos y la belleza de las cuatro piernas me hicieron tardar unos segundos en dar mi siguiente orden.  Tras unos momentos babeando de la visión de sus muslos y de los coquetos tangas que apenan cubrían sus sexos, pedí a mi esposa que les diera la vuelta porque quería contemplar sus culos.
Adoptando los modos de una institutriz enseñando a sus pupilas, María las giró y extralimitándose a mis deseos, masajeó sus nalgas mientras me decía:
-Tienen unos traseros duros y bien dispuestos para que los disfrutes- y bajando su mirada como avergonzada, me informó: -Cómo quería preservar su virginidad para que fueras tú quien la tomara y ellas me mostraron que podía usar sus culitos, te tengo que reconocer que ya he gozado usándolos.
Su respuesta me impactó porque no en vano siempre me había negado su entrada trasera y en cambio ahora me acababa de decir que de algún modo las había sodomizado. Tras analizar durante unos instantes, le solté que quería verla haciéndolo. Colorada hasta decir basta, se trató de zafar de mi orden diciendo que antes debía desvirgar a las muchachas pero entonces, usando uan autoridad que desconocía tener sobre ella, le dije:
-O me muestras con una de ellas como lo hacías o seré yo quien te destroce tu hermoso culo.
Mi seria amenaza produjo un efecto imprevisto, bajo su blusa observé que sus pezones se habían erizado delatando la calentura que mi orden había provocado en mi esposa y sin esperar a que la cumpliera se desnudó mientras sacaba de un cajón un arnés con un enorme pene doble adosado. Desde la cama, observé como María se colocaba ese instrumento, metiendo uno de sus extremos en el interior de su sexo. Aung al ver que se lo ponía, dedujo sus deseos y sin que ella tuviese que decírselo se puso a cuatro patas sobre la alfombra.
Si ya de por sí eso era los suficiente erótico para que mis hormonas empezaran a reaccionar, más aún lo fue observar a mi esposa mojando sus dedos en su propio coño para acto seguido llevarlos hasta el esfínter de la oriental y separando sus nalgas, empezar a relajarlo con esmero. La chavala al notar a su dueña hurgando en su ano, empezó a gemir de placer sabiendo lo que iba irremediablemente a pasar con su culito.
La escena no solo me calentó a mí sino también a la otra oriental que creyendo llegado su momento, se tumbó a mi lado y maullando como gatita con frio, buscó mi atención pero sobre todo el cobijo de mis brazos. Callado queda dicho que al pegarse a mí y aunque me interesaba observar a María poseyendo a su sumisa, no tuve más remedio que hacerle caso al comprobar el suave tacto de su piel y ayudándola con el resto de su ropa, la dejé desnuda sobre las sábanas.
“¡Qué belleza!”, exclamé mentalmente al admirar la belleza de su pequeño y moreno cuerpo.
Mayi al notar la caricia de mi mirada, se mordió los labios demostrándome un deseo innato y dando sus pechos como ofrenda a su dueño, los depositó en mi boca mientras se subía sobre mí. Reconozco que me mostré poco interesado porque en ese preciso instante, María estaba metiendo el enorme falo que llevaba adosado a su arnés en los intestinos de su momentánea pareja. La chavala tratando de captar mi atención se puso en pie en la cama y separando sus labios inferiores con dos dedos, me mostró que en el interior de su sexo permanecía intacto su himen. La visión de esa tela y saber que podía ser yo quien por fin la hiciera desaparecer fueron motivo suficiente para que me olvidara de mi señora y de los gritos que daba su víctima al ser cabalgada por ella y concentrándome en la morenita, decidí que al ser su primera vez debía de esmerarme.
“Si quiero que sea una amante fogosa, debe de disfrutar al ser desvirgada”, me dije mientras la tumbaba suavemente sobre el colchón.
La chavala malinterpretó mis deseos y agarrando mi pene entre sus manos, intentó que la penetrara pero, rehuyendo su contacto, la obligué a quedarse quieta mientras por gestos le decía que era yo quien mandaba.  La cara de la cría traslució su perplejidad al notar que su dueño en vez de hacer uso de ella directamente, recorría con su lengua su piel bajando desde el cuello rumbo a su sexo. Sabiendo que esa mujercita nunca había probado las delicias del sexo heterosexual, decidí  que tendría cuidado y reiniciando las caricias, fui recorriendo sus pechos, recreándome en sus diminutos pero duros pezones.
-Ahhh- gimió al sentir que usando mis dientes les daba un suave mordisco antes de reiniciar mi ruta para aproximarme lentamente a mi meta. Mi sirvienta, sumisa o lo que fuera, completamente entregada, separó sus rodillas para permitirme tomar posesión de su hasta entonces inviolado tesoro.
Sabiendo que había ganado una escaramuza pero deseando ganar la guerra, pasé cerca de su sexo pero dejándolo atrás, seguí acariciando sus piernas. La oriental se quejó al ver truncado su deseo y dominada por la calentura que abrasaba su interior, se pellizcó  los pechos mientras por señas me rogaba que la hiciera mujer.
Si eso ya era de por sí sensual, aún lo fue más observar que su depilado sexo brotaba un riachuelo muestra clara de su deseo. Obviando lo que me pedía mi entrepierna, usé mi lengua para acariciarla cada vez más cerca de su pubis. La pobre chavala, desesperada, aulló de placer cuando, separando sus hinchados labios, me apoderé de su botón. Era tanta su excitación que nada más sentir la húmeda caricia de mi lengua sobre su clítoris, retorciéndose sobre las sábanas, se corrió en mi boca.
“Dos a cero”, pensé y ya más seguro con mi labor, me entretuve durante largo tiempo bebiendo de su coño mientras Mayi unía un orgasmo con el siguiente sin parar.
Seguía machaconamente jugando con su deseo, cuando mi esposa me susurró al oído que ya era hora de que tomara posesión de mi feudo. Al girarme y mirarla, leí en los ojos de María una brutal pasión que nunca había contemplado en ella, por lo que cogiéndola del brazo, la tumbé en la cama junto a la cría y con tono duro, le solté:
-Quiero verte comiéndole los pechos mientras la poseo.
Poseída por un frenesí desconocido, mi mujer se lanzó a mamar de esos pechitos mientras Mayi esperaba con las piernas totalmente separadas que por fin su dueño la desflorara. Su expresión de genuino deseo me hizo comprender  que todo en ella  ansiaba ser tomada, por lo que, si mas prolegómeno,  aproximé mi glande  a su sexo y haciéndola sufrir, jugueteé con su clítoris hasta que ella llorando me rogo por gestos que la hiciera suya.
Comportándome como su dueño y maestro, introduje mi pene con cuidado en su interior hasta  que chocó contra su himen.  Una vez allí, esperé que ella se relajara. Pero entonces, echándose hacia adelante, forzó mi penetración y de un solo golpe, se enterró toda mi extensión en su vagina. La chavalita pegó un grito al sentir que su virginidad desaparecía y sin esperar a que su sexo se acostumbrara a esa incursión, con lágrimas en los ojos pero con una sonrisa en los labios se empezó a mover, metiendo y sacando mi pene de su interior.
Mi esposa que hasta entonces se había mantenido a la expectativa al ver el placer en la mirada de la chinita, obligó a la otra a que nos ayudara a derribar las últimas defensas de su amiga. Aung no se hizo de rogar y mientras daba cuenta de uno de los pechos de Mayi, llevó su mano hasta su imberbe coñito y la empezó a masturbar.
Los gemidos de la mujercita al sentir ese triple estímulo no tardaron en llegar al no ser capaz de asimilar que esas dos mujeres le estuvieran comiendo los pechos y pajeándola mientras sentían en su interior la furia de mi acoso. Al escuchar su gozo, incrementé el ritmo de mis embestidas. La facilidad con la que mi pene entraba y salía de su interior, me confirmó que esa niña estaba disfrutando con la experiencia  y ya sin preocuparme por hacerla daño, la penetré con fiereza. La hasta esa noche virgen cría no tardó en correrse mientras me rogaba con el movimiento de sus caderas que siguiera haciéndole el amor.
-¿Le gusta a mi putita  que su dueño se la folle?-, pregunté sin esperar respuesta al sentir que por segunda vez, esa mujercita llegaba al orgasmo.
Ya abducido por mis deseos, la agarré de los pechos y profundizando en mi penetración, forcé su pequeño cuerpo hasta que mi pene chocó con la pared de su vagina. Una y otra vez, usé mi pene como martillo con el que asolar cualquier resistencia de esa oriental hasta que cogiéndola de los hombros, regué su interior  sin pensar en que al contrario que en mi esposa, su vientre podía hacer germinar mi simiente.
La chavala al sentir su coño encharcado con su flujo y mi semen, sonrió satisfecha. Aunque en ese momento no lo sabía,  esa noche no solo la había desvirgado, sino que le había mostrado un futuro prometedor donde  podría ser  feliz dejando atrás los traumas de su infancia y posando  su cabeza sobre mi pecho, me miró como se adora a un rey.
Su mirada no le pasó inadvertida a María, la cual, alegremente me abrazó y susurrando en mi oído, dijo:
-Cariño, mira su cara de felicidad. ¡Has conseguido que esta niña se enamore de ti!
Sus palabras me hicieron fijarme y mirando a esa dulzura de cría que reposaba en mi pecho, comprendí que tenía razón porque al percatarse que la estaba mirando, Mayi se revolvió avergonzada y quizás creyendo que iba a zafarme de ella, me abrazó con fuerza.
-Lo ves- insistió mi mujer. –Aunque no nos entiende,  la cría sabe que  estamos hablando de ella y no quiere que te separes de su lado.
Conociendo las enormes carencias afectivas de esa dos mujercitas, llamé a Aung a nuestro lado y tumbándola junto a nosotros, nos quedamos los cuatro en la cama mientras pensaba en cómo había cambiado nuestra vida por un error. Seguía todavía dando vueltas a ese asunto cuando María comentó:
-Cariño, la otra cría está esperando ser tuya. ¿Te parece que vaya empezando yo mientras descansas?
Solté una carcajada al escucharla porque no tuve que ser un genio para comprender que mi mujer estaba encaprichada con esa chavala y su pregunta era una mera excusa para poseerla nuevamente.
 
 
Para comentarios, también tenéis mi email:
golfoenmadrid@hotmail.es

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Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 3” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 5. AUNG ME ENTREGA A MARÍA.

A pesar de haber desvirgado a una de las chavalas, todavía no me había hecho a la idea de ser el dueño y señor de las birmanas y por ello me quedé mirando cuando María me hizo gala del poder que tenía sobre ellas y más en particular sobre la que percibí como su favorita. Y es que con todo lujo de detalles mi esposa comenzó a explicarme cómo había descubierto durante el baño que esas criaturas daban por sentado que sus labores irían más allá de la limpieza.
―No te imaginas mi sorpresa cuando este par de zorritas se pusieron a lamer mis pezones – dijo mientras acariciaba a la mayor de las dos que permanecía abrazada contra su pecho.
Aung que hasta entonces se había mantenido apartada de mí, sintió que había llegado su momento y mirando a mi señora, dijo en un correcto español:
―Debe entregarme a mi amo.
Me sorprendió ver un atisbo de celos en María al oírla como si no quisiese desprenderse de su juguete antes de tiempo y por ello, muerto de risa, comenté que tenía hambre y que me dieran de cenar.
Mi esposa que no es tonta comprendió mis motivos, les pidió que se fueran a calentar la cena. Las dos orientales se levantaron a cumplir sus órdenes, dejándonos solos en el cuarto, momento que María aprovechó para pedirme un favor diciendo:
―Sé que te puede molestar pero no me apetece que la tomes todavía. Quiero disfrutar un poco más de Aung siendo su única dueña…¿te importa?
La angustia de su tono multiplicó exponencialmente mis sospechas pero como quería a mi mujer y encima tenía a Mayi para jugar, accedí poniendo como condición que me entregara su culo tanto tiempo vedado.
―Será tuyo cuando lo pidas― contestó con una mezcla de miedo y deseo que me hizo preguntarme si después de estar con esas muchachas el sexo anal había dejado de ser un tabú para ella.
Cerrando el acuerdo, respondí:
―Te juro que no tocaré a esa zorrita hasta que tú me la pongas en bandeja.
La expresión de alegría de su rostro ratificó mis suspicacias e interiormente decidí que buscaría seducir a esa morenita para amarrar a María a través del afecto por ella.
«Debe ser un capricho pasajero», medité al constarme que mi esposa nunca había sido lesbiana.
Olvidando mis crecientes recelos, le pedí ir a cenar mientras le daba un pequeño azote. Contra todo pronóstico María pegó un gemido de placer al sentir esa caricia contra sus nalgas. Al darse cuenta de ello de su grito, se puso colorada y huyendo de mi lado, salió de la cama.
«¿A ésta que le ocurre? ¡Parece como si le hubiese excitado!», exclamé para mí mientras me vestía.
El comportamiento de mi señora me tenía desconcertado. No solo había confesado su lésbica predilección por una de las birmanas sino que había puesto cara de puta al sentir mi azote. Tras analizar ambos hechos, concluí que la irrupción de esas crías en su vida había despertado la sexualidad de mi pareja sin tener claro el alcance de ese cambio.
Arrinconando esos pensamientos en un rincón de mi cerebro bajé a cenar. Eran demasiadas novedades para asimilar en un mismo día y preferí no aventurar un juicio hasta tener la seguridad que no me equivocaba.
Lo que no tenía discusión era el fervor que sentía Mayi por su dueño ya que al verme entrar en el comedor, me dio un buen ejemplo de ello. Dejando los platos que llevaba en sus manos, buscó mi contacto mientras tomaba asiento en la mesa.
―¡Qué empalagosa eres!― reí al sentir que me colocaba un mechón de mi pelo mientras presionaba su juveniles senos contra mi cara.
A pesar de su poco conocimiento de nuestro idioma, esa morenita captó que no me molestaban sus mimos y acercando su boca, me informó con dulzura lo feliz que era siendo de mi propiedad susurrando en mi oído:
―Amo no arrepentir comprar Mayi, ella servir toda vida.
Reconozco que ¡me la puso dura! Nunca había pensado que una habitante de ese paupérrimo tuviese la virtud de provocar mi lujuria de ese modo, pero lo cierto es que olvidando la presencia de mi mujer premié la fidelidad de esa cría con un breve beso en los labios sin prever que ese gesto la calentara de sobremanera hasta el límite de intentar que volviera a tomarla ahí mismo.
María al ver que la oriental se subía la falda mientras se ponía de horcajadas sobre mis piernas soltó una carcajada y muerta de risa, me azuzó:
―Ya te dije que esta guarrilla está enamorada y no parará hasta que te la folles otra vez.
A nadie le amarga un dulce y menos uno tan hermoso pero, sacando fuerzas de quién sabe dónde, me negué a sus deseos para no revelar lo mucho que me apetecía disfrutar nuevamente de ese diminuto cuerpo y mordiendo uno de sus lóbulos, insistí en que quería cenar antes.
Descojonada, mi pareja de tantos años me señaló el dolor con el que la oriental había encajado mi rechazo y llamándola a su lado, la acogió entre sus brazos diciendo:
―Ven preciosa, tu ama te consolará ya que tu amo no quiere.
Tras lo cual ante mi perplejidad, la sentó en la mesa y sin preguntar mi opinión, se puso a comerle el conejo.
«¡No me lo puedo creer!», pensé al contemplar la urgencia con la que María se apropiaba con la lengua de los pliegues de la cría mientras esta me miraba desolada.
He de confesar que estuve a un tris de sustituirla y ser yo quien hundiera mi cara entre los muslos de Mayi pero cuando ya estaba levantándome, escuché a mi esposa decir:
―Nuestro dueño tiene que repartir sus caricias entre tres y no es bueno que quieras ser tú sola la que recibe sus mimos.
Alucinado por que se rebajara al mismo nivel que la oriental, decidí no intervenir directamente y llamando a Aung, exigí a esa morena que ayudara a María pensando que así terminarían antes y me darían de cenar. Lo que nunca preví fue que en vez de concentrarse en su compañera, le bajara las bragas a mi esposa y separando sus cachetes, se pusiera a lamerle el ojete.
El grito de placer con el que mi mujer recibió la lengua de la morenita despertó mi lujuria y sin perder detalle de esa incursión esperé a que lo tuviese suficientemente relajado para por primera vez en mi matrimonio tomar lo que consideraba mío.
La birmana al verme llegar con el pene erecto sonrió y tras darle un último lametazo, echándose a un lado, me lo dejó bien lubricado para tomar posesión de él. Ver ese rosado y virginal agujero listo para mi ataque enervó mis hormonas y sin preguntar qué opinaba María, lentamente pero con decisión usé mi glande para demoler esa última barrera que había entre nosotros.
Inexplicablemente, mi señora no trató de escabullirse al notar cómo su culo era tomado al asalto y únicamente mostró su disconformidad gritando lo mucho que le dolía. Fue entonces cuando saliendo al quite, su favorita acalló sus lamentos besándola. Los labios de la birmana fue el bálsamo que María necesitó para aceptar su destino y sin siquiera moverse, esperó a tenerlo por completo en el interior de sus intestinos para decirme con voz adolorida:
―Espero que recuerdes tu promesa.
Asumiendo que me obligaría a cumplir lo acordado, esperé a que se acostumbrara antes de moverme. Durante ese interludio Mayi se bajó de la mesa y metiéndose entre sus piernas, se puso a masturbar a mi víctima en un intento de facilitar su doloroso trance mientras la otra oriental la consolaba con ternura.
Reconfortada por los mimos de las muchachas no tardó en relajarse y todavía con un rictus de dolor en sus ojos, me pidió que empezara. Temiendo que en cualquier momento, se arrepintiera de darme el culo, fui sacando centímetro a centímetro mi instrumento y al sentir que faltaba poco para tenerlo completamente fuera, lo volví a introducir por el mismo conducto sin que esta vez María gritara al ser sodomizada.
Azuzado por el éxito, repetí a ritmo pausado esa operación mientras mi esposa mantenía un mutismo lacerante que me hizo pensar en que de alguna forma la estaba violando. Iba a darme por vencido cuando su favorita tomó la decisión de intervenir descargando un sonoro azote sobre sus ancas mientras le decía:
―Ama debe disfrutar.
La reacción de María a esa ruda caricia me dejó helado y es que con una determinación total comenzó a empalarse ella sola usando mi verga como ariete. Si ya de por sí eso era extraño, más lo fue comprobar que Aung le marcaba el ritmo a base de una serie de mandobles que lejos de molestarle, la hicieron gritar de placer.
―Ama tan puta como yo― murmuró la puñetera cría en su oído al ver la satisfacción con la que recibía sus mandobles e incrementando la presión sobre su teórica dueña se permitió el lujo de retorcerle un pezón mientras me decía que le diera más caña.
No sé si fue esa sugerencia o si fue sentir que la diminuta había cambiado de objetivo y con su lengua se ponía a lamerme los huevos pero lo cierto es que olvidando cualquier tipo de recato, me puse a montar a mi esposa buscando tanto su placer como el mío.
―¡Me gusta!― exclamó extrañada al sentir que el dolor había desaparecido y que era sustituido por un nuevo tipo de gozo que jamás había experimentado.
La confirmación de ese cambio no pudo ser más evidente porque de improviso su cuerpo se estremeció mientras una cálida erupción de su coño empapaba de flujo tanto sus piernas como las mías.
―Ama correrse por culo― comentó su favorita alegremente y llenando sus dedos con el líquido que corría por sus muslos, se los metió en la boca diciendo: ―Ama mujer completa.
María firmó su claudicación lamiendo como una loca los deditos de la chavala mientras sentía que un nuevo horizonte de sexo se abría a sus pies. El brutal sometimiento de mi mujer fue suficiente estímulo para que dejándome llevar rellenara su conducto con mi semen y olvidando que era mi esposa y no mi esclava, con fiereza exigí que se moviera para terminar de ordeñar mis huevos.
La sorpresa al conocer el perfil dominante del su marido la hizo tambalearse pero reaccionando a insistencia se retorció de placer pidiendo que fueran mis manos las que le marcaran el ritmo. Complací sus deseos con una serie de duras nalgadas, las cuales provocaron en ella una serie de pequeños clímax que se fueron acumulando hasta hacerle estallar cuando notó que sacando mi verga liberaba su ano.
Ante mi asombro al destapar ese agujero, María se vio sacudida por un orgasmo tan brutal como duradero que la mantuvo revolcándose por el suelo mientras las dos chavalas la colmaban de besos.
«Es increíble», sentencié al comprender que jamás la había visto disfrutar tanto durante los años que llevábamos casados.
Pero fue su propia favorita la que exteriorizó lo que había sentido al consolar a su exhausta ama diciendo:
―María correrse como Aung y Mayi. María no Ama, María esclava.
Ante esa sentencia, mi mujer salió huyendo con lágrimas en los ojos por la escalera. Anonadado por lo ocurrido, me levanté para ver qué le pasaba pero entonces la morenita me rogó que la dejara a ella ser quien la consolara. Sin saber si hacia lo correcto, me senté en la silla mientras trataba de asimilar la actitud de María esa noche. Luciendo una sonrisa de oreja a oreja, Mayi llegó ronroneando y cogiendo mi pene entre sus manos mientras susurró en plan putón:
―Mayi limpiar Amo. Amo tomar Mayi.
¡Mi carcajada retumbó entre las paredes del comedor!…

CAPÍTULO 6. MARÍA SE DEFINE

Esperé más de media hora que María volviera y cuando asumí que era infructuosa, me levanté a buscarla con Mayi como fiel guardaespaldas. Ya en la primera planta del chalet, el sonido de sus llantos me llevó hasta ella y entrando en nuestro cuarto, la hallé sumida en la desesperación al lado de Aung que cariñosamente intentaba tranquilizarla.
―¿Puedo pasar?― pregunté sin saber si mi presencia iba a ser bien recibida.
Con lágrimas en sus ojos, levantó sus brazos pidiendo mi consuelo. Por ello, me lancé en su ayuda y con la certeza de que de alguna forma yo era responsable de su angustia, la abracé. Mi esposa al sentir mi apoyo incrementó el volumen de sus lamentos y con la voz entrecortada por el dolor, me preguntó qué debía de hacer.
―Perdona pero no sé qué te ocurre― repliqué totalmente perdido.
Mi respuesta provocó nuevamente que se echara a llorar y durante casi un cuarto de hora, no pude sacarle qué era eso que tanto la angustiaba. Increíblemente fue su favorita la que viendo que no se calmaba, comentó con dulzura:
―No pasa nada. Amo aceptar usted esclava de corazón.
A pesar de ese español chapurreado, su mensaje era tan claro como duro; según esa muchacha, mi esposa, mi pareja de tantos años se sentía sumisa y le daba vergüenza reconocerlo. Impactado por esa revelación y sin llegármela a creer, acaricié sus mejillas mientras le decía:
―Sabes que te amo y me da igual si resulta que me dices que eres marciana o venusina. Soy tu marido y eso no va a cambiar.
Secando sus ojos, me miró desconsolada:
―No entiendes lo que me ocurre y dudo que lo aceptes.
Como antes de la afirmación de la birmana ya sospechaba que la llegada de esas dos mujercitas había provocado un maremoto en su interior al dejar aflorar una bisexualidad reprimida desde niña, repliqué:
―Lo entiendo y lo acepto… para mí sigues siendo la María de la que me enamoré. Además lo sabes, no me importa compartirte con ellas siempre y cuando me des mi lugar.
Incapaz de mirarme, comenzó a decir:
―No quiero eso… lo que necesito es…
Viendo que no terminaba de decidirse a confesar lo que la traía tan abatida, traté de ayudarla diciendo:
―Lo que necesites, ¡te lo daré! Me da igual lo que sea, pero dime de una vez que es lo que quieres.
Sacando fuerzas de su interior, levantó su mirada y me soltó:
―Quiero que no me trates como tu esposa sino como tu…¡esclava! – para acto seguido y una vez había confesado su pecado, decir: ―hoy he disfrutado lo que se siente al ser sometida y no quiero perderlo. Necesito que me poseas como las posees a ellas, ¡sin contemplaciones!
―No te entiendo, eres una mujer educada en libertad y me estás diciendo que quieres te trate como un objeto.
No pudiendo retener su llanto, buscó el consuelo de las muchachas pero Aung levantándose de su lado se plantó ante mí diciendo:
―María conocer placer esclava y querer Amo no esposo. Si no poder, ¡véndala!
La intervención de esa morena me indignó pero al mirar a mi mujer y ver en su cara que era eso lo que deseaba, mi ira creció hasta límites indescriptibles y alzando la voz, le grité:
―Si eso es lo que quieres, eso tendrás― y creyendo que era un flus pasajero quise bajarle los humos diciendo: ―Hazme inmediatamente una mamada y trágate hasta la última gota.
Mi exabrupto consiguió el efecto contrario al que buscaba porque, tras reponerse del susto, sonriendo se acercó a mí que permanecía de pie en mitad de la habitación y bajando mi bragueta, comenzó a chupar con desesperación mi verga.
Dando por sentado que si quería que recapacitara debía humillarla, mirando a Mayi por señas le pedí que se colocara el mismo arnés con el que mi esposa había sodomizado a su compañera. La birmana no puso reparo en ceñírselo a la cadera y sin avisar penetró a mi mujer mientras ésta me la mamaba. El grito de María ante tan salvaje incursión en su coño me hizo creer que iba por buen camino y por eso tirando de su favorita, la exigí que diera un buen repaso a los pechos de la que había sido su dueña.
Aung comprendió al instante que era lo que esperaba de ella y tumbándose bajo nuestra víctima, se dedicó a pellizcar cruelmente sus negros pezones.
Para mi sorpresa, mi querida esposa no se quejó y continuó lamiendo mis huevos mientras su sexo era tomado al asalto por una de las sumisas y sus pechos torturados por la otra.
«No me lo puedo creer, ¡le gusta!», dije para mí al observar en sus ojos el mismo brillo que cuando disfrutaba al hacerle el amor.
Intentando a la desesperada que volviera a ser ella y viendo que mi pene ya estaba erecto, la obligué a abrir los labios para acto seguido incrustárselo hasta el fondo de su garganta. Fui consciente de sus arcadas pero no me importaron porque tenía la obligación de hacerla reaccionar y sin dar tregua a María, usé mis manos para marcar el ritmo con el que me follaba su boca.
Obligada a absorber mi extensión mientras Mayi penetraba con insistencia su coño, se sintió indefensa y antes que me diera cuenta, ¡se corrió!
«¡No puede ser!», exclamé en mi interior y mientras trataba de asimilar que hubiese llegado al orgasmo, comprendí que no había marcha atrás y que debía profundizar en su humillación aunque eso la hundiera aún más en ese “capricho”.
Por eso sacando mi verga de su boca, llamé a la morenita de la que estaba prendada. Al llegar Aung a mi lado, la hice arrodillarse ante mí y poniéndola entre sus labios, ordené a mi mujer que aprendiera como se hacía una buena mamada. Tras lo cual, dulcemente, rogué a la birmana que fuera su maestra.
Mientras esa muchacha se dedicaba a cumplir mi deseo, vi caer dos lagrimones por sus mejillas y eso me alegró creyendo que había conseguido mi objetivo, pero entonces con tono sumiso María, mi María, me dio las gracias por enseñarle como debía hacerla para que la próxima vez su amo estuviera contento.
Juro que me quedé helado al escucharla.
Dándola por perdida, saqué mi polla de la garganta de su favorita y antes de huir de ese lugar, ordené a las orientales que usaran a su nueva compañera como a ellas les gustaría que yo las tratara. Destrozado y sin saber qué hacer, todavía no había abandonado la habitación cuando observé a través del rabillo del ojo a Mayi arrastrando del pelo a mi señora hasta la cama. Pero lo que realmente me dejó acojonado fue comprobar ¡la ilusión con la que María afrontaba su destino!

 
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Relato erótico: “Mi esposa se compró dos mujercitas por error 4” (POR GOLFO)

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CAPÍTULO 7. MARÍA ME ENTREGA A LA PEQUEÑA AUNG.

Cómo no podía soportar la idea de no haber sabido que mi esposa albergaba en su interior una sumisa, intenté que una copa me diera la tranquilidad que me faltaba. Y bajando al salón, fui al mini bar y me puse un whisky. Para mi desgracia ese licor que tanto me gustaba, en aquella ocasión me resultó amargo.
«¿Por qué nunca me habló de ello?», me pregunté y revisando nuestra vida en común, traté de hallar algún indicio que me hubiera pasado inadvertido y que a la vista de lo sucedido diera sentido a ese cambio radical.
Haciendo memoria nada en su comportamiento me parecía en consonancia con lo que me acababa de revelar porque a pesar de ser una mujer abierta en lo sexual, nunca había mostrado preferencia por el sexo duro y menos por la sumisión.
Al no hallar respuesta en nuestra convivencia, solo había dos opciones. O bien antes de conocerme había contactado con ese mundo, cosa que me parecía extraño, o bien al ejercer como dueña y señora del destino de las birmanas se había visto sorprendida por el placer que esas crías obtenían al saberse cautivas de unos extraños.
Esa segunda posibilidad era la que mayores visos de verdad pero después de mucho cavilar comprendí que a efectos prácticos me daba igual cuál de las dos fuera la cierta porque el problema seguía ahí:
¡María se sentía sumisa y yo no sabía cómo afrontarlo!
Esa realidad me colocaba nuevamente en una disyuntiva: o la dejaba por no ser capaz de aceptar, como decía Aung, que mi esposa se hubiese convertido en una esclava de corazón, o apechugaba con el nuevo escenario y complacía sus deseos ejerciendo de su dueño. Como divorciarme no entraba en mis planes, asumí que tendría que aprender a controlar y a satisfacer no solo a ella sino también a las dos orientales. Para ello y dada mi inexperiencia preferí informarme en internet pero toda la información que saqué me parecía cuanto menos aberrante al no ver exigiendo algo que no estuviera yo dispuesto a probar en carne propia.
Abatido y con la enésima copa en la mano, volví a mi cuarto con la esperanza que todo hubiese sido una broma pero en cuanto asomé mi cara por la puerta comprendí que lejos de ser algo pasajero, era algo que había llegado para quedarse.
―¿Qué es esto?― quise saber al ver a las tres desnudas arrodilladas al lado de mi cama.
Actuando de portavoz de tan singular trio, Mayi me soltó:
―Nosotras querer vivir juntas vida con Amo. Amo no poder hacer diferencias y Aung quejarse Amo no tomar.
El alcohol me hizo tomarme a guasa ese paupérrimo español y recordando la promesa que le había hecho a mi esposa, repliqué imitando su habla:
―Amo no poder follarse a Aung porque María no poner en bandeja.
Dudo que las birmanas entendieran mi respuesta pero por supuesto que mi mujer sí y demostrando nuevamente que quería que la tratara como a ellas, contestó:
―Esa promesa se la hizo a alguien que ya no existe por lo que no tiene que cumplirla.
Cabreado, repliqué:
―Me da igual que sus viejos puedan reclamarla, o me la entregas tú o me niego a desvirgarla.
Aceptando que estaba dándole su lugar, mi mujer no se tomó a mal mi negativa y cogiendo de la mano a la oriental, dijo con voz segura:
―Aunque no soy nadie para entregarle lo que ya es suyo por derecho, aquí está esta hembra para que la haga suya.
No sé qué me impactó más, si la expresión de angustia de la oriental por temer que la rechazara o la resignación de María al depositarla en mis manos. Afortunadamente en ese instante algo me iluminó y ejerciendo la autoridad que ella misma me había dado, me tumbé en la cama y exigí que Mayi y María se mantuvieran al margen mientras la tomaba.
Ninguna de las nativas entendieron mi orden y tuvo que ser mi esposa la que dando un postrer beso como su dueña a la morena, le dijera:
―Nuestro amo te espera.
Aung no entendió que con ese breve gesto María le estaba informando que había aceptado desvirgarla y con ello romper el último lazo que le ataba a su pasado. Aterrorizada por mi posible rechazo, permanecía de pie en mitad de la habitación casi llorando.
Lo cierto es que estuve tentado de mantener su zozobra pero como de nada me iba a servir, dando una palmada sobre el colchón, la llamé a mi lado.
―Ve a él― insistió María a la muchacha.
Enterándose por fin que iba a hacer realidad lo que tanto tiempo llevaba esperando, la birmana se agachó ante mí y con la voz entrecortada por la emoción, sollozó:
―Nunca antes hombre, Aung tener miedo.
Reconozco que me pareció rarísimo que esa chavala se mostrara temerosa de entregarse a mí cuando yo mismo había sido testigo de la forma en que mi esposa la había sodomizado y mientras se acercaba a mí, decidí que al igual que había hecho con su compañera, esa primera vez debía de ser extremadamente cuidadoso para que evitar que una mala experiencia la hiciera odiar mis caricias y levantando mis brazos, le pedí que se acercara.
Con paso timorato, cubrió los dos metros que nos separaban. Viendo su temor, no pude menos que compadecerme de ella al saber que había sido educada para entregarse al hombre que la comprara sin poder opinar y sin que sus sentimientos tuviesen nada que ver.
«Pobre, lleva toda vida sabiendo que llegaría este día», medité.
Ajena al maremágnum de mi mente, Aung se tumbó junto a mí sin mirarme. La vergüenza que mostraba esa criatura me parecía inconcebible y más cuando apenas media hora antes, no había tenido problema en hacerme una mamada.
«No tiene sentido», me dije mientras tanteaba su reacción pasando mis dedos por su melena.
Ese pequeño y cariñoso gesto provocó una conmoción en la birmana, la cual pegó un gemido y ante mi asombro se pegó a mí diciendo:
―Aung no querer volver pueblo, Aung querer amo siempre suya.
La expresión de su mirada me recordó a la de Mayi y cayendo del guindo, aprehendí algo que había pasado por alto y que era que para ellas era algo connatural con su educación el enamorarse de su dueño porque así evitaban el sentirse desgraciadas.
Queriendo comprobar ese extremo, acerqué mis labios a los suyos y tiernamente la besé. El gemido que pegó al sentir ese beso ratificó mis sospechas al percibir que con esa caricia se había excitado y con el corazón encogido, pensé:
«Mientras mi esposa quiere que la trate como una esclava, ellas se engañan al entregarse a mí soñando que son libres».
Conociendo que se jugaba su futuro y que debía complacerme, buscó mis besos mientras su pequeño cuerpo temblaba pensando quizás que podía rechazarla al considerarla culpable del cambio de María.
«Parece una niña», maldije interiormente sintiéndome casi un pederasta al verla tan indefensa y saber que su futuro estaba en mis manos.
―¿No gustar a mi dueño?― preguntó al ver que no me abalanzaba sobre ella como siempre había supuesto que haría el hombre que la comprara.
―Eres preciosa― contesté con el corazón constreñido por la responsabilidad. Aunque conocía su urgencia por ser desvirgada y evitar así que sus padres volvieran a venderla, eso no me hizo olvidar que realmente no se estaba entregando libremente sino azuzada por el destino que le habían reservado desde que nació.
Al escuchar mi piropo como por arte de magia se le pusieron duros sus pezones haciéndome saber que con mi sola presencia esa morenita se estaba excitando. No queriendo asustarla pero sabiendo que debía de poseerla sin mayor dilación, decidí que al igual que hice con su compañera iba a tomarla dulcemente. Y olvidándome de comportarme como amo, pasé mi mano por uno de sus pechos a la vez que la besaba. La ternura con la que me apoderé de su boca disminuyó sus dudas y pegando su cuerpo contra el mío, susurró en mi oído:
―Aung siempre suya.
La seguridad de su tono y la aceptación de su futuro a mi lado me permitieron recrearme en sus pechos y con premeditada lentitud, fui acariciando sus areolas con mis yemas. La alegría de sus ojos me informó que iba por buen camino y más cuando sin esperar a que se lo pidiera se sentó sobre mis muslos mientras me volvía a besar.
Su belleza oriental y el tacto templado de su piel hicieron que mi pene se alzara presionando el interior su entrepierna. Ella al sentir esa presión sobre sus pliegues cerró los ojos creyendo que había llegado el momento de hacerla mía.
―Aung lista.
Pude haberla penetrado en ese instante pero retrasándolo delicadamente la tumbé sobre las sábanas. Ya con ella en esa posición, me quedé embobado al contemplar su belleza casi adolescente tras lo cual se reafirmó en mí la decisión de hacerlo tranquilamente mientras María y la otra birmana observaban atentas como me entretenía en acariciar su cuerpo.
Que tocara cada una de sus teclas, cada uno de sus puntos eróticos, en vez de usar mi poder para violarla fue derribando una tras otras las defensas de esa morena hasta que ya en un estado tal de excitación, me rogó con voz en grito que la desvirgara. Su urgencia afianzó mi resolución y recomenzando desde el principio, la besé en el cuello mientras acariciaba sus pantorrillas rumbo a su sexo. El cuerpo de la oriental tembló al sentir mis dientes jugando con sus pechos, señal clara que estaba dispuesta por lo que me dispuse asaltar su último reducto.
Nada más tocar con la punta su clítoris, Aung sintió que su cuerpo se encendía y temblando de placer, se vio sacudida por un orgasmo tan brutal como imprevisto. Sus gritos y las lágrimas que recorrían sus mejillas me informaron de su entrega pero no satisfecho con ese éxito inicial, con mi lengua seguí recorriendo los pliegues de su sexo hasta que incapaz de contenerse la muchacha forzó el contacto de mi boca presionando sobre mi cabeza con sus manos.
Para entonces ya no me pude contener y olvidando mi propósito de ser tierno, llevé una de mis manos hasta su pecho pellizcándolo. La ruda caricia prolongó su éxtasis y gritando de placer, esa morena buscó mi pene con sus manos tratando que la tomara. Su disposición me permitió acercar mi glande a su entrada mientras ella, moviendo sus caderas, me pedía sin cesar que la hiciera mía.
―Tranquila, putita mía – comenté disfrutando con mi pene de los pliegues de su coño sin metérsela.
Sumida en la pasión rugió pellizcándose los pezones mientras María me rogaba que no la hiciera sufrir más y que me la follara.
―Tú te callas― cabreado contesté por su injerencia― una esclava no puede dar órdenes a su amo.
Mi exabrupto hizo palidecer a mi mujer y sollozando se lanzó en brazos de Mayi, la cual la empezó a consolar acariciando sus pechos. La escena me recordó que entre mis funciones estaba satisfacer a la tres y por eso, obviando mi cabreo exigí a esas dos que se amaran mientras yo me ocupaba de la morena.
Volviendo a la birmana, ella había aprovechado mi distracción para cambiar de postura y a cuatro patas sobre las sábanas, intentaba captar mi atención maullando. Al verla tan sumida en la pasión, decidí llegado el momento y forzando su himen, fui introduciendo mi extensión en su interior. Aung gritó feliz al sentir su virginidad perdida y reponiéndose rápidamente, violentó mi penetración con un movimiento de sus caderas para acto seguido volver a correrse.
La humedad que inundó su cueva facilitó mis maniobras y casi sin oposición, mi tallo entró por completo en su interior rellenándola por completo. Jamás había sentido el pene de un hombre en su interior y por eso al notar la cabeza de mi sexo chocando una y otra vez contra la pared de su vagina, se sintió realizada y llorando de alegría chilló:
―Aung feliz, Aung nunca más sola.
Sus palabras azuzaron a mi cerebro a que acelerara la velocidad de mis movimientos pero la certeza que tendría toda una vida para disfrutar de esa mujercita me lo prohibió y durante largos minutos seguí machacando con suavidad su cuerpo mientras ella no paraba de gozar. La persistencia y lentitud de mi ataque la llevaron a un estado de locura y olvidando que como debía comportarse una mujer de su etnia, clavó sus uñas en su propio trasero buscando que el dolor magnificara el placer que la tenía subyugada mientras me exigía que incrementara el ritmo.
Esa maniobra me cogió desprevenido y no comprendí que lo que esa muchacha me estaba pidiendo hasta que pegando un berrido me rogó:
―Aung alma esclava.
Conociendo la forma en que esas mujeres se referían al sexo duro, no fue difícil traducir sus palabras y comprender que lo que realmente me estaba pidiendo es que fuera severo con ella. Desde el medio de la habitación, su compañera ratificó el singular gusto de la muchacha al gritar mientras pellizcaba los pechos de mi mujer:
―María y Aung iguales. Gustar azotes.
No sé qué me confundió más, que Mayi se atreviera a aconsejarme sobre cómo tratar a su amiga o la expresión de placer que descubrí en María al experimentar esa tortura. Lo cierto fue que asumiendo que esa noche debía complacer a la birmana, tuve a bien tantear su respuesta a una nalgada.
Juro que me impactó la forma tan rápida en la que Aung ratificó que eso era lo que deseaba y es que nada más sentir esa dura caricia se volvió a correr pero esta vez su orgasmo alcanzó un nivel que creía imposible y mientras su vulva se convertía en un géiser lanzando su ardiente flujo sobre mis piernas, se desplomó sobre el colchón.
María, que hasta entonces había permanecido callada, me incitó a seguir aplicando ese correctivo a la que había sido su favorita al decirme:
―Recuerdas un documental que vimos sobre el modo en que los leones muerden a las hembras mientras las montan, ¡eso es con lo que esa zorra sueña!
Asumiendo que era verdad dada su actitud, la agarré de los hombros y mientras llevaba al máximo la velocidad de mis embestidas, mordí su cuello. Mi recién estrenada sumisa al disfrutar de mi dentellada se vio sobrepasada y balbuceando en su idioma natal, se puso a temblar entre mis brazos.
Fue impresionante verla con los ojos en blanco mientras su boca se llenaba de baba producto del placer que la tenía subyugada y fue entonces cuando supe que debía de eyacular en su interior para sellar mi autoridad sobre ella. Por ello, llevé mis manos a sus tetas y estrujándolas con fiereza, busqué mi placer con mayor ahínco.
Mayi desobedeciendo dejó a María tirada en el suelo y acercándose a donde yo estaba poseyendo a su amiga, murmuró en mi oído:
―Aung fértil, Amo sembrar esclava.
No me esperaba que entre mis prerrogativas estaba el fecundar a las chavalas pero pensándolo bien si como dueño podía tirármelas, era lógico que se quedaran preñadas y con la confianza que ese par de monadas iban a darme los hijos que la naturaleza me había negado con María, sentí como se acumulaba en mis testículos mi simiente y dejándome llevar, eyaculé desperdigándola en su interior mientras la oriental no paraba de gritar.
Habiendo cumplido con su destino Aung se quedó transpuesta y eso permitió a la otra birmana buscar mis brazos y llenándome con sus besos, me dijo en su deficiente español mientras intentaba recuperar mi alicaído pene:
― Mayi amar Amo, ¡Mayi primera hijos Amo!

CAPÍTULO 8, PROMETO HACER MADRE A MARÍA

La terquedad de ese par ofreciendo sus úteros para ser inseminados apenas me dejó dormir al asumir que, si les daba rienda libre, esas birmanas me darían un equipo de futbol.
¡Me apetecía tener un hijo pero no una docena!
Pensando en ello, me levanté a trabajar sin hacer ruido para no despertar ni a mi esposa ni a las birmanas pero cuando siguiendo mi rutina habitual entraba al baño para ducharme, María se despertó. Y entrando conmigo, abrió el agua caliente y me empezó a desnudar.
―¿Qué haces? ¿Por qué no sigues durmiendo?― comenté extrañado.
Luciendo una sonrisa, contestó:
―Me apetecía ser la primera en servir a mi dueño.
No pude cabrearme con ella por seguir manteniendo esa farsa al comprobar la alegría con la que había amanecido, ya que normalmente mi esposa no era persona hasta que se había tomado el segundo café. Por ello haciendo como si no la hubiese oído, iba a quitarme el calzón cuando de pronto María se arrodilló frente a mí y sin esperar mi opinión, me lo bajó sonriendo.
La expresión de su rostro fue suficiente para provocarme una evidente erección, la cual se reafirmó cuando en plan meloso me obligó a separar las piernas mientras me decía:
―Por esto me levanté antes que ellas. Tu leche reconcentrada de la noche será para mí.
Y sin más prolegómeno, sacó la lengua y se puso a lamer mi extensión al mismo tiempo que con sus manos acariciaba mis testículos. Impresionado por esa renovada lujuria, no dije nada y en silencio observé a mi mujer metiéndose mi pene lentamente en la boca.
A pesar de haber disfrutado muchas veces de su maestría en las mamadas, me sorprendió comprobar que ese día su técnica había cambiado haciendo que sus labios presionaran cada centímetro de mi miembro dotando con ello a la maniobra de una sensualidad sin límites. Y comportándose como una autentica devoradora, se engulló todo y no cejó hasta tenerlo hasta el fondo de su garganta. Para acto seguido empezar a sacarlo y a meterlo con gran parsimonia mientras su lengua no dejaba de presionar mi verga dentro de su boca.
No contenta con ello fue acelerando la velocidad de su mamada hasta convertir su boca en ingenio de hacer mamadas que podría competir con éxito con cualquier ordeñadora industrial.
Viendo lo mucho que estaba disfrutando, extrajo mi polla y con tono pícaro, me preguntó si me gustaba esa forma de darme los buenos días:
―Sí, putita mía. ¡Me encanta!
Satisfecha por mi respuesta, con mayor ansia se volvió a embutir toda mi extensión y esta vez no se cortó, dotando a su cabeza de una velocidad inusitada, buscó mi placer como si su vida dependiera de ello.
―¡Dios!― exclamé al sentir que mi pene era un pelele en su boca y sabiendo que no se iba a mosquear, le avisé que quería que se lo tragara todo.
La antigua María se hubiese cabreado pero para la nueva ese aviso lejos de contrariarla, la volvió loca y con una auténtica obsesión, buscó su recompensa.
No tardó en obtenerla y al notar que mi verga lanzaba las primera andanadas en su garganta, sus maniobras se volvieron frenéticas y con usando la lengua como cuchara fue absorbiendo y bebiéndose todo el esperma que se derramaba en su boca. Era tal la calentura de mi esposa esa mañana que no paró en lamer y estrujar mi sexo hasta que comprendió que lo había ordeñado por completo y entonces, mirándome a la cara, me dijo:
―¡Estaba riquísimo!― y levantándose, insistió: ―Esas dos putitas no saben lo que se han perdido por seguir durmiendo.
Muerto de risa, repliqué:
―Déjalas dormir, ahora quiero hablar contigo.
Por mi tono supo que no iba a reprocharle nada y totalmente tranquila, me pidió que charláramos mientras me ayudaba y dándome un suave empujón, se metió conmigo bajo el chorro de la ducha. Sus pechos mojados me recordaron porque me había casado con ella y mientras bajaba por su cuello con mi boca, le recordé una conversación que habíamos tenido hace unos meses sobre la conveniencia de contratar un vientre de alquiler.
―Me acuerdo que eras tú quien no estaba convencido― comentó con la respiración entrecortada al notar mi lengua recorriendo sus pezones.
Asumiendo que cuanto mas cachonda estuviera menos reparos pondría a mi idea, la di la vuelta y separando sus nalgas, me puse a recorrer los bordes de su ano. Ella nada más experimentar la húmeda caricia en su esfínter, pegó un grito y llevándose una mano a su coño, empezó a masturbarse mientras me decía:
―¿Por qué me lo preguntas?
Sin dejarla respirar, metí toda mi lengua dentro y como si fuera un micro pene, empecé a follarla con ella.
―¡Qué delicia!― chilló apoyando sus brazos en la pared.
Cambiando de herramienta, llevé una de mis yemas hasta su ojete y introduciéndola un poco, busqué relajarlo mientras dejaba caer:
―Ya no somos unos niños y creo que es hora que seamos padres, ¿qué te parece?
El chillido de placer con el que contestó no me dejó claro si era por la pregunta o por la caricia y metiendo mi dedo hasta el fondo, comencé a sacarlo al tiempo que insistía en lo de tener un hijo.
―Sabes que yo no puedo― respondió temblando de placer.
Dando tiempo a tiempo, esperé a que entrara y saliera facilidad, antes de incorporar un segundo dentro de ella y repetir la misma operación. El gemido de mi esposa al sentir la acción de mis dos dedos en el interior de su culo me indujo a confesar:
―Tenemos a nuestra disposición dos hembras fértiles que no pondrían problemas en quedarse embarazadas.
Durante un minuto se lo quedó pensando y con su cabeza apoyada sobre los azulejos de la pared, movió sus caderas buscando profundizar el contacto mientras me decía:
―¿A cuál de las dos preñarías antes?
La aceptación implícita de María me hizo olvidar toda precaución cogiendo mi pene en la mano comencé a juguetear con su entrada trasera.
―Me da igual, pienso que lo lógico es que tú la elijas― contesté mientras forzaba su ojete metiendo mi glande dentro.
Al contrario que la noche anterior, mi esposa absorbió centímetro a centímetro mi verga y solo cuando sintió que se la había clavado por completo, me soltó:
―¡Dejemos que la naturaleza decida!
Intentando no incrementar su castigo, me quedé quieto para que se acostumbrara a esa invasión y mientras le acariciaba los pechos, insistí:
―Imagínate que se quedan las dos, ¡menuda bronca!
Pero entonces María, al tiempo que empezaba a mover sus caderas, me contestó:
―De bronca nada, ¡sería ideal!― y con la cara llena de felicidad, gritó: ― Esas putitas me harían madre por partida doble.
Impresionado con lo bien que había aceptado mi sugerencia, deslicé mi miembro por sus intestinos al ver que la presión que ejercía su esfínter se iba diluyendo y comprendiendo que en poco tiempo el dolor iba a desaparecer para ser sustituido por el placer, comencé incrementar la velocidad con la que la empalaba.
―Ahora mi querida zorrita, calla y disfruta― y recalcando mis deseos, solté un duro azote en una de sus nalgas.
Como por arte de magia, el dolor de su cachete la hizo reaccionar y empezó a gozar entre gemidos:
―¡Quiero que mi amo preñe a sus esclavas!― chilló alborozada ―¡Necesito ser madre!
Como la noche anterior, mi señora había disfrutado de los azotes, decidí complacerla y castigando sus nalgas marqué a partir de ese instante mi siguiente incursión. María, dominada por una pasión desbordante hasta entonces inédita en ella, esperaba con ansia mi nueva nalgada porque sabía que vendría acompañada al momento de una estocada por mi parte.
―Si así lo quieres, ¡te haré madre! Pero ahora, ¡muevete!
Mis palabras elevaron su calentura y dejándose llevar por la pasión, me rogó que la siguiera empalando mientras su mano masturbaba con rapidez su ya hinchado clítoris. La suma de todas esas sensaciones pero sobre todo la perspectiva de tener un hijo terminaron por asolar todos sus cimientos y en voz en grito me informó que se corría. Al escuchar cómo me rogaba que derramara mi simiente en el interior de su culo, fue el detonante de mi propio orgasmo y afianzándome con las manos en sus pechos, dejé que mi pene explotara en sus intestinos.
Agotados, nos dejamos caer sobre la ducha y entonces mi esposa se incorporó y empezó a besarme mientras me daba las gracias:
―¡No sé qué me ha dado más placer! Si el orgasmo que me has regalado o el saber que por fin has accedido a darme un montón de hijos.
―¿Cómo que un montón? Solo me he comprometido a intentar embarazarlas una vez y eso a no ser que tengamos gemelos, son dos.
Descojonada, María contestó:
―Esas pobres niñas son jóvenes y sanas, ¿no crees que sería una pena desperdiciar sus cuerpos preñándolas una sola vez?…

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